Fui a varias sesiones de psicoterapia. En todas desgranamos mi vida desde la óptica de aquella experiencia. En el fondo, tuve la impresión de tanto el profesional como mi familia buscaban encajar piezas en donde no entraban. Estaba en esa etapa de todos los obligados a asistir en que no cuentan todo.
Pero había un punto aislado que mencionó el profesional que me dejo inquieto: habían disparadores. Cosas que hacían referencias a segmentos de mis recuerdos o sueños, que difuminaban las barreras entre lo que mi mente creaba y lo que creía que era verdad. El número, 238, era una de las claves. Y eso me ponía incómodo, porque no le había mencionado a nadie que se me aparecía mucho: patentes de auto, carteles, sorteos de quiniela, etc.
Luego de una sesión, deambulando por el centro y con cero ganas de ir a mi casa, terminé bajando por la calle Las Heras. Justo en los auriculares sonaba un subgénero de la música de películas de terror llamada “oscura”. Son sonidos, ruidos y melodías que ambientarían una historia de suspenso o terror. Mi estado de ánimo estaba sintonizado. La terapia empezaba a demostrar efectos secundarios, al revolver las estanterías de mi mente. Y sentía que la oscuridad nacía desde atrás de mí.
Caía la tarde, de un viernes. La última cuadra de la avenida antes de topar en San Martín bullía de gente. Por Las Heras, subiendo hacia el oeste, un auto negro cuya patente era tres letras y el número 238 llamó mi atención.
En la esquina Noroeste una mujer rubia, con un vestido blanco, estaba de pié mirando hacia el Oeste. La distinguí a media cuadra sobre el resto de la personas por lo quieta que estaba. Faltando diez metros su mirada se fijó en mí. La seriedad de su rostro dejó vislumbrar cierta sorpresa al ver que yo la miraba.
En ningún momento el lento ritmo de mis pasos cambió, pero al ir acercándome ella parecía alejarse un poco. Además, los colores se volvían opacos, profundos, oscuros. Los amarillos se tornaban marrones claros. Los rojos viraban al Ocre. Y todo lo que pasaba cerca de ella decoloraba a los escala de grises.
A un metro de distancia todo era gris, salvo ella. Rubia con la cabellera llegando a la cintura, piel blanca, ojos celestes casi transparentes. Los sonidos, que se habían ido apagando, junta a ella eran apenas un murmullo.
Sonrió. Y su pelo mudó al blanco. Sus ojos se tornaron de un verde profundo, casi doloroso. Un nudo me atenazó el estómago. La cabellera se abrió abarcando un círculo de dos metros, como si flotara en el agua. Algunos mechones se extendían tocando la cabeza de ocasionales transeúntes cercanos a ella, haciendo que una mueca de dolor, incomodidad o leves tics en el rostro.
Su sonrisa se extendió en el rostro mostrando apenas los dientes. Su piel mudó al azabache lo mismo que su pelo. Sus ojos se encendieron en fuego. El nudo de mi estómago se transformó en terror. Levantó sus brazos con las palmas hacia arriba y algunos negocios cercanos se encendieron en rojos, amarillos y blancos.
Tomó mi mano derecha poniendo el pulgar en la parte superior. Sentí el dolor correspondiente a una quemadura.
A duras penas logré quitarle los ojos de los suyos, que constituían ventanas hacia el infierno. Cuando vi mi mano noté que sangraba, pero su mano era del mismo color que la mía, y sus uñas negras. La piel era un degradé hacia el negro a lo largo del antebrazo.
Cuando levanté la mirada ella soltó mi mano y había mutado. Pelo largo marrón, piel trigueña algo pálida, ojos marrones. Me sonrió y su sonrisa era luminosa. Mi corazón pasó por la tristeza profunda y luego reinó la calma.
Junto con la sonrisa, los colores fueron volviendo a la normalidad hasta que una explosión me sacudió. Ella no modificó el gesto.
En la esquina de Entre Ríos y Las Heras un gigantesco incendio se superponía a la imagen de la gente y los autos en un normal movimiento. La gente alcanzada por la deflagración era rodeada por un aurea roja y amarilla.
Volvía la vista a ella y no estaba. Sentí una punzada en la mano derecha. La quemadura sangraba, pero la forma era la misma que la piedra. Cosa que verifiqué al compararlas. Siempre la llevaba en el bolsillo.
Puse mi dedo pulgar de la mano izquierda sobre ella, y todo se decoloró. En las tres esquinas cercanas, bien en el centro del cruce de calles unas llamas alcanzaban la decena de metros. La gente caminaba rodeada de llamas. Algunos hasta se transfiguraban en figuras carbonizadas.
Un insulto me desconectó:
– ¡¡¡Movete pelotudo!!!
Un adolescente me empujó y tuve que soltar la mano para no caerme.
Con un pañuelo me envolví la mano, para evitar que siguiera el sangrado. Y como un zombie llegué hasta mi casa, un par de horas después. Lavé la herida, y me coloqué unas gasas y tela adhesiva. A mi familia y al profesional les dije que me había lastimado jugando al fútbol.
Me acosté en mi cama. Me relajé como pude, tratando de dormiré. Pero fue inútil. Es más, fueron varias noches en las que casi no pude dormir.
(Continuará)