Estaba de pie frente a la ventana. Enfrente de la ventana pero él en la vereda y ella en el tercer piso. Él pensaba que no había ninguna mujer tan linda como ella. No podía haberlo. Y sentía que era su oportunidad porque ella lo había mirado, le había hablado. Ahí, en esa vereda de noche recordaba su aliento, la tibieza del aire que emanaba su boca, su risa, la explosión de las mil muecas cuando sonreía, cuando lo hacía en serio, con ganas.
Sopló una brisa helada. Hace mucho frío. El tiempo está loco, tanto frío en noviembre… Con sus manos cruzó su campera y trabó sus brazos mientras marchaba en el lugar para mover las piernas. ¡Tanto frío en noviembre! Pero hoy era el gran día, el esperado. Hoy era el día por el cual había hecho un tremando sacrificio. Y miraba la ventana, iluminada, con gente adentro, ¿sería ella? Era su cuarto pero no sabía si era ella. En los noventa y nueve días que había estado cada noche debajo de esa ventana había aprendido que por ese cuarto pasaban sus padres, sus hermanos… Todos habían asomado las cabezas en algún momento. Al principio con risa, con burlas, con chistes que se escuchaban desde adentro, de voces sin caras, de risas y juegos. No sabía qué le dolía más, que se rían de su espera durante horas o que hagan uno, dos comentarios y sigan haciendo lo que sea.
La poca gente que andaba por la calle a esas horas lo saludaba, ya lo conocían. Ya se habían juntado en grupo, ya había ido un policía a verlo, ya les había contado a todos su historia, ya le habían dicho que se fuera, que lo que hacía no tenía sentido, que era algo estúpido. Ya le habían llevado algo de comer, ya se habían sentado en ronda con él, y ya había pasado también esa novedad, y ya nadie andaba perdiendo el tiempo, el mismo tiempo que quería perder él.
La lluvia, el frío crudo del invierno, las madrugadas cabeceando bajo una ventana con la persiana cerrada, los ruidos de la calle despertando, y las casonas cerradas y oscuras, muertas por las noches… Noventa y nueve días.
—¿Cuántos días te faltan, Capullo? —le preguntó Marisol, la vecina de la casa de la enredadera que pasaba por ahí.
—Esta es la última noche, Marisol.
—¿La última noche? Esa chica no te va a dejar nunca. Te ama con locura. Lo anda diciendo a todo el mundo.
Y era cierto. Todos le contaban que ella andaba de acá para allá contando que lo amaba, que lo quería mucho. Que lo quería tanto que estaba haciendo la misma prueba de amor que Totó le hizo a Elena en Cinema Paradiso, y se paró cien noches bajo su ventana hasta que ella se enamore. Pero hacía tanto frío este noviembre. ¡Tanto frío! Y se había ausentado el aroma de los jazmines de leche del jardín de la señora Marta. Llegaron dos vecinos, y más atrás venías tres, con sillas y vino y platos. “Esto es una fiesta, querido”, decía el señor Bermúdez, y estaban muy contentos. Traían sus abrigos, más atrás venían otros vecinos. Y se fueron sentando alrededor del enamorado. Se sentaban todos menos él que estaba en el centro apretando su campera porque ese noviembre estaba haciendo mucho frío. Mucho.
Faltaba una hora para que se cumplan las cien noches y la ventana de ella estaba apagada. “Creeme, Capullo, que esa niña está loca por vos, ya va a aparecer”, le dijo la señora Elvira de la casa de la otra cuadra.Quedaban treinta, veintisiete minutos, veintiseis, veinticinco… ¡Pop! Se destapó una botella de champagne. “Esta copa es para vos, Capullo”, le dijo Bermúdez con una autoridad que le costó contradecir, pero que aún así rechazó. Dieciocho, diecisiete minutos, dieciséis… ¡Por qué hacía tanto frío este noviembre! Carmencita, la del quisoco le pidió al marido que le buscara una frazada. “Capullo se vino muy desabrigado”, le dijo, lo que el marido coincidió y salió por la calle.
Cuatro, tres, dos minutos, nadie miraba el reloj. Contaban cuentos divertidos, se habían juntado cerca de doce vecinos a celebrar la hazaña de su “Capullo” a pesar del frío, del extraño frío de aquel noviembre. Las doce. Dice y uno, y dos, doce y cinco, y seis… Ella no asomaba, no salía. “Che, ¿tocamos el timbre?”, preguntó Bermúdez. Doce y cuarto, doce y media y ya nadie reía. Las mujeres hablaban más fuerte como para llamar la atención de la casa de la “Julieta”, pero nada.
“¿Sabés qué, Capullo, yo escuché que un familiar andaba mal de salud y creo que fueron a verlos…” dijo Torrens, el gordo de la distribuidora. “Mónica, ¿por qué no vas y golpeás la cocina a ver qué pasa?”
A las doce y cincuenta Capullo quedó solo frente a la ventana. Y giró sobre sus zapatos y comenzó a caminar hacia su casa. En su cabeza un nuevo nombre le rondaba: Capullo. ¿Estaba mal lo que había hecho? Tantas mujeres con la hazaña de Totó bajo la ventana de Elena cien noches…
Cien noches (Cinema Paradiso)
Llegó a su casa y en la planta baja su madre lo esperaba. ¡Lo esperaba con este frío tan raro de nobiembre!
—¡Mamá! ¿Qué hacés acá?
—¿Hoy no se cumple el día número cien?
—Sí, pero vení, subamos a casa que hace mucho frío.
En la casa y con dos sopas calientes continuó la conversación.
—¿Y cómo te fue, Juan?
—Mal, mamá. A las doce no apareció, ni en la hora siguiente tampoco.
—Bueno, pero vos cumpliste, eso es lo importante, Juan.
—Pero, explicame una cosa, mamá, ¿cómo puede ser que las mujeres mueran por lo que hizo Totó en Cinema Paradiso y no les pase nada si se lo hacen a ella?
La madre sonrió y lo miró a Juan grande, un tipo grande que hacía poco se había independizado, que vivía solo y que quería hacer cosas importantes. Que quería animarse. Se sintió orgullosa.
—Juan, lo que hiciste fue muy valioso, pero fue valioso para vos más que para nadie. Fue valioso que hagas lo que te parecía era un desafío para alcanzar algo que querías mucho.
—Sí, pero ¿en qué fallé?
—En que las mujeres no se derriten de amor por Totó en la película por haberse quedado cien noches bajo su ventana con la lluvia, el frío… ¡Qué tipo pelotudo!
—¿No? ¿Y entonces qué es lo que les gusta tanto?
—Que Totó estando cien noches haciendo ese papelón por ella le dio el coraje a ella misma para ir hasta el cine a buscarlo y tirarse encima de él. Esa es la parte importante de esa historia.
—O sea que todo… todo se trata de que ellas hagan…, de que se animen a…
—Todo, Juan. Todo se trata de nosotras, las mujeres. Y el que lo entiende, entiende cómo funciona este mundo. Entiende la geopolítica, la economía, la sociología, la arquitectura, las pinturas rupestres, los talibanes, la religión, el circo, el deporte, la astronomía, la música, todo, Juan. Todo.
Juan, tomó dos tragos de la sopa, y su madre también pero sin sacárle los ojos de encima.
—Y ¿qué tengo que hacer para enamorarla si cien noches no son nada para ella?
—Bueno, podrías dejar que ella ahora te busque, pero como te fuiste ante de la madrugada no creo que lo haga.
—Aunque estuve cien noches crees que porque me fui después de las doce…
—Sí, le dio inseguridad. No va a ir.
—Y entonces ¿qué hago, mamá?
—Hacé guita, Juan. Hacé guita e invitalas a viajar, tené una buena casa con pileta y parrilla para que todas quieran ir allá, hacé una empresa importante que todo el mundo la nombre, y después sé un buen tipo, normal. Ni muy bueno, ni muy hijo de puta.
—¿Y con eso voy a ser feliz?
—No, pero vas a coger mucho sin tener que estar haciendo estas boludeces abajo de una ventana.
—Pero, mamá, ¡mirá lo que decís! ¡Yo quiero ser feliz! ¡Me encanta… eeeh… me encanta tener relaciones, pero tiene que haber una manera además para ser feliz!
—Si querés ser feliz hacé lo que tengas ganas, lo que te gusta, y olvidate de las minas que van a aparecer solas, y no quieras ser el héroe de nadie, los héroes son llamadores de psicópatas o de cuernos. Dejate de boludear con los ojitos de esta o el culo de aquella, estudiá, animate a correr riesgos, hablá fuerte, caminá clavando el talón y ¡dejate de joder, Capullo!
—Pero entonces el amor… ¿Qué es el amor?
—El amor es el que descubrió el marinero de la fábula de Don Alfredo en esa misma película, en Cinema Paradiso. Ese es el amor.
—No sé, me dejás confundido…
—No me extraña. A veces me hacés acordar tanto a tu padre…
La madre se puso de pie, dejó su taza en la pileta de la cocina y antes de salir lo miró a su hijo y le dijo con voz severa:
—Quedate con esas cien noches que son tuyas. Son lo que podés hacer, lo que sos capaz. Y olvidate de las minas inseguras que te piden que hagas por ellas lo que ellas no se animas a hacer por sí mismas.
Y cerró la puerta
Y enseguida volvió a tocar la puerta, y el hijo le abrió. Y ella lo miró ahora con cara más dulce.
—¿Me bajás a abrir?
La fábula de Don Alfredo (la princesa y el soldado, Cinema Paradiso)