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Las golosinas mágicas

Diego era un niño normal allá por los tempranos años 90’s, como todos en el barrio pertenecía a una familia trabajadora y humilde y tenía sólo una cosa valiosa de qué presumir, su bicicleta Aurorita naranja con parrilla, bueno, en realidad sólo tenía el 50 % porque también tenía un hermano con quien debía compartirla.

Diego era tan genuino y simpaticón que su abuela materna lo tenía de favorito y eso no era poca cosa, la vieja siempre andaba con plata en el monedero y él ligaba las mejores donaciones de la querida abuela.

El pequeño Diego vivía en un barrio de Godoy  Cruz que en esa época estuvo en las noticias por un lamentable y triste hecho, un acontecimiento oscuro, tenebroso y rodeado de un enigma que aún hoy pocos se atreven a recordar. Saúl, un muchacho de más edad que Diego había desaparecido sin dejar rastros, había ido al kiosco de la esquina y nunca regresó a su casa. Habían pasado varias semanas de ése incomprensible incidente y, aunque algo milagroso ocurriese, el barrio ya nunca fue el de antes.

Diego, con la complicidad de su abuela siempre tenía los bolsillos llenos de monedas, las cuales se las gastaba en golosinas, lo que nunca imaginó era lo que el destino le tenía reservado.

Había descubierto que las golosinas le otorgaban un don y un  poder inexplicable, una condición que se manifestaba físicamente e incluso en su personalidad pero en un mundo alterno, paralelo, donde todo funcionaba y transcurría en tiempo y espacio real, pero él no, él era otro, irreconocible y bañado de una magia particular según la golosina consumida.

Todo comenzó una tarde de verano, cuando Diego compró a la salida de la escuela un chicle Jirafa, a los minutos se dió cuenta que todos lo miraban «hacia arriba «, él era un chico de 13 años y de un momento a otro pasó a ser un muchachote de casi 1,80m., camino a casa se cruzó con varios conocidos, pero ninguno lo reconoció a él. Aunque el efecto Jirafa no duró mucho tiempo, del susto dejó de comprar golosinas por varios días, pero un domingo antes de ir a misa compró dos gallinitas, de esas que tenían un delicioso juguito en su interior, por suerte no creció en altura al consumirlas  pero rápidamente notó que no podía hablar, al intentar comunicarse con un amigo en la iglesia sólo podía cacarear, por fortuna el amigo tomó el incidente risueñamente, como si se tratara de una broma y Diego salió corriendo a su casa muy asustado y si bien a la noche todo se normalizó, su mayor preocupación era no transformarse en hincha de River. Diego probó muchas golosinas y no todas eran mágicas aunque el interés por saber más y más  lo llevó a hacerse un comprador compulsivo de golosinas, él nunca había tenido la necesidad pero en esos días, llegó a pedirle dinero a su abuela para conllevar el nuevo vicio. El chupetín Tatin lo hacía verborragico y lo incitaba a hablar de política casi sin tomar aire, la Bananita Dolca le daba musculatura, no mucha, pero él sí lo notaba frente a su espejo, cuando en casa se quitaba la remera, sumada además de la habilidad de trepar árboles con suma facilidad,  el maní japonés bañado en chocolate lo dotaba de hablar fluidamente el idioma japonés precisamente, lo había comprobado yendo a la tintorería del centro y entablando una charla con el dueño, proveniente del mismísimo Tokio. Pero todas esas habilidades no eran permanentes, duraban minutos.

Pero todo cambió aquel día de reyes, ésa mañana cuando todos los chicos del barrio estaban en la calle, Dieguito ya harto de probar cual golosina hubiera en el kiosco, empezó con las que odiaba, quería saber cuáles eran las mágicas y cuales no lo eran.

Compró caramelos media hora y haciendo cara de asco se comió el primero, pasaron unos segundos y nada, pareciera que eran caramelos normales, carentes de fantasía, pero para asegurarse por completo decidió comer un segundo caramelo y al intentar abrir el envoltorio la sorpresa fue mayúscula y asombrosa, no lograba ver sus propias manos, era invisible. Agitado por la emoción, pero cauto y temeroso también, comenzó a caminar entre los otros chicos de la plaza,  pateó una pelota para corroborar y logró asustar a los pibes que estaban jugando el picadito, de pronto un detalle lo cautivó, un chico lo estaba observando desde atrás de un alambrado,

“Si soy invisible ¿cómo es posible que este pibe me esté observando todo lo que hago?” Se preguntó Diego.

Habiendo perdido el temor y sintiéndose poderoso se acercó hasta el alambrado para hablar con el curioso.

—Veo que has estado observando cuando nadie puede hacerlo, ¿quién sos? —Preguntó Diego al extraño muchacho.

– Me llamo Saúl,  soy el chico perdido hace semanas, sé perfectamente lo del poder de las golosinas y veo ahora que no soy el único, los caramelos media hora nos hacen invisibles por 30 minutos, yo comí uno ése maldito día, luego algo inexplicable sucedió y pasado ése tiempo no pude regresar al mundo normal. Puedo ver y escuchar todo a mi alrededor pero nadie puede ni siquiera sentir mi presencia, dijo Saúl largando el llanto.

Los 30 minutos estaban por expirar, el don del caramelo media hora que Diego había consumido estaba llegando a su fin, ya podía ver que sus manos estaban siendo visibles de a poco.

Una idea surgió por su cabeza, sacó del bolsillo 2 caramelos más, uno se lo introdujo rápidamente en la boca y otro se lo dió a Saúl.

Tenía la esperanza que ése caramelo dado a Saúl lo traería nuevamente a la vida normal neutralizando el daño permanente que había causado el último media hora que él había consumido.

Pasaron los minutos y la ansiedad y la tensión eran insostenibles, ambos eran invisibles, tendrían que pasar los 30 minutos para saber la verdad.

—¿Y si los caramelos no funcionan? ¿y si te pasa lo mismo que a mí? —Saúl puso la duda en Diego y ambos se largaron a llorar desconsoladamente.

Los segundos parecían minutos y los minutos horas, pero por fin llegó el momento y ambos comenzaron a experimentar una pesadez en el cuerpo, una fatiga inusual y poco a poco las manos de Diego podían observarse, lo mismo sucedió con Saúl, ambos estaban dejando ése mundo virtual para regresar al real.

Una señora que estaba con el nieto en los columpios reconoció a Saúl al momento y los gritos de alegría y felicidad recorrieron el barrio en segundos.

Hoy en día, Diego y Saúl son personas mayores, nunca más, desde ése día de Reyes en la plaza, consumieron más golosinas.

Tampoco son amigos cercanos,  solo se saludan con la mirada cuando se cruzan por el barrio.

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