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La lágrima del mártir

Que las puertas de un andrajoso bar sean la entrada a mi segundo hogar, es un tanto patético si lo pienso. Son aquellas puertas las que me reciben siempre abiertas ante cualquier eventualidad que sufra. La entrada se ha convertido en el pórtico de mi casa y la bebida en el refugio que mi madre me daba. Si, es patético. No he crecido del todo aún y es doloroso sustituir el cariño y la compañía de un familiar directo, por el añojo gusto seco de alguna bebida alcohólica. Como si en cada fondo de un vaso vacío me encontrase a mí mismo. Es desagradable. Pero es lo que es.

Beber para no pensar. Supongo que es lo que elegí. Así como algunos eligen las drogas fuertes, como otros eligen la soledad y como ese resto de valientes que eligen la psicología. Yo me fui para el escape de la bebida y a medias. Digo a medias porque no soy un alcohólico de problemas hepáticos, que hace de su bebida un hábito de 24 horas. Digo a medias porque sólo me aferro a la bebida cuando mi mente no da más. En un sentido más graciosos se diría que no sirvo ni para ser un alcohólico.

Si juntásemos a todos los bebedores en un mismo lugar tendríamos dos alternativas.

Primer alternativa: Moriríamos todos aplastados por un tsunami de penas e historias tristes. Tanto así, que nos daríamos cuenta que nuestra llamada “depresión” es una cosa de niños, y lo que sentimos es una estupidez comparada con lo que está sintiendo el par que tengo a mi lado. Nos resentiríamos de haber agarrado un vaso alguna vez y por fin, nos daríamos cuenta de que lo nuestro es sólo una lágrima en el eterno llanto de un verdadero mártir. Tal vez nos alejaríamos de la bebida y cualquier otra cosa que nos haga sufrir y disfrutaríamos más de la vida, pensando dos veces las cosas antes de caer en un estado de simple tristeza autoimpuesta.

Segunda alternativa: Terminaríamos completamente con la depresión y la soledad. Puesto que el bebedor X, en algún punto cruzaría una palabra con el bebedor Y, y tarde o temprano esas palabras se transformarían en una charla. Esa charla se transformaría en una relación más abierta y esa relación finalmente en una amistad. Lo que daría por resultado el fin de la soledad tanto para el bebedor X, como para el bebedor Y. En la mayoría de los casos, con el fin de la soledad viene el fin de la depresión, porque ahora podríamos hablar sobre las cosas que nos lastiman, produciendo que esas heridas dejen de doler y sanen. El bebedor X – que empezó la charla – no tendrá la necesidad de volver a encontrar las respuestas en el fondo de un vaso y por ende no volverá a tomar, puesto que ahora tiene un amigo.

Es sorprendente ¿No? El malestar del bebedor sólo sería sanado por un par similar que entienda con detalle lo que el otro siente. Las dos hipótesis lo demuestran.

Pero… ¿qué puedo decir? Mi mente divaga e inventa este juego para no pensar en la razón principal de mi visita a este, mi (lamentable) segundo hogar.

Me adentro al bar caminando por el pegostioso piso hasta alguna mesa a media luz. Elijo alguna que este cerca de la barra para no alejarme del escape. El cantinero de siempre se acerca y con una mirada de nada, hace girar frente a mí una botella de ginebra y un desgastado vaso. Mi bolsillo paga mi ronda y mi autoestima abona el precio de ser el mismo cobarde de siempre.

¡A tu salud mundo!

En mi mano el vaso yace vacío y mis ojos están apretados, como evitando el mal sabor de una bebida diseñada pura y exclusivamente para embriagarse. Esta noche no voy a poner a prueba ninguna de las dos hipótesis. No sé qué pasará con los demás bebedores esta noche. Pero hoy me quedo sólo con mi soledad. Hoy no soy el bebedor X ni el bebedor Y. Y si por alguna de esas cuestiones de la noche apareciese alguien con ganas de hablar, de seguro yo no contestaría.

Yo soy la lágrima más salada del mártir.

 

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