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Los cuentos de Diem Carpé: Escritores Anónimos

Hoy espero remembrar con exactitud alguna vivencia de una época pasada. Espero que las crónicas de mi memoria se comporten de forma adecuada y hagan de esta historia, una historia agradable. Casi tan o más agradable que como la que yo viví aquella tarde de otoño. ¡Vaya! Parece que todo aún funciona bien, pues al menos estoy recordando que fue un otoño.

Intentaré recordar un poco más: sé que estaba acompañado por un grupo de amigos y que también un principio de juventud era una virtud en mi haber. Sé que era de tarde, y que efectivamente era otoño, pues un manto de hojas secas cubría el piso de aquella….de aquella….¡plaza! ¡Sí, eso! Era una plaza. Bien, tengo el escenario, la escena se soltará sola.

Sin más que hacer que perder el tiempo, es que me encontraba con un grupo de amigos mirando la tarde pasar en aquella plaza de la céntrica ciudad. Tratábamos de ver quien decía la primera coherencia dentro de aquel mar de incoherencias que era nuestra charla, cuando algo interrumpió nuestra ociosidad.

Como si la nada hubiera parido un hijo adulto, apareció frente a nosotros un hombre de avanzada edad. No me atrevo a decir con exactitud sus años, tal vez por temor de confundir su aspecto y sus épocas vividas. El hombre, de gallarda estampa, se adentro en el cerrado grupo de jóvenes que éramos nosotros, y sacando un libro enorme de un desdeñado bolso, se sentó a mi lado.

El libro tenía el aspecto de una biblia recogida a lo largo del mundo y del tiempo. Habían hojas de todos tamaños y colores. Hojas que se escondían temerosas de los hombres y hojas valientes que se atrevían a asomarse por entre las tapas azules de ese ajetreado libro. Habían también, letras de diferentes tamaños y trazos, como si todos los sentimientos del mundo hubiesen convertido a aquel libro en un diario de vida.

Anonadados como estábamos, saludamos al hombre con amabilidad pero con extrañeza. El hombre, quien no me quitaba la mirada de encima, sólo dejo caer una frase: “Vendo poesías, cuentos, historias. Cualquier cosa que ustedes me quieran comprar”.

Con mis amigos nos miramos extrañados, nadie entendía absolutamente nada. Estábamos en una época donde se nos ofrecía de todo en los caminos de la vida, pero nunca antes jamás, nadie nos ofreció literatura. Por supuesto que tuvimos que rechazar la oferta y ver como nuestro vendedor se alejaba. Y digo por supuesto, porque hay ciertas etapas en la vida que uno comete errores por demás escritos a fuegos en las instrucciones del crecer.

El hombre se puso de pie, y como si la nada hubiese reclamado a su hijo afligido, el sujeto desapareció por entre la gente.

Es increíble que recuerde todo esto. Que recuerde con exactitud el lugar, la época del año, los amigos, incluso recuerdo hasta qué día fue. Pero no puedo recordar al hombre…mi mente sólo ve una persona de tantos años con un desdeñado bolso y un maltrecho libro.

Por aquel momento, del grupo de amigos, era solamente yo quien empezaba a dar sus primeros pasos en lo literario. Entonces traten de imaginar ustedes, el asombro que era para mí tener a un sujeto de estas cualidades. A primera vista lo sentí un juglar de tiempos modernos. Un incomprendido de la vida, que trataba de vivir del arte milenario menos valorado. Pero ahora, ya con un par de años encima, lo entendí de otro modo.

Recuerdo haber leído hace un tiempo una frase que explicaba que aquellos que sienten la oscura necesidad de testimoniar su drama, son los mártires testigos de una época. Y es que esta frase no hace más que evocar la memoria de todo aquel que se atreve a perderse entre las letras. Aquellos valientes que deciden de una forma u otra, dejar evidencias de lo que su sentir atraviesa. Aquellos soldados de duras pero dóciles plumas, que visten de estandarte el más fino y amargo de los papeles. Ellos, los escritores anónimos.

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