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Amores que te estallan la vida

Pueden leer la historia de Eva y Horacio haciendo click acá: Limerencia

El tiempo no había pasado en Mendoza, las calles estaban iguales, los rostros en el centro aparecían como un deja vu para Horacio. Ese olor a siesta, a comida impregnada en las cortinas del la casa de tus viejos, el perfume a jazmín hecho con pétalos y agua bajo tardes de tormenta. La vida en tonos amarillos, los ruidos perfectamente definidos de la ciudad, en esa cantidad exacta entre el gentío y el caos. Cuatro años habían pasado desde su partida… pero la factura en su rostro le cobraba como siete. Otra vez de gris, oscuro y solitario.

Lejos estaba aquella chispa en sus ojos, el fulgor de su mirada y el tartamudeo de su voz nerviosa ante lo incierto. La vida ya no era más esa caída libre desde riscos pedregosos hacia un mar intenso, azul y bravío, esa sensación de libertad total, de desparpajo y juventud, esas ganas de gritar, de reír, de llorar, de sumergirse en el vértigo momentáneo de sentirse vivo, de temblar ante cada palabra, de esperar cada momento con ganas de comerse los dedos hasta los nudillos. Aquella felicidad era un álbum de fotos fabulosas, hoy perdido entre los cajones del mueble de los recuerdos.

Había vuelto de México hacía algunos días. En Mendoza lo seguía esperando su casa, su moto, sus amigos, el café, Tulio, un par de deudas, lo material estaba intacto… pero no estaba ella. No estaba Eva. Estaba todo… tenía todo, pero no tenía nada. Ella no estaba. No estaba en sus manos, en sus mañanas, entre sus brazos.

“Un clavo saca a otro”, “el tiempo todo lo cura”, “todo pasa”, “en unos meses vas a olvidarte y esto va a ser parte de tu pasado”… eran las frases que enuncian sus amigos y conocidos con ánimos de ayudarlo a superar los sinsabores del desamor. Pero no existía palabra en el mundo que calmase la sed, la necesidad de que suceda lo imposible, las ganas de que la vida sea feliz y digitada… por él, manipulada y con final de cuentos. Hay amores que te estallan la vida… Eva no había sido el amor, Eva había sido su vida entera.

No hay en el mundo sensación mas terrible que el desamor, tener la certeza de saber que aquel sentimiento tan puro, mágico, irrefrenable y sublime como el amor, está ausente en esa persona que le carcomía el alma. Un sentimiento tan natural, tan propio del humano, tan genético e innato es imposible de generar con artificios tangibles, o apurar, o torcer… o disipar. Luego de tres años de relación, hacía poco más de un año que estaban separados, que no la veía y que casi no tenía noticias de ella, aunque estaba en cada taza, detrás de cada puerta, en cada libro, cada perfume, cada palabra. Ahí yacía ella, lunática, evaporándose… natural, sublime, esplendida. Pasaban unas lastimosas verdades, engañando desamor apátrida.

– Así como no puedo lograr que sienta lo mismo que yo, tampoco puedo forzarme a dejar de amarla, a olvidarla, a que suceda, que pase, que transcurra – le comentaba con arena en la garganta a Fernando mientras el café se le enfriaba de tanto revolverlo. Cada palabra simulaba ser pensada con exactitud, pero la lentitud era propia del nudo que se le amontonaba en la garganta y le generaba ganas de explotar el mundo a la mierda.

¿Qué había pasado?… que se le había pasado. Los fantasmas del pasado se colaron por los recovecos de su relación y la habían ido erosionando desde adentro, oxidando todo poco a poco. Eva, maravillosa, había seguido creciendo, él se había detenido en el tiempo, en un tiempo inexacto, en un momento de inspiración. Eva lo había envuelto en una burbuja, lo había colocado en un pedestal tan alto, que él no pudo sostener. Cuando esa burbuja estalló, quedó Horacio desnudo ante ella, con todas sus miserias encima, con todos sus miedos, sus dudas, su ingenuidad, su lado oscuro y vergonzoso, con una parva de defectos aprehendidos en todos sus años.

Intentó en vano sorprenderla con frecuencia, hacer lo imposible por alimentar aquel lazo que los unía. Ambos compartían la idea de que hay un instante especial en el amor, instante que es tan fantástico como asfixiante, feliz por el encuentro y triste por saber que tarde o temprano todo acaba. Y ahora era ese «tarde o temprano». Tarde para Eva, temprano para Horacio.

Tantas veces encontró a Eva llorando entre las sombras por cargar en sus espaldas las certezas de que todo termina… ¿y cuántas veces él sintió lo mismo? Solamente que los tiempos de cada uno se sucedieron de manera desincronizada. La rutina infectó el tiempo, el amor puro pasó a ser un recuerdo del pasado, de los días de flores, del perfume en el viento, de idas y vueltas, de España, de Argentina, de cafés y angustias. La intensidad de la historia que los unió era la batería del amor, batería que poco a poco se fue agotando, se fue perdiendo. Hasta que, finalmente, se apagó el amor. Sin saberlo, sin quererlo, sin buscarlo… así como se encontraron siendo dos desconocidos, se desconocieron durmiendo en la misma cama. Y se precipitó el final para Horacio, como una catástrofe natural que llega sin avisar y nos encuentra sin recursos ante una ola gigantesca que viene a destruir todo nuestro entorno.

Se dejaron en el momento justo previo a que una de las partes comience a sentir lástima por la otra, lástima que luego se vuelve repudio. Horacio seguía perdido en ella, al punto de traerla a su memoria cada día de su vida. ¿Cómo se hacía para olvidar? ¿Dónde estaba el dispositivo que apagaba el recuerdo, lo borraba o almacenaba y permitía seguir con una vida normal… o mas o menos digna? No había botón de bloquear en la vida real. ¿Cómo se extirpaba una persona de la vida, cuando la vida había sido esa persona? Es como atentar contra nuestra propia naturaleza, como pretender ser otro… como intentar reinventarse, porque lo que hoy somos, no lo somos por ser individuales, sino por quienes comparten con nosotros nuestra vida. Por eso Eva estaba en todos lados, por eso para olvidarla debía olvidarse… y eso, casi siempre, es imposible.

– ¿Qué vas a hacer ahora? ¿Te quedas en Mendoza? – preguntó Joaquín.

– Tu casa de sellos es ahora una panchería – dijo riendo Fernando.

– ¿Una panchería?… pensar que hacer sellos era un arte para mí – dijo Horacio con nostalgia.

– Horacio… ¡hacías sellos! tampoco te hagas el artista – acotó Joaquín recibiendo miradas poco amistosas.

– No se… por ahora me quedo en Mendoza. No se bien que voy a hacer.

– Olvidarla… eso tenes que hacer – metió el dedo en la llaga Fernando.

– ¿Olvidarla?… como si fuese tan fácil, como si no me acompañase en cada suspiro… no pasa un día sin que la piense, no pude volver a escribir una puta palabra desde que me dejó, encima todo el tiempo alguien la trae a mi memoria. Apenas entré al café el Tulio me preguntó por Eva…

– ¡Perdón! – gritó el Tulio desde la otra punta del café claramente metido en la conversación de los tres amigos sin ser invitado, el trío le correspondió con carcajadas.

– ¿Entonces? – volvió a arremeter Fernando.

– Voy a volver a escribir… – fue la respuesta insegura de Horacio. Tomó un sorbo de café, su mano temblaba como hacía tiempo no pasaba, temblaba de emoción… estaba nuevamente nervioso – ¿ven? – dijo mirando sus manos – por las letras la encontré… en las letras la voy a olvidar.

Continuará…