Las sabanas se enredan cual serpiente alrededor de mi torso. Llegan a mi cuello y tapan justamente mi labio inferior. Estoy sólo en este silencio aturdidor que ha colmado la habitación. Me siento extrañamente ajeno, pero muy en casa.
“Confusión” podría titularse el sentimiento que ensayo esta noche. Como si mañana tuviese el papel principal en la comedia de estar vivo, me preparo con los más grandes esfuerzos. Sé que el telón va a volver a abrirse en un par de horas, y la obra del día anterior me encontró paralizado, con pánico escénico. Y no quiero que me pase de nuevo.
Todo es lúgubre, oscuro y tenebroso en el umbral de mi cabeza esta noche. Mis pensamientos son hojas largadas al azar por la pluma más maldita. Como si Edgar A. Poe estuviese escribiendo una novela interminable con cada neurona que logro conectar.
Y el silencio se rompe: la puerta de entrada cruje triste y aparece frente a mí el sueño que logré alcanzar. La esperanza más verde del mundo se sienta a mi lado y con alas de ángel me incentiva de mil maneras.
Juro que puedo escuchar los gritos, como así también las palabras que me da aliento para seguir. Veo cada uno de sus gestos, por más que el contacto visual este justo en cero. Pero estoy inmutable, con la mente perdida en el horizonte. Estoy…pero no estoy.
Hace gestos desesperados por tratar de devolverme a la realidad. Sacia mi sed con lágrimas de sal con tal de devolverme a la realidad. Me explica con impotencia que el destino de mañana depende totalmente de mí y de nadie más que de mí. Pero estoy catatónico y trato de hacérselo entender con una mirada fija a sus pupilas. Y lo capta. Y se aleja. Y se entristece. Pero no deja de amarme.
Sigo en animación suspendida mirándola marcharse. No quiero que lo haga, pero no sé cómo decirle que se quede. Sólo aclaro tres segundos mi mente para decirle, de cierta forma, que me quedo acá, soñando. Que la espero mañana, para la siguiente visita.
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