Julia se levantó aquella mañana sintiéndose desvelada. Se sentó como tantas veces en la cama y vistiéndose con los ojos cerrados, se preparó para enfrentar el día. Salió de la habitación y fue hasta la cocina en busca de algún brebaje, que pudiese calmar aquel abrupto despertar. Mientras el café destemplaba su garganta, Julia miraba por la ventana de su departamento en el cuarto piso, hacia la calle. Se dejó llevar por el danzar de las personas ocupadas de un lunes, se dejó caer entre los guardapolvos de punta en blanco de los niños, se perdió entre las hojas de ese otoño que teñían de amarillo a su ciudad. Esa ciudad que tantas veces la vio viva, pero que ahora la encontraba desahuciada.
Hacía ya un tiempo que Julia no era la de antes, se sentía sola. Todo a su alrededor, se descoloraba cuando no encontraba compañía más que su sombra. Su mente había hecho ese clic para el lado de la necesidad. Necesidad de dejar la nada por el todo y de compartir ese todo con alguien. Necesidad de derribar su falsa filosofía de vivir sola, para darle paso al curso natural de las cosas. Julia anhelaba a alguien que la entendiera, que comprendiera sus gustos y malcriara sus caprichos. Se cansó de los amoríos de unas semanas, de compartir camas frías o de compañías pasajeras. Julia buscaba entonces, a un compañero de vida. A su compañero de vida.
Se arregló el pelo, se maquilló suavemente y acomodando la cartera en sus hombros, se marchó a la calle. Tenía un destino, claro que si, pero mientras pateaba hojas por las veredas flojas de su ciudad, decidió cambiarlo. Ajustó sus mapas a otra dirección, y acomodando las manos dentro de los bolsillos de su sobretodo, se dirigió al café más cercano. No tenía motivo alguno, sólo sentía la necesidad de calmar ese deseo que un otoño a flor de piel, nos hace crear de cafés y buenas lecturas. Se sentó en algún cómodo sillón, y mientras le traían un café cargado, sacó su libro de Sabato, y se perdió en las páginas de “El Túnel”, su texto favorito.
Necesitaba con tantas ansias dejar de pensar y empezar a sentir, que no sabía por dónde comenzar y, por eso sintió que se encontraba en el lugar correcto…
Miguel despertó la mañana del lunes, decidido a trabajar. Le costó abrir los ojos, pero la costumbre de la rutina era ya su medicamento diario. Se sentó en la cama y con torpeza se acomodo las zapatillas, mientras suspiró en lo alto por el comienzo de una nueva semana. Fue hasta su cocina y se sirvió un vaso largo de yogurt; acto seguido, prendió dos segundos el televisor, donde un hombre de traje y ojos chiquitos, le informaba las novedades. Acomodó su campera de cordero, su morral y sus auriculares. Luego, cerró la puerta detrás de él, y se dejo entrar en el lunes citadino.
Caminó entre las personas resueltas de rutinas, como él. Caminó por las otoñales calles de esa ciudad, que lo encontraba cada día más parecido al anterior. Quiso escapar mirando al cielo, como siempre lo hacía. Chocó su vista contra los edificios de escasas alturas, contras las casas de altos techos. Chocó la mirada con alguna extraña figura femenina en un cuarto piso, y ahí nomas bajo la mirada de nuevo al piso. A Miguel le faltaba algo en su vida.
Siempre fue un solitario y un soñador, pero ahora necesitaba compartir las fantasías embotelladas con alguna piadosa alma. Miguel no fue siempre de lo más sociable, y el correr de los años le estaba pasando factura por tanto tiempo en abuso de la soledad. Necesitaba pagar las deudas con compañía.
Miguel quería amar y ser amado. Miguel buscaba entonces, a una compañera de vida. A su compañera de vida.
Algo hizo un clic en la cabeza de Miguel esa mañana de lunes, y avisando desde un teléfono público que no iría al trabajo, decidió aprovechar su mañana libre. El día invitaba irremediablemente a esas añoranzas de café y buena lectura. Entonces, sin prisa pero decidido, se dirigió a la cafetería más cercana.
Necesitaba con tantas ansias dejar de pensar y empezar a sentir, que no sabía por dónde comenzar y, por eso sintió que se encontraba en el lugar correcto…
Julia acababa de terminar su café, y el reloj en su muñeca brilló con la luz del sol, distrayéndola. Dedujo las agujas y decidió que ya era tiempo de volver a recalcular los mapas, hacia su destino inicial. Pagó la cuenta, dejó propina y guardando el libro en su cartera, se marchó.
Miguel entró a la cafetería algo apurado y con ganas de exprimir el día, pero algo lo hizo detenerse. Del otro lado de la puerta de vidrio, una mujer se disponía a marcharse. Miguel, recordando esos modales genéticos en el hombre, le abrió la puerta y la dejó salir con un sencillo “pasé señorita”. La joven respondió con un “gracias”, y mientras exponía una sonrisa que derretiría cualquier tempano, salió del local, rosando a Miguel por el antebrazo. Y así, Julia se marchó.
Se miraron, pero no se conocieron. Se sintieron, pero no fue suficiente calor para calmar el frio de sus almas. Se destinaron, pero no en esa ocasión.
Miguel pidió un cortado mientras se sentaba en un sillón, apenas desocupado por otro cliente. Acomodó su campera a su lado y guardó los auriculares. Del morral sacó su libro preferido, mientras sorbía el caliente brebaje.
La tapa de “El Túnel” de Sabato relució entre sus dedos. Aquel libro que tanto amaba Miguel, hacia su segunda aparición en la mañana de aquel local.
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