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Deseos reprimidos

Pegué un portazo y huí furiosa. Me subí al auto sin saber qué rumbo tomaría. ¿A dónde va una mujer que huye de su casa un viernes por la noche? Por seguridad decidí tomar en dirección a la luminosa calle Arístides. Caminar, tomar aire y ver a la gente aglomerada en las veredas, sería una buena alternativa para paliar el enojo. Eso hice. Deambulé por Arístides de Belgrano a Boulogne Sur Mer ida y vuelta y recuperé alguna serenidad. La noche apenas fresca y estrellada era una aliada. Y sin pensarlo si quiera, entré a un bar elegido al azar. Sí, a un bar. Sola. Como nunca lo había hecho. Había mucha gente. Por suerte la mesa junto a la ventana estaba desocupada. Recorrí el lugar con los ojos. Estaba ambientado con el encanto del estilo vintage. Un instante después se me acercó el mozo y le pedí una lata de cerveza. “¿Esperás a alguien?” me preguntó. Y claro, ver a una mujer sola en un bar, de noche, puede resultar algo inusual. Negué con la cabeza. Él sonrió, dio media vuelta y fue por el pedido. Al fondo, en una especie de escenario, un dúo compuesto por una mujer y un hombre, interpretaba “You Know I’m No Good”. Él tocaba la guitarra y ella cantaba con una voz espléndida. Había elegido bien. La música siempre aliviana los ánimos. Observé a la cantante con detenimiento. De pelo rubio y ondulado hasta los hombros. Vestía un short con lentejuelas negro y una remera blanca ajustada. Era delgada y de piernas largas y se movía de manera sensual. El mozo trajo la cerveza y llenó el vaso con precisión. Tomé la mitad de un solo sorbo. El dúo comenzaba “Back To Black”, en tanto un grupo de personas de la mesa continua se levantó y abandonó el lugar, despejándome el campo visual un poco más allá. Y entonces lo vi. Era Juan. Estaba solo. Y tuve esa sensación en el estómago que siempre me da al verlo. Juan ignora el maremoto estomacal que me provoca. O creo que lo ignora. No lo puedo asegurar. Un día me dijo sonriendo “sos muy transparente, no podés disimular”, en referencia a no me acuerdo qué, pero sospecho que lo dijo en doble sentido.

Juan es un tipo magnífico. Lo conocí hace un par de años. Tenemos una relación laboral bastante cordial y desde un primer momento una atracción que nos paraliza. Le dicen “El Turco”; alto, morocho, de piel oscura, y capaz de robarle la compostura a cualquier mujer. Tenía un jeans azul y una básica blanca. Los músculos de los brazos y la solidez de sus hombros se evidenciaban bajo la tela. Estaba con la espalda apoyada en la pared y un pie en el travesaño de la silla. Desde mi puesto de observación, podía hacer un escrutinio de ese espectáculo fascinante. Me imaginé de rodillas entre sus piernas, en ese mismo instante.

Pensar en Juan es remitirme a un paisaje tortuoso, así como abandonarse al vértigo de lo prohibido. Qué bien me hubiera hecho esa noche en la que me sentía medio muerta. Hubiese sido un consuelo divino para mi estado mental de profundo desasosiego.

Tenía puesta su atención en la rubia que cantaba. Pensé en arrimarme y saludarlo, y como si lo hubiese llamado con la mirada, giró la cabeza hacia mí sin darme tiempo a desviar la vista. Sorprendido al verme, abrió los ojos de palmo. Le sonreí y él a mí. Se levantó de inmediato y vino a mi mesa con su cerveza. “¿Qué hacés, Ro?” A veces me dice Romi, otras Romina a secas, pero cuando me llama “Ro”, su voz grave me atraviesa el tímpano y me ablanda, como si tuviera una connotación irrespetuosa. Al igual que el mozo me preguntó si esperaba a alguien. Le dije que “no” y de inmediato se sentó frente a mí. A la ligera le conté que mi vida hacía tiempo que estaba dando enormes tumbos. Él sin hacerme preguntas, me contó que solía ir al bar los viernes después del trabajo. Le gustaba ese en especial por la ambientación, la música y las bandas en vivo.

La noche avanzaba y la conversación transcurrió distendida, hasta que él la fue derivando hacia causes más atrevidos y en ocasiones no pudo evitar pasear su mirada por mi escote. Además de su belleza, tenía un ingenio y una desfachatez, que conformaban un combo interesante. “Cada vez que te veo ir, calculo los besos que entran en ese culo”, me dijo sin remilgos, inclinando el torso sobre la mesa. Y así, entre risas y liviandad de ánimo, comenzó un juego que suponíamos inocente y que, sin imaginármelo, concluyó con una propuesta:

—¿Te gustaría que vayamos a mi casa? —fijó en mí sus ojos serenos, con aire soñador, e intuyendo mis deseos.

Me puse seria de golpe y lo miré largamente sin contestarle. Él me sostuvo la mirada esperando la respuesta. Esa feroz ironía que tiene la vida de ponerte en ciertos dilemas, justo cuando estás tan permeable a estímulos como estos, confusa a la mitad de tu vida. Cuando sentís que el mundo razonable que creías haber construido comienza a desmoronarse.

—No jodas. —Le contesté dándole con el dorso de la mano un golpecito en el brazo, tratando de disimular un repentino nerviosismo. Haciéndome la distraída en un intento de zafar de tal encrucijada. Aunque más era por miedo que por falta de ganas. Miedo a convertirme en lo último que hubiese querido. Miedo a meterme en líos. Miedo a ser inmoral y ser excluida.

Cuando uno menos lo espera, tenés al diablo flotando a tu alrededor, tentándote insistentemente a que aflores esa inmoralidad que has estado intentando exorcizar desde hace tiempo. Justo a mí, que he sido escogida entre todas las mujeres para respetar con vehemencia las estrictas convenciones. No hay una vez, una sola, que me olvide de cumplir el abc del protocolo de la buena mujer. Y eso pesa. Pero… ¿cuál hubiera sido el problema? Hace tanto tiempo que dejé de creer en el infierno. Me reproché mi incapacidad para la promiscuidad y asimismo haberme confinado a lo estable y conocido. Aunque a cierta edad el sexo deja de ser algo frívolo.

Juan constituía toda una novedad y lo tenía al alcance de mi mano. ¿Qué se hace con las cosas que nos estallan por dentro cuando menos las esperamos? ¿Y si la casualidad del encuentro era un regalo de la vida? Tenía claro que rechazar, no a un tipo como Juan, sino rechazar a Juan, era una atrocidad imperdonable de la que podía arrepentirme.

—No jodo, Ro —replicó con seriedad—. Tenés tantas ganas como yo. —Y casi implorando—: Decime que sí.

—¿Y convertirme en una tramposa? —Lo interpelé tensa, y entre enormes esfuerzos y con todo el pesar, añadí un casi inaudible “no”. Sin embargo me hubiese encantado responderle que “sí” y mofarme de mis principios.

—Ya sos una tramposa —me dijo con ojos decepcionados. Se levantó, me dio un beso que demoró en la comisura de los labios, dejó unos billetes sobre la mesa y se fue.

Yo, bordeando la unión de mis labios con la yema de los dedos mientras lo veía alejarse, me quedé dudando si mi decisión fue razonable, o un desatino rotundo del que probablemente me arrepentiría. Y al verlo desaparecer, sentí un inmediato remordimiento por los deseos reprimidos, maldiciendo mi estúpida forma de entender la vida.

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