Llega el otoño y me entra una sensación mezclada de nostalgia y tristeza. No me molesta, pero llega siempre con la caída de las hojas. Y me recuerda a Don Roberto.
Hace unos años, todas las mañanas mientras barría la vereda, siempre pasaban los vecinos Roberto y Elsa del brazo camino a comprar en el almacén de la esquina. Uno los miraba y se podía dar cuenta del amor que había entre ellos. Se veían muy unidos a pesar de que llevaban muchísimos años juntos. Un día Elsa falleció de cáncer, y no hubo velorio ni coches estacionados en la casa, me imaginé que fue para no alargar el dolor. Pero unas semanas más tarde, mientras yo terminaba de sacar las hojas caídas en mi vereda, pasó Don Roberto. Lo saludé con un «Buen día» un poco culpable, de no saber como saludarlo porque no sé como son las convenciones sociales para el caso. Él susurró algo que supuse una respuesta a mi saludo y siguió su camino habitual. Había adelgazado mucho, tenía la piel seca y pálida, casi gris, las mejillas hundidas, no pude verle los ojos. Pero observé que iba despacio, con pesar, con dolor. Obviamente, me dije, está de duelo aún. Debe ser muy difícil perder a la compañera de su vida, de esa manera y tan de repente. No ví cuando volvió. Y como no quería ser chismosa, me metí a la casa, pensando con tristeza en el vecino y lo que le había pasado.
Al día siguiente amaneció con un sol hermoso, aunque estaba fresco. Me encanta cuando tempranito se ve la bruma por debajo de las montañas y va desapareciendo con el correr de la mañana. Disfruto de la tarea de barrido que para muchos debe ser tediosa pero hay cosas que se ven temprano, que no se ven después.
Los rayos solares pasaban a través de las hojas amarillas y rojas de la parra que tengo en el frente de la casa, y producen un sentimiento cálido dentro mío. Miré a ver si aparecía el vecino, porque se me había ocurrido ofrecerle ayuda para barrer su vereda, arreglarle el jardín. Normalmente lo hacía Elsa, antes de las compras del día. Pero Roberto no apareció esa mañana. Miré hacia su casa, y parecía que también estaba triste. Las hojas empezaban a acumularse en la canaleta, en la acequia, en el frente. Me di cuenta que habían aparecido un montón de grietas en la pared, y la cerquita blanca estaba como descascarada. Pasó el tiempo y pensé que a lo mejor los hijos se lo habrían llevado el día anterior a la casa de alguno, a cuidarlo o algo así. Corrieron los días y casi terminaba de embolsar las últimas hojitas. No había sol. Estaba fresco y salía vapor cuando abría la boca. En eso, me di cuenta que iba pasando el vecino.
– Buenos días, Roberto, ¿cómo le va? – pregunté, arrepintiéndome al instante.
– Bien, nena, gracias – me dijo, sin mirarme. Siguió caminando. Lo vi igual que la última vez. Le iba a hacer mi propuesta pero se me puso la piel de gallina de repente así que fui a buscar rápido una campera más abrigada adentro antes de que se me escape. Cuando salí, no lo vi más en la vereda, a lo mejor ya había llegado al almacén. Pasó la señora de la otra esquina y le pregunté por Roberto, si lo había visto pasar recién.
– ¿Qué? – dijo alterada pero en un tono suave. – Nena, Roberto falleció al día siguiente que cremaron a Elsa, ¿no sabías? -. Evidentemente no.
Me vino un bajón de presión y me senté en el murito de casa. Le conté a Marisa que lo había visto recién, que lo saludé, que acababa de pasar a comprar… Me miraba como si yo fuera una nena de 8 años. Me volvió a explicar que el falleció al día siguiente de la cremación, por la tristeza de quedar solo. Le había dado un paro cardíaco. «Qué loco» pensé, o sea acabo de hablar con un ente y la vez anterior también. No me dio miedo, pero me sentí tonta y triste. Ahí entendí el aspecto de la casa, de eso que parecía Don Roberto pero no lo era. Justo a mí me tenía que pasar.
Todo el barrio se enteró de mi «experiencia», y le agregaban detalles escabrosos. Otros decían que yo me ponía a tomar mates con él sin enterarme de que había muerto, aunque eso ya era gracioso. Mi fama de distraída estaba siendo confirmada de una manera tragicómica. Cada vez que iba a comprar al almacén, el dueño me preguntaba riéndose si lo había visto al vecino o si le quería llevar algo para el mate.
Pasó el tiempo y al otoño siguiente, en uno de esos días bien frescos, que no hay sol, volvió a pasar. Saludé por costumbre, o por no saber que hacer. Vi como iba despacito, arrastrando los pies sin hacer ruido hacia la esquina. Las hojitas no crujían a su paso, sino que flotaban suavemente con la brisa que producía al pasar. Se fue esfumando su figura mientras yo entrecerraba los ojos porque empezó a asomar el sol.
En el barrio se olvidaron del asunto, aunque en alguno que otro asado sale a reflotar la anécdota.
No lo volví a ver más. Pero todos los otoños me pasa lo mismo, Me acuerdo de esto y me da esa sensación rara. Entonces el sol empieza a brillar a través de las hojitas de mi parra, y ya no me da tanto frío, y termino de barrer la vereda.
Escrito por Elisabet Blanco para la sección: