Todo el mundo está en la estufa,
Triste, amargao y sin garufa,
Melancólicox y cortao…
Al Mundo Le Falta Un Tornillo
Julio Sosa
La calle San Martín estaba vacía, era un paisaje extraño, casi lunar, sin oxígeno y sin campo electromagnético.
La vereda pulsaba, se movía, ondulándose como si tuviese al mar en su vientre.
La florería estaba sobre la acera, del lado de la calle. Era un recinto formado por algunas lonas, millones de flores y millones de colores: rosas; jazmines y claveles; girasoles, lavandas y calas; hortensias, tulipanes y dalias; lirios, narcisos y orquídeas; margaritas, lantanas y nenúfares; crisantemos, jacintos y acacias. Todas tan hermosas como el paladar de la luna.
Amaba pararme en la vereda de enfrente para disfrutar la visión del puesto de flores, la luz del sol iba variando desde la magra iluminación de la mañana hasta el esplendor dorado del atardecer y eso no hacía menguar lo maravilloso que era, por el contrario, acrecentaba sus virtudes, me sumía en la ensoñación, me llevaba a un Jardín único en el cual sólo estaba yo, nadie más. Era como si el universo se desintegrase y sólo quedaramos las flores y yo.
Siempre que podía me detenía a la misma hora y en la misma baldosa para regocijarme y ese día no iba a ser la excepción. Mi costumbre estaba signada por la admiración que le profesaba a la belleza que emanaban las flores; me atraían inexorablemente.
El piso se movía más y más.
Al menos iba una vez por semana a contemplar lo que para mí era lo más parecido al Impresionismo. Era hipnótico, sanador y reconfortante. Era mi propio cuadro.
El suelo comenzó a resquebrajarse, largas grietas comenzaron a aparecer, el crujido fue subiendo de volumen; pronto el epicentro de la actividad fue el puesto de flores. Comenzó a sacudirse bajo un terremoto propio, los pétalos volaban y se mezclaban con el oxígeno, toda la estructura de la tienda se caía en trémulos pedazos.
Entonces salieron de las fauces de la tierra, eran miles y miles. Comenzaron a devorarse las flores que gritaban en agonía, de dolor, de pena. Se escuchaba cómo se quebraban sus huesitos por los colmillos de los roedores.
Todos los pericotes de la ciudad se habían congregado en el lugar, habían viajado por los millones de pasadizos que había bajo tierra, atraídos por las fragancias sublimes que brindaban la promesa de una comida ambrosíaca. Se engullían los colores y se daban la panzada de sus vidas. Eran una sola masa de carne y pelos. Lo fagocitaron todo, absolutamente todo; quedaron ahí, hastiadas de tanto comer.
La Humanidad desapareció de la faz de la Tierra por la cuarentena, fue forzada a cambiar sus hábitos. Toda la población fue obligada a refugiarse en sus hogares, y con ella toda la basura que dejaba su actividad. Para la Naturaleza esto fue beneficioso, o no tanto, porque mucha fauna urbana vive de los desperdicios del humano.
El puesto de flores se había volatilizado, sólo quedó una hoja ignota de un verde que era casi azul, casi amarillo, casi invisible.
En la vereda de enfrente, lentamente comencé a desaparecer. Ya no había nada para ver.