/Un tal Merssi

Un tal Merssi

Desde los comienzos la vida nos ubica, de un lado o del otro, del bien y del mal. A veces por las juntas, como decía mi padre, se entremezclan y nos descarrilan, tuercen y  erosionan otro tanto, con el antagónico lugar que en principio ocupamos.

Los Jóvenes Ávidos de Rodeo del Medio, supimos pecar gozosamente de ingenuos, hasta incluso de buenudos, desconociendo en demasía la vereda de enfrente. Es como pretender que aquel nene que se la pasaba en los recreos, metiéndole zancadillas a sus compañeritos, o robando la merienda de los “culillos” de divisiones inferiores, sienta ternura cuando ve una perra dando de mamar a sus cachorritos. Imposible.

Aunque como en todo, siempre hay una iniciación a la maldad y, aisladamente, a la bondad. “El tuje te lo tocan una vez, y si sos recurrente, es vicio…”, le decía siempre mi tío Pancho a mi tía Marta.

Corría la década del cincuenta y las fiestas se acercaban. Como todos los años, el padre Vicente, hacía la colecta anual de juguetes y/o dinero, para los niños más necesitados.

En esa manía de no dejar pasar una, nos prendimos con la muchachada sin dudarlo. Tiramos ideas sin éxito visible un par de veces, hasta que en una tercera oportunidad avanzamos rotundamente. El Chapa, el proyecto de fenómeno que resultaría ser con el tiempo para los números y los negocios, nos trajo la justa.

Chicos…, chicos, silencio por favor los de atrás… Bien, por nuestro contexto demográfico debemos usar nuestra inventiva, en el valor agregado a los productos agropecuarios, imprimiendo nuestros esfuerzos en la materia prima con la que contamos a mano…

– ¿Qué? –dijo el Pera en una tonada tan mendocina como el zanjón Pescara, quien lo sentía lo sentía hablar como al coreano del mercadito.

El Gringo que odiaba quedarse afuera de la pomada, lo fulminó con la mirada.

–A ver… ¿la gente del pueblo, qué tiene para ayudarnos? –Era buen pibe el Chapita más allá del aspecto sobrador que tenía–. ¿Plata para ofrecernos? Muy poca, y los que tienen dudo que colaboren como para darnos cierta… rentabilidad.

Nos miramos periféricamente, buscando la respuesta que le cerrara el apetito al enano sabiondo.

– ¡Ya sé, pelucas! –Gritó dando un salto, a viva voz de pito, el Santiaguito– Mí mamá tiene muchas pelucas en la peluquería.

–¡Cayiaaate che! –Se hoyó unísonamente, e hicimos como que nada pasó, antes que se chivara el Chapita y nos privara de la solución mágica.

–Nosotros –continuó blanqueándole los ojos al Santi–, nuestras familias, tienen chacras, huertas, incluso algunos, decenas de hectáreas florecidas en su esplendor –adoraba cada vez que el Chapa nos untaba en la cara, como manteca sobre una tostada, tanta sorpresa y admiración con su verborragia.

–Las heladas tardías han sido piadosas esta temporada, y nuestra bien cuidada reputación, nos deja abiertas las puertas de par en par, ante la colaboración de los vecinos de Rodeo. –Terminaba su locución cual futuro intendente de Guaymallén.

Al pie de la letra, seguimos su estrategia y colaboramos prácticamente todos. En una semana habíamos juntado frutas de toda clase, frascos con salsa de tomate casera, huevos, verduras a montones, vino de cosechas anteriores, en fin… tanto que la carretela del hermano mayor del Cebolla no daba a vasto.

Éramos un relojito. Que un frasquito por acá, dos cajones de naranjas por allá, lechuga, cerezas coloradas como los cachetes del Colo, docenas de huevo que salían como pan caliente. El ochenta por ciento de los productos eran liquidados en 5 días. Demasiado bien para que no huela a caca, diría el padre Vicente.

El último viernes, previo a la navidad, divididos en dos grupos partimos para hacernos de las viles joyas de los clientes. Al cabo de unas cuantas horas, nuevamente en la parroquia, nos reencontraríamos para entregarle todo al padre Vicente.

Nosotros, los del grupo A, por la parte oeste de Rodeo, dábamos cuenta satisfactoriamente del pago religioso de los vecinos. Cuando desde lejos se siente un silbido agudo, como el que usa el domador para llamar a su yegua. El Laucha, la Martita, y el Chapa corrían hacia nosotros desesperados.

–¡Nos robaron todo Rulo! –me grita la Marti desde lejos, sin aguantar más la angustia.

No quería escuchar más, imaginaba lo que había sucedido. En una de las vueltas por el pueblo, recolectando el dinero, había visto al Negro Calavera, uno de los “Chicos Malos de Maipú”, repasando de pies a cabeza nuestros movimientos. Es más el día anterior, según el Huguito, los habían visto a los Chicos Malos merodeando la zona.

Esta manga de delincuentes preescolares, con grandes proyecciones en el rubro, habían interceptado al grupo B, y sustraído la recaudación completita. Plata de hoy, algo así como mil pesos. Para nosotros, chicos de quince años cuanto mucho, como cincuenta mil. La mitad, exactamente, del total que pensábamos hacer con la venta benéfica.

“No te calentés Rubén, tenés que pensar más que nunca”, me dije de movida.

Crucé sensaciones con el Chapa, que apretaba sus manos haciendo puñitos, y con el Cebolla que bramaba cual dragón en celo. Nos retiramos unos metros para debatir.

–Vamos a Maipú de una –dijo mordiéndose la lengua el Cebolla.

–Coincido totalmente, pero así no. Así solo vamos a lograr que nos quiten hasta los dientes… ¿Qué pensás, Chapa?

El Chapita sostenía su pera con la mano izquierda y con el dedo que indica sobre su boca hacía volar  su imaginación. Su sonrisa picara nos regaló consuelo. Tomamos unos pocos bártulos y rajamos pa’ Maipú.

–Es a todo o nada –comentó para él, mientras nos despedíamos de los demás.

Los Chicos Malos, además de ser unos sabandijas fundamentalistas, eran muy duchos para el juego del futbol. Reconocidos en los campitos barriales por hacer llorar a cuanto equipucho/pazo, se les pusiera adelante, siempre a la espera de que alguno saltase por sus gastadas. Terminar en una batahola de piedras, patadas, piquetes de ojos y botellas por doquier, era su salsa. Desde este lugar plantearíamos la estrategia.

Allá fuimos los tres mosqueteros. Entramos como una tromba por el lado este de Maipú y terminamos finalmente en la plaza. Las miradas de los dueños del circo, nos recorrían como un hielo seco por la espalda. Ciertamentedescansábamos, en lo que craneaba a dos motores el Chapita.

– ¿Qué andan buscando por acá –entre risas–, se quieren hacer pegar? –Nos regaló de bienvenida, desde un banco aledaño y sin tanta hospitalidad, uno de los Chicos.

Inmediatamente se acercaron tras el Calavera, atravesando la plazoleta toda y en formación cual bolos del bowling, diez pichones de rufián adornados con cadenas, palos y maderas.

–Tranquilos –esbozó por lo bajo el Chapa, percibiendo el julepe que nos fruncía por atrás los pantalones–, a éstos nos los comemos en sanguchito de queso y huevo.

En tres, dos, uno… estábamos de cara las cicatrices de guerras, de los pibitos más malos jamás conocidos, ni inventados.

–Mirá Negro –concilió el Chapa como si lo junase de toda la vida–, se la voy a hacer muy cortita. Sabemos que alguno de ustedes, por error, ha tomado prestado un dinerillo que con mucho esfuerzo, hemos recaudado para darle una mano al cura Vicente. ¿Me equivoco?

El mulatón junto sus labios carnosos, tiró aire por la nariz como un toro, entre abriendo los ojos, y giró la cabeza de lado a lado sin movérsele un pelo. –Correcto. Salvo en lo de “error”, lo demás tal cual.

A mí se me encrespaban los nervios de impotencia.

–La mosqueta que encontramos en los bolsillos de tu amigo, ahora es nuestra –el Negro Calavera se acercaba a medida que iba hablando–, como también van a ser esas zapatillitas sucias que traen puestas.

Justo en ese momento, quiso meter un bocadillo el Cebolla, pero un oyente de los malos lo empujó con un solo dedo hacia atrás, donde ya se encontraba otro sinvergüenza, haciéndole con el cuerpo a gachas una zancadilla. Los demás se descostillaban de la risa, ensayando puntería con unos escupitajos.

Lo incorporamos de los brazos, en medio de un puchereo que ya estallaba en llanto. La bronca, activaba la impotencia de una bomba en nuestras retinas. El tiempo, se tensaba al extremo en miradas increpantes y el crujido de nudillos, para darnos de lo lindo. Cuando, otra vez, pidió la palabra mi amigo personal, el Esteban Guevara, alias Chapita.

–Mucha risa, mucha jarana, ja je ji jo ju, pero todavía no me han contestado… ¿Aceptan el desafío o arrugan –el petizo deslizaba subliminarmente su psicología inversa–? Porque si no quieren, vamos a los Rompe Huesos de Dorrego, que al margen van mucho más al frente que ustedes, y les ofrecemos los mil mango’ a ellos, estimados.

Se les mezclaban las ideas cual ensalada de fruta caliente. No sabían de qué desafío les hablaba, si escuchar “mil pesos” los descolocaba, y en suma a la seguridad con la que el chichón del suelo les cantaba las cuarenta, era una postal para el recuerdo.

–Si no escucharon se los vuelvo a repetir, a ver si esta vez les queda: fulbito, siete contra siete, con arquero eso sí, y en Rodeo –el Chapa les caminaba por entre medio–, con árbitro, y sin tiempo. A diez goles y por la plata que nos madrugaron. Si ganan, duplican. Si pierden… no pierden nada. ¿Entendieron o se los dibujo en la tierra con un palito? –Al Cebolla le temblaba la mandíbula.

Un tontolón como de veinticinco años, le largó con una chancleta desde atrás, que por suerte erró. El Calavera hacía cuentas. Usaba los dedos por supuesto, pero le iba cerrando. Desde atrás dos muchachos deformados por la maldad, le comían la cabeza para que aceptara.

–Mejor si es el viernes Cala, el jueves tenemos que robar la despensita que vimos en Gutierrez, y el sábado la farmacia de Don Mateo –divinos los pibes.

–El viernes a las cuatro de la tarde, estamos ahí. –dictó en su veredicto el mulato.

No existía manera de que ganáramos. ¿Cómo les íbamos a explicar al Vicente, que no solo nos habían robado la mitad, sino que la otra, se la habíamos regalado.

Jugados y sin fichas arrancaba el pleito.

Tres a cero en cinco minutos y veintiocho segundos, mas unas cuantas raspaditas en las canillas. De los siete, el Chapa que era arquero y el Manteca, eran los únicos que la habían tocado. Sacamos por tercera vez del medio y una plancha sobre la tibia del Cebolla lo manda para afuera.

–¡Priiiiiii! “Fue Foul” –dice Valencia, el árbitro porteño que conseguimos–.

Volvemos a sacar y como una gacela el Negro vuela, la roba y patea desde atrás de la casita de dio’… golaaaazo. Tremendo golazo que le vuela las manitos, cual muñeco de trapo, al Chapa. Este se tira al piso en un grito falso, gira de acá para allá, y termina sentado con hielo al lado del Geroncio, nuestro placero pseudo DT.

El Chapita levanta un dedo como quien llama al mozo en un restaurante, y señala al suplente, amigo de el de no sé dónde,  que había traído por si las deudas.

Pulga, entrá porque me partió –le indica a un tal Merssi, que sin elongar entraba.

Colo andate de punta, Rulo parate al medio –me dijo a mi–, Laucha quedate en el fondo y al que pase lo bajas. Manteca al arco. El que la agarra me la toca de primera –dice entrando noma’.

–Este no tiene la más puta idea –suelta el Manteca a la pasada, no muy conforme con el cambio. El Chapita desde afuera, hacía circulito con la mano, como cuando un buzo dice “está todo bien”, bajo el agua.

La primera bola le llega desde el aire, luego de un rebote. Al tiempo que la canción de cuna que es su empeine, le da paz para dormir en el tierral del campito. Pie derecho e izquierdo por sobre encima de la pelota, gambeta para uno y el puntapié que el mismo atina a darle. Sigue dos metros, la tira larga por la banda con el pique de un tigre, y ya frente al arquero le hace dos contra uno, dejando solo con el arco al Colo. Quien solo la empuja sacándose la mufa de trescientos sesenta días sin embocarla. 1 a 3. Merssi ya es leyenda en Rodeo.

La boca se me hace a un lado, pido la repetición, la llama de esperanza se enciende. Así una tras otra, como un demonio, dispone jugadas insaciables, a estrenar. Quiero llorar. Uno de ellos, amaga a aplaudir y se arrepiente.

– ¿Este de dónde salió? –refunfuña entre dientes el Calavera.

Quince minutos después, 9 a 5 arriba. Solo uno más y el historial de los Jóvenes Ávidos, tendría su primera victoria. El plan del Chapa resultaría perfecto.

Patada para cadena perpetua, desde atrás, inmoviliza al Merssi por completo. Sufrimos más que hincha de Racing, los elefantes no paran de orinar, el inventor del enganche debe ir al arco. Sale el Manteca al campo, quizás a reivindicarse, ante el murmullo poco alentador que lo observaba.

Gol, gol y otros más de los Chicos Malos de Maipú. Nueve a nueve. Chau historia. Chau guita, navidad, verduras y laput…

Jugada de toque, pared, caño a mí y sombrero al Laucha que no la había tocado en media hora. Le queda sola al Negro Calavera, quien carga la derecha como el puntano Funes, y sacude un misil que revienta el travesaño de madera.

Todos seguimos en cámara lenta el recorrido del balón por el cielo. Dan ganas de relatarlo. La pelota vuela y vuela por sobre encima de nuestras cabezas, y se pierde con el reflejo del sol que nos sega un poco, como en un sueño. El alma nos vuelve al cuerpo, y la redonda le cae al Manteca, que sin dejarla picar ensaya una volea de zurda y la clava azarosamente al ángulo contrario. Si, donde tejen las arañas.

Pasa un segundo de una era, todos mudos, salvo el Manteca que grita: “¡gooooool!”, besándose la camiseta. Martita recibe la dedicatoria en su mejilla. Los Cuentistas de Historias deliran en la hinchada:

“¡Mirá, mirá, mirá, sacale una foto! ¡Se van para Maipú con el cu… roto!”

Feliz Navidad para todos, de parte de Don Rubén y los Jóvenes Ávidos de Rodeo del Medio.

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