/Un amor en el Valle de Uco

Un amor en el Valle de Uco

No era fácil en esa época. Hoy escribo y cuanto hubiese deseado que esa época fuese esta, los dos estaríamos juntos y no ella vaya a saber uno donde, y yo acá. Perdido.

La hoja en blanco se va llenando de tinta y hace mucho que quiero escribirle. Donde estará nunca lo sabré. Si encontró otro amor, tampoco lo descubriré, y no sé si es porque realmente no quiero o porque no me atrevo. Es así.

La vi entre las vides, cosechando las uvas por el simple placer de hacerlo. Tenía ella en ese tiempo unos 16 años. Yo tenía 18. A mí me pagaban con fichas, su padre era el dueño de toda aquella tierra y de la bodega que la continuaba. ¡Que bella que se veía con aquel vestido y su pelo largo negro revoloteando con el viento del Valle de Uco! Me enamoré perdidamente, ¿Y cómo no hacerlo? Si era la criatura más bella que yo había visto en mi vida.

Terminó la cosecha y pasé una serie de semanas solo. Llegó un momento en que no me pude resistir y, decidido a hablar con ella me fui para la bodega. Me acuerdo que ese día estaba riendo entre las hileras de la viña, cantando y bailando sin nadie a su alrededor, y me le acerqué despacio para no asustarla, y para disfrutar del espectáculo que, en ese momento, era solo para mí. Al verme con sus ojos verdes, paró en seco su acto y me preguntó que hacía yo ahí. «La cosecha ya terminó» me dijo. Y ahí me terminé de enamorar. Le expliqué que desde que la había visto aquella vez en la cosecha no podía dejar de pensarla y que quería acompañarla si no le molestaba, a donde sea que ella fuese. «Mientras que mi padre no nos vea, a donde sea». Me dijo. Y, sin pensarlo demasiado me le tiré encima y la besé como quien muerto de sed encuentra una botella de agua. Como si se fuese a terminar todo rápido. Ella no me sacó, nuestros labios sabían bien el trabajo.

Y ahí comenzó la mejor época de mi vida. Teníamos un amor secreto, y nos amamos tanto entre la viña, en depósitos donde nadie nos pudiera ver. Me dijo que su padre nunca nos dejaría amarnos en público, ella era de una familia pudiente y yo, bueno, solo me tenía a mí mismo y a ella. En esa época yo vivía en una casa en el pueblo, era lo único que me habían dejado mis padres antes de fallecer. Pero para su familia no era suficiente y en el pueblo habían comenzado a hablar. Había juntado algo de plata y le prometí que nos iríamos juntos a vivir nuestro amor. Me dijo que me acompañaría. Me dijo que me quería. Y yo le creí.

Recuerdo bien esa noche en aquel depósito. Me dijo que su padre se había enterado de lo nuestro y que la habían hecho que se fuera a Chile por un tiempo a estudiar, a ver si se olvidaba de aquel amor infantil. Se iba al otro día. «Voy a juntar la mayor cantidad de plata que pueda y apenas la junte, te voy a mandar una carta y te vas a venir conmigo. En Chile nos vamos a poder amar en paz, sin que nadie nos moleste» Me dijo.

«Yo tengo algo de plata ahora, decime a dónde vas y voy con vos, no quiero irme sin vos» le dije. «Hagamos una cosa. Que te vengas conmigo es peligroso, dejame que llegue allá, me instale y que se calme un poco todo. Una vez que pase eso, te mando una carta y te vas. Hagamos eso. No va a quedar otra» me respondió. Tenía razón. Entonces, sin pensarlo demasiado la besé como nunca. «Antes que me vaya, haceme tuya. Quiero llevarme eso conmigo». También era mi primera vez. Y aquella noche no lo dudé y le fui sacando el vestido despacio, con toda la delicadeza del mundo. Era tan perfecta, su piel bien blanca, su pelo negro que contrastaba, sus pechos del tamaño perfecto para mis manos. Ella entera. Me sacó la camisa. Nos entregamos a la noche, al amor, como si no hubiese mañana. Nuestros cuerpos supieron muy bien que hacer.

Y se fue. Estábamos a mediados de septiembre. Esperé su carta todos los días, y no llegaba. Como no me había dicho el lugar exacto a donde iba (según ella, ella tampoco sabía a donde la llevaban) solo tenía que esperar. Esperar. Pasó un mes. Pasaron dos. Pasaron varios y la vendimia volvió a aparecer. Nada.

Me volvieron a llamar a la bodega para cosechar y no me pude resistir. Con el padre no podía hablar, pero si con una de las señoras que trabajaba en la casa de la familia. «De la joven Candelaria no se sabe nada. Solo sabemos que llegó bien a donde iba, mandó una carta desde allá, pero cuando Don Javier viajó para verla, ella no estaba. En la casa donde se quedaba solo dijeron que un día se despertaron y ella ya no estaba, que se había ido en la noche, solo con lo puesto. Él la buscó. Estuvo tres meses averiguando en todo Chile y nada. Nadie supo nada. Y volvió. Con toda la pena del mundo y su hija desaparecida» Y dicho esto, la mujer me dijo que me fuese antes de que alguien notara que ella me estaba contando todo.

Terminé esa vendimia y no volví a aquella bodega. Con el dinero que tenía pude arreglar la casa y el terreno. Empecé a trabajar en otro lado y fui juntando plata. Logré progresar mucho hasta que, unos años después Don Javier y su mujer Doña Esperanza fallecieron. A la bodega la remataron, como tantas otras, porque nadie de la familia se quería hacer cargo. Y con todos los ahorros de mi vida la compré.

Han pasado veinte años ya de todo esto. Y aún sigo acá en mi querido Valle de Uco, esperando que su carta llegue. Es casi seguro que no lo va a hacer, pero conservo esperanzas. La busqué yo también pero tampoco pude saber nada.

Ya la hoja en blanco está llena de nuestra historia. Y nuestro amor fue corto, pero intenso como lo son muy pocos. Apago el velador del escritorio. La lapicera está casi vacía de tinta. Pero aún la espero. Aun la espero.

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