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Claroscuro – Capítulo 3: El caserón de la calle Alberdi

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Juan, Gonzalo, Fernando y Mauricio empezaron a caminar con velocidad dejando atrás la Costanera y el partido perdido. Todo eso había quedado en el pasado. El ahora apremiaba, él ahora era Clara y su invitación.

Llegaron a la casa de Pablo y golpearon fuerte, casi desesperados, el portón de chapa.

Del otro lado, el quinto amigo los recibió. Estaba engrasado hasta los codos. Una de sus pasiones, la mecánica, seguro lo había llevado a enredarse con aceite y repuestos recauchutados.

Pablo era el más grande de los cinco. No era la primera vez que los demás amigos habían recurrido a él, cuando las cuestiones apremiaban. Y ese día era una ocasión donde él debía ser participe.

– Pablo, no sabés lo que pasó…

Fernando lo dejo al tanto, los otros tres amigos recreaban cada momento con mímicas y ademanes exagerados. Pero los cuatro se quedaron en silencio cuando fue el turno de describir a Clara. Rápido se dieron cuenta que los cuatro habían tenido un pequeño idilio de juventud.

– ¡Ahhhh, se enamoraron boludos?! – Pablo cortó el silencio.

¿Enamorarse? ¡Eso queda para Hollywood! En el barrio no se acepta estar enamorado hasta cuando ya estas entrado en edad ¡Mira que vas a demostrar un sentimiento así! El grupo de amigos lo sabía y contestaron las burlas de Pablo con golpes nerviosos, chistes y puteadas. Todo eso duró, lo que tardó en distenderse el momento incómodo.

Una vez que hubieron acabado, Pablo tomó la palabra:

– Bueno, vamos mañana a la casa de la piba esta. Yo pago la coca. Con esa escusa vemos qué onda. De paso conocemos el caserón. Siempre quise saber cómo es por dentro.

La mañana del día siguiente amaneció nublada. Pero el clima no importaba para nada. El clima nunca importa cuando el destino te prepara el día. Ese fue el caso de los cinco amigos de San José, cuando en la tarde de aquel día, llegaron al caserón de la calle Alberdi.

La casona databa de principios de siglo. Según decían las lenguas del barrio, fue la primera casa de la zona, que la ocupo algún lugarteniente dueño de varias bodegas, cuando “todo esto era viñas”. Era de tres pisos, algo raro en un barrio de casas bajas. El frente no se veía hasta entrados diez metros y una vez allí, una puerta doble de exageradas dimensiones daba paso a lo que en algún momento fue una mansión. Un blanco ahora envejecido coloreaba los paredones mixtos. Y las ventanas, a veces diez, a veces cinco –depende desde donde uno mire la casa- parecían eternamente cerradas. La casona imponía respeto, pero también misterio. Desde que el barrio tiene memoria, no se le conocieron dueños: cada un año o dos, aparecía colgado en el balcón principal -aquel que se veía metros arriba del pórtico de entrada- el cartel de “se alquila”. El caserón de la calle Alberdi era un referente geográfico: “¿El correo? Si, dos cuadras al sur del caserón de la Alberdi. ¿Para ir al centro? Dale derecho, cuando veas el caserón de la Alberdi, seguí diez cuadras más”. Era una institución en el barrio, y ahora los cinco amigos empezaban a formar parte de aquel lugar cuando Gonzalo llamó con tres certeros toques a una de las grandes puertas.

Del otro lado sonó como si una roca callera al vació. Eco y nada más.

-¿Qué hacemos?- dijo Fernando – ¿Golpeamos de nuevo?

-Y, si.- reconoció Gonzalo.

Los nudillos iban a hacer nuevamente contacto con la puerta cuando se sintió un mecanismo de metal destrabar la puerta. Cuando el ruido terminó, la puerta derecha se entreabrió, del otro lado sin fanfarrias ni presentaciones, estaba Clara.

-Hola- dijo sencilla.

-Hola, venimos a traerte la coca.-Dijo Mauricio, tratando de adelantarse a sus amigos.

-No era necesario, se los dije en broma.

Los cuatro amigos se miraron entre sí. Clara había dicho reclamado la gaseosa sólo como un comentario. Todos interpretaron que era lo que de verdad quería. Habían quedado como unos ilusos debido a su inocencia. En una orilla, Pablo dibujo una sonrisa maquiavélica sabiendo que sus amigos habían malinterpretado todo. Tenía, ahora, horas de cargadas para con sus amistades.

-Bueno…- Fernando dio un paso adelante e hizo uso de su gracia: el sincericidio –Pero igual, queríamos venir. Ya estamos acá, podríamos tomar la coca ¿Te parece?

Los cuatro amigos restantes se pusieron colorados, además de que Pablo recuperó la rectitud en su sonrisa. Había perdido la chance de las gastadas.

-Bueno. Ahí salgo.- dijo Clara.

La puerta se cerró. Los cinco amigos se sentaron en los escalones de la entrada a esperar que Clara saliera.

-¿Cómo le vas a decir así? ¡Estás loco!- Juan era tímido, y no entendía como Fernando había dicho eso.

-Es a lo que veníamos, ¿o no? – le contestó Fernando.

-Ya está. Ya estamos acá. Eso es lo que importa.- reflexionó Gonzalo.

Finalmente y al cabo de escasos minutos, Clara salió. Llevaba el mismo vestido primaveral del día anterior y seis vasos de plástico en la mano. Esta vez los cinco amigos suspiraron fuerte. Se acercó a los cinco y los besó a cada uno en la mejilla. Uno a uno se fueron presentando, pues antes no habían tenido oportunidad de hacerlo.

Se sentó con ellos en la escalinata y le acercó los vasos a Juan, que sostenía la gaseosa y se preparaba a servir.

-Casi los matan ayer.- dijo jocosa.

-Y habría que haber visto que pasaba. Nosotros nos la bancamos bastante.-Mauricio ponía la hombría ante todo.

-Los chicos de por acá son bastante complicados…- les explicó Clara –No los conozco mucho, soy prácticamente nueva en el Barrio. Ayer fui a la Costanera porque me vieron en la calle y me insistieron.-

Los cinco escuchaban con atención.

-Yo me mude hace poco acá. Antes vivía en Godoy Cruz…- El monologo de Clara cesó de golpe. Sus ojos se abrieron grandes mientras seguían a un Ford Escort 0km que se detenía en el frente al caserón. Un hombre algo pasado en peso, alto y de bigotes, bajó del coche. Lucía un traje azul francia con corbata roja y de su mano derecha colgaba un maletín. Clara se puso de pie de un salto y empezó a juntar los vasos:

-Se tienen que ir ahora, chicos.- dijo sin quitarle la vista al gran hombre que se dirigía ya camino a las escalinatas de entrada.

-¿Qué pasa, Clara?- preguntó Pablo – ¿Está todo bien?

Clara fingió una sonrisa. Sus ojos se posaron nuevamente sobre el grupo de amigos:

-Sí, está todo bien. Es mi tío y tengo que ir a ayudarlo en unas cosas. Si quieren nos vemos otro día.

El gran hombre pasó entre los jóvenes ignorándolos por completo y cuando llegó a la puerta llamó a Clara.

-Clara, adentro.- dijo con voz firme y pesada.

-Voy, tío.- La joven lo siguió de atrás y antes de entrar, se dio vuelta y se dirigió al grupo de amigos que habían quedado atónitos frente al curioso episodio:

-Vengan el miércoles si quieren y la seguimos. Ahí voy a estar sola. Yo invito la gaseosa- Después de esto, el estruendo del golpe al cerrarse la puerta.

Los cinco empezaron caminar en silencio. Recién a una cuadra, Juan rompió el silencio:

-Chicos, esto no me gusta nada.

Continuará…