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Sobre desapariciones y autómatas

Sabía que había algo muy raro cuando Héctor la miró y le dijo: «Hasta acá llegamos». No era su Héctor, aquel Héctor que había conocido hacían más de 20 años atrás, aquel Héctor con el que había vivido alegrías y tristezas. Sabía que no podía ser el final, se negaba a aceptarlo.

Cuando llamaba a su celular aparecía esa maldita voz que decía «el número no pertenece a un abonado en servicio». ¡La puta madre! Es como si hubiese desaparecido del mundo, o al menos de mi mundo. ¿Qué le pasó? ¡Ese no es mi Héctor! ¡No lo es! Gritaba llorando lágrimas de frustración. Había algo que Medea ignoraba, pero no sabía que era. Necesitaba saber si Héctor, su Héctor, realmente la había dejado de querer. Tenía que haber más de lo que él le había dicho. Ese no podía ser el final absoluto.

El mundo seguía igual. La vida de las personas no se modifica demasiado cuando una de ellas se va. Los corazones rotos generalmente se arreglan, pero solo si hay una explicación valedera para ello. No una vil mentira.

Era muy de mañana cuando, por debajo de la puerta un cartero le tiró un sobre. Era el resumen de una tarjeta de crédito a nombre de Héctor. La abrió. Habían consumos hechos hasta una semana después que él se fue. Consumos extraños por un monto muy grande a nombre de «Chassis S.A». Buscó esa empresa en Internet y le apareció una dirección en pleno centro, en la galería Ruffo. Y allá fue. Tenía que saber, necesitaba saber.

Cuando llegó, en la dirección exacta de la galería, no había nada. Solo un local vacío con diario en tapando toda la vidriera y rejas. Nada. Miró desesperada y un hombre parado en la puerta de un local vecino le dijo: Si viene por Chassis, ahí no hay nada. Ni lo hubo. Medea lo miró como si le hubiesen dado una respuesta que estaba esperando, pero no de la forma que la estaba esperando. ¿Cómo sabe usted eso? Le dijo ella, tratando de disimular. «No es la primera persona que viene con esa cara de preocupación a ese local vacío. Muchos como usted vienen a diario y yo les digo exactamente lo mismo, no hay nada y ni lo hubo. Pero si quiere, espere un rato y se encontrará con alguien igual de desconcertado que usted. Vayan y háganse un grupo de autoayuda, al parecer son varios los estafados por esa gente.» Y dicho esto el hombre entró a su negocio.

Medea se sentó desconsolada en el piso al lado de la galería. Necesitaba saber algo de Héctor, si estaba mejor sin ella, si realmente no la quería más, si había algo en todo esto que tuviera sentido, porque nada en este punto parecía tenerlo. Esperó y esperó hasta que se hizo de noche y la galería empezó a cerrar sus puertas. Y cuando finalmente la última persona se fue, decidió que era hora de irse.

Acostada en su cama, miró hacia la mesa de luz, donde había una foto de Héctor y ella en sus primeras vacaciones en las Cataratas del Iguazú. Se veían tan jóvenes y tan felices, como que el mundo se rendía a sus pies. Y sintió en su mente la voz de él que le dijo «andá a la galería».

Eran las 3 de la mañana. No lo pensó demasiado, se vistió, y se fue en el auto hasta el lugar. Estacionó a media cuadra, y se fue caminando. Las rejas de la entrada estaban igual de cerradas y esperó. Algo le dijo que esperara. Y, después de más de una hora de estar ahí lo vio. Era él, era su Héctor.

Vio claramente como él abría las rejas de la galería y entró. Dejó la entrada abierta y Medea aprovechó y se fue atrás de él. A esa hora todos los locales de la galería estaban cerrados, y él entró en el que tenía diarios en la puerta, pero las rejas abiertas. Claramente había más gente adentro. Esperó y escuchó unas voces que hablaban en un idioma desconocido para ella. Al cabo de un buen rato vio como Héctor salía del lugar, y ahí fue cuando ella no soportó más y fue a hablarle. «Héctor, amor, ¿¡quiero saber que es todo esto, tu celular no me da, que pasa!?» Y acto seguido vio como los ojos del hombre se pusieron blancos, y sin aviso ni nada, le pegó un golpe en la cabeza que la dejó inconsciente en el piso.

Se despertó y no estaba en su casa ni en la galería. Tenía el peor dolor de cabeza que había sentido en su vida. «Tranquila, yo te saqué de ese lugar», le dijo el hombre que se había encontrado en la galería de día. El que le había dicho que no era la única que había ido buscando a Chassis. «¿Qué es esto, que pasó?» Le dijo Medea entre medio del dolor y de la confusión.

«Pasó que tu marido ya no es tu marido y no lo va a volver a ser nunca más», le dijo el hombre. “Me llamo Cristian, y he estado años investigando esto. No sé muy bien que hacen, pero es un especie de lavado de cerebro similar a lo de Nu Skin, con la diferencia que estos matan gente y les cambian la identidad. Le viste los ojos blancos, ¿verdad? Bueno. Ya no es tu marido. Es un autómata. Su personalidad se murió con él. Han estado en varias otras épocas y ubicaciones. Alejate de ahí y no vuelvas nunca. Es por tu bien. Te podes quedar esta noche acá, y mañana hace de cuenta que tu marido se murió. Porque esa es la realidad. “Y terminado de decir esto, a Medea la invadió el peor sentimiento de abandono y soledad que había sentido en toda su vida. Era cierto. Era hora de tratar de seguir adelante sin él. Sin su Héctor.

Nada es fácil en la vida. Los árboles ya se han llenado de hojas de colores y el calor ha vuelto a su Mendoza querida. Medea le da un beso a la foto en la mesa de luz y se viste. Es hora de vivir, es hora de sentir. Es hora de ser.

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