Los cinco salieron apresurados de la casa de Gonzalo. Caminaron la primer cuadra a pasos ligeros, para cuando llegaron a la segunda, ya corrían desaforados. La Casona de la Alberdi estaba a varias cuadras. Pero pareció surgir frente a ellos en un abrir y cerrar de ojos.
Fernando, el más decidido de los cinco, tal vez porque había escuchado en primera persona el llanto de la muchacha, fue quien cruzo varios escalones de un solo salto y se prendió al timbre. Mientras que Pablo y Juan golpeaban con fuerza la gran puerta, Gonzalo probaba lo mismo con una ventana. Mauricio corría de un lado a otro, gritando el nombre de Clara.
Estuvieron así un rato, pero nada pasaba. Cansados de insistir se juntaron en el pórtico de entrada a debatir:
-¿Se habrán ido? No se escucha nada y no se ve movimiento tampoco.- Se expresaba Pablo, con las manos en la cintura.
-No creo. No hemos tardado nada desde que colgamos el teléfono.- Gonzalo hablaba.
De repente un grito cuasi lejano cortó el debate. Era un grito de mujer, seco y desgarrador que provenía en el interior.
-¡Es Clara, boludo, es Clara!- Juan no daba crédito a sus oídos.
Rápidos, empujados por la curiosidad y el miedo volvieron a insistir y a gritar. Pero nada pasó.
No fue hasta que ya convencidos de que no podían ingresas a la Casona por los medios convencionales, que intentaron una vía alternativa. Fue Mauricio quien encontró una ventana entreabierta y sin dudarlo dos veces, la abrió de par en par. Uno a uno, con terror de lo inhóspito, ingresaron a la Casona de la Alberdi. Nunca lo hubieran hecho en otra ocasión. Jamás. Iba en contra de toda enseñanza y educación. Pero esta vez era algo trascendental.
Cuando Juan, el último ingresar por la ventana, pisó el interior de la Casona, los cinco amigos decidieron los pasos a seguir:
-Separémonos para buscarla.- planteaba Fernando.
-No boludo, no conocemos esta casa. Es enorme. Es mejor si estamos juntos- Gonzalo lo contradecía.
Los cinco debatían en murmullos. No querían dejar en evidencia su presencia indeseada en el interior de la Casona.
Finalmente optaron por separarse, pero en dos grupos: Gonzalo, Pablo y Juan irían por los pisos superiores. Fernando y Mauricio buscarían por la planta baja.
La Casona de la Alberdi, era más grande en su interior de lo que se veía por fuera. Carecía de muebles para llenar tanto espacio, por lo que las paredes parecían no terminar nunca. Los techos eran altos, tanto que el sonido de cada paso tardaba varios segundos en rebotar contra el cielo raso. La Casona solo lucia penumbras en su interior, a pesar de que todavía quedaban un par de horas de claridad, costaba a veces hasta arquear los ojos para poder ver.
Gonzalo, Pablo y Juan caminaban sincronizadamente, intentando que seis ojos vean más que dos. Inspeccionaban cada habitación hasta el más apartado de los rincones. Fernando y Mauricio optaron por dividirse, ambos daban pasos firmes y abrían las puertas de las habitaciones con furia.
Pero no fue hasta que el primer grupo encontró una puerta que daba a un hall. El hall abría espacio hasta topar con una lejana puerta. Una puerta que parecía fría, como apartada de las dimensiones de la casa. Los tres caminaron cercanos y se aproximaron rápido al pórtico. Juan apoyó el oído suavemente y escuchó sollozos. Sus ojos se abrieron grandes:
-Está acá. Clara esta acá.-
Pablo y Gonzalo abrieron los ojos tan grandes como Juan. El pulso de los tres se aceleró, pero llegó al punto del colapso, cuando Gonzalo giro el picaporte.
Del otro lado de la habitación, se presentaba la escena: Era una habitación pequeña, donde solamente había un sofá antiguo, esos que tienen todas las terminaciones en madera. El sofá ocupaba casi el setenta por ciento del espacio. Sentada sobre él, estaba Clara: sus cabellos estaban revueltos; su vestido, el que parecía llevar siempre, desgarrado. No mostraba la cara, la tenía hundida en sus manos que parecían servirle de sostén. Los tres amigos se acercaron presurosos.
-¿Clara, estas bien?- preguntó Pablo.
Como si le costará moverse, levantó su rostro. Un rostro arrugado de tanto llorar. De fauces alicaídas y mirada extraviada
-Chicos, ¿son ustedes?- preguntó sin hacer contacto visual.
-Clara, todo va a estar bien. Estamos acá.- dijo Juan.
Y después un grito. Prácticamente gutural fue el chillido que Clara dio. Los tres amigos se asustaron y atinaron a taparse los oídos. Cuando voltearon siguiendo la mirada de Clara, se encontraron con Roberto Rosales, el tío de Clara.
-¡Que mierda hacen acá!- gritó entre enojado y sorprendido.
-¡Viejo puto! ¡¿Qué le hiciste?!- le replicó Juan.
-¡Los voy a matar, pendejos de mierda!- y después de ese grito, el tío de Clara se abalanzó sobre Pablo, que era el que más cerca tenía. Lo tomó del cuello y lo sacudió contra el suelo. Gonzalo y Juan se arrojaron sobre el gran hombre para defender a su amigo. Pero este frenó la carrera de Gonzalo con una patada justa en los bajos, que obligó al joven a caer al suelo. Del mismo modo, pero con un puñetazo de revés, un golpe fuerte en la cara de Juan, lo mando a volar sobre el sofá.
Clara sollozaba, parecía entrar en un estado catatónico.
-¡Ahora van a ver, pendejo de mierda! ¡Qué se creen que están haciendo!- gritó fuerte el tío de Clara.
-¡Ahora!- Pablo sacaba fuerzas de donde no tenía y alentaba a sus amigos.
Por detrás del gran hombre, entrando por el pasillo a toda velocidad, Fernando y Mauricio corrían a la par. En la mano traían unas varillas metálicas; parecían atizadores, de esos que las antiguas chimeneas solían tener colgadas en los costados. Se acercaron raudamente al tío de Clara, y lo aporrearon fuerte. Un primer golpe dio certero en el brazo derecho del hombre, el segundo golpe, impactó entre el cuello y la cabeza, haciendo que se tambaleara. Pero nada más pasó, el hombre parecía aguantar los golpes. Usando ambas manos, el gran hombre agarró de sus ropajes a los dos jóvenes. Los zamarreó de tal forma que los hizo soltar sus “armas”.
-Quédense quieto hijos de puta- les decía el tío de Clara a los otros tres amigos que trataban de reponerse del suelo. Pero Gonzalo hizo caso omiso y se puso de pie:
-Esto termina ahora, viejo puto-
Viendo que no había forma de derrotarle de forma individual, Gonzalo se ponía el equipo al hombro y alentaba a que todos hicieran un último ataque. Y así, doloridos y asustados, los tres amigos saltaron sobre el gran hombre. Fernando y Mauricio empezaron a moverse con furia intentando soltarse. Pablo, Gonzalo y Juan empezaron a golpearlo a puñetazos y a patadas. Estuvieron varios segundos forcejeando…hasta que el tío de clara pareció perder la fuerza. Fue entonces que los cinco amigos se percataron y aumentaron más sus fuerzas. Finalmente el gran hombre dio tres pasos con los cinco jóvenes alrededor y todos cayeron al suelo.
Lo único que hubo después fue el sonido de varios cuerpos pesados golpeando el suelo sobre la oscuridad de la habitación. Lo único que hubo después fue un golpe seco de una cabeza sobre un apoyabrazos del viejo sofá. Lo único que hubo después fue un charco grande de sangre…sangre que brotaba de la cabeza del tío de Clara.
La policía irrumpió la casona de la calle Alberdi pasados veinte minutos de que el tío de Clara hubiese fallecido. Los uniformados encontraron a seis jóvenes: cinco varones y una mujer. Estaban todos sentados en el suelo del hall principal. La joven estaba cubierta con una frazada. Los jóvenes presentaban magulladuras y grandes signos de nerviosismo y cansancio.
Los padres de los cinco jóvenes llegaron poco tiempo después de que la policía arribará. Uno a uno los cinco se fueron con sus respectivos progenitores, después de una corta declaración para con la policía. Estaba todo más que implícito en la escena del crimen.
Sentada en la parte trasera de una ambulancia, Clara observaba como sus amigos desfilaban frente a ella y trataban de hablarle. Ella estaba enmudecida. No emanaba reflejos o palabras.
Ninguno dijo mucho cuando se acercaban a la joven. Entendieron que estaba en shock, entendieron que ya vendría tiempo para explicar todo.
Quién diría que esa era la última vez que la verían. La última vez sino hasta el casamiento de Pablo, 21 años después.