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Vendedores de fantasías

 “…La realidad baila sola en la mentira…” – León Gieco

Todos sabíamos que iba a hacer algo espectacular, parado sobre una mesa, con la única luz de un reflector que sobrevivió a la gresca.

Eran buenos tiempos, eran los noventa. Pocos bares pero bares en serio, sin after no sé cuánto y con heladeras llenas de cervezas heladas. Había uno en particular que me gustaba mucho, el Índigo bar. Quedaba frente a la plaza de Godoy Cruz por la vereda del cine. Un quincho chiquito con una tarima para las bandas en vivo y una mesa de pool que servía de barra, asiento, sostén de borrachos pero jamás de los jamases se usaba para jugar al pool.

Esa noche tocaban los Súper Amigos, banda del under que sonaba muy bien. La velada prometía algo de diversión. La cerveza corría a raudales mientras el fuerte sonido hacía temblar la estructura edilicia del lugar. Los porros eran parte del público, el aroma dulce de la vida empalagaba todo. En un momento la efervescencia cayó por la cuneta y se transformó en violencia. Una mirada, una mujer, y piñas van piñas vienen los muchachos se entretienen. Las sillas, los vasos y las botellas vacías, y no tanto, volaban por el lugar. El tumulto era generalizado. La gente ebria se agarraba a trompadas sin razón aparente y caía al piso revolcándose entre botellas rotas y más borrachos, mientras la banda seguía tocando. Como no encontré ninguna causa justa no me metí en la pelea y con mi fernet me puse a observar la escena desde el costado de un parlante.

Entonces ocurrió. Nunca le vi la cara porque una maraña de pelos ensortijados se la cubría, vestía de grunge, camisa leñadora y pantalones rotos en las rodillas. De un solo salto se subió a la mesa de pool y se irguió como un guerrero. Todas las miradas se centraron en él, el tiempo se detuvo y el universo dejo de girar. Con movimientos medidos, gráciles, tomó impulso y se lanzó desde las alturas con una pierna hacia adelante. El movimiento era preciso, la técnica impecable. Era la patada voladora perfecta. Por un segundo todo lo conocido giró alrededor del grunge. Quedó suspendido en el aire durante un eón efímero pero no le pegó absolutamente a nadie. Justo después de que el movimiento alcanzara la belleza total, la patada voladora perfecta se transformó en un grotesco cuerpo retorciéndose en el aire. Entonces cayó de un golpe seco en el piso que se escuchó aún más fuerte que la música.

El autor de la patada voladora a la nada no era un practicante de artes marciales, ni siquiera un admirador advenedizo de Bruce Lee; era lisa y llanamente un vende humo. Un vendedor de ilusiones, la ilusión de la patada voladora perfecta.

Esta clase de chamuyeros existe desde los albores de la Humanidad; hacen alarde de conocimientos, talentos o experiencias que no se pueden verificar. Se apoyan en sus dotes verbales y en algunos trucos. Se exhiben ante los demás queriendo demostrar lo que no saben o no poseen. Los vendedores de humo te venden fantasías. Inventan un mundo valiéndose de su labia, actuando así en su propio beneficio o solo por puro placer de la charlatanería. Son un batallón encubierto que espera paciente, con el humo preparado, armar la cortina para engañar a los demás en beneficio propio.

Los encontramos en todos los ámbitos, absolutamente en todos. No hay un entorno en que un vende humo no esté rondando en espera de un incauto para desarrollar sus artes. En esta época de elecciones son los candidatos políticos, que prometen el oro y el moro resguardados por una gran sonrisa y una corbata – qué cosas inútiles las corbatas. Con actitud de cartel publicitario juran a diestra y siniestra que mejorarán la calidad de vida de las personas, aunque solo mejoran la de su propio bolsillo, tienen jubilaciones privilegiadas e inmunidad de ciudadanos VIP, lo que en una democracia es una paradoja aberrante.

Ahora en estos momentos en que escribo (a mano como siempre) tengo la profunda y amarga sensación de que, después de este proceso electoral, vamos a ver patadas voladoras a la nada por todas partes.

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