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El bar de las malamadas | Emilia

Celina
Amalia

Se despertó, levantó la cabeza y recordó donde estaba.

Había llegado al bar de madrugada, a esa hora solo estaba Ricardo y dos o tres mujeres más, sentadas en la barra. Ella estaba en una mesa, la más alejada de la entrada, y, de tantas lágrimas mezcladas con vino tinto, se había quedado dormida.

Ya nada le importaba, y cuando volvió Ricardo con una botella recién abierta empezó a recordar lo que la había llevado hasta ahí.

Conoció a Fernán en un viaje que hizo a Buenos Aires. Él le sirvió un submarino con dos medialunas en el Tortoni, el bar más tradicional de la ciudad. Era mozo. Y, en un arrebato de locura ella le pidió su teléfono cuando se retiró, total, lo peor que podía pasar es que él le dijese que no. Pero no fue así, agarró una servilleta y con una lapicera escribió un número y su nombre, y ella cuando llegó al hotel le mando un mensaje.

– Fueron los días más lindos que podría haber pasado – le dijo a Ricardo.

Esa noche la pasaron juntos. Él la trató como nadie la había tratado antes, saboreando y besando toda su piel.

– No fue sexo casual, yo esa noche sentí que estábamos haciendo el amor. Y cuando llegamos a la cumbre de nuestros placeres fue que nos quedamos charlando.

Él tenía en ese entonces 25 años, yo tenía 30. Era un nene, me encantaba, el pelo negro, bien negro, medio largo y los ojos más verdes que he visto en mi vida. ¡Y la sonrisa! Esa sonrisa me conquistó desde que lo vi en el Tortoni.

Quizá me mintió, quizá no. Pero me dijo que quería que siguiésemos en contacto, y yo, que decir, bueno, estaba en el paraíso. Me quedaba un semana más en la ciudad y después volvía a Mendoza, y le dije que yo también quería pasar el tiempo con él. Y lo pasamos, ¡vaya si lo pasamos!

Cuando volví a Mendoza pensé que solo había sido un amor de vacaciones, pero fue raro cuando, un día (ya hacían unos meses de Buenos Aires) recibí en mi celular un mensaje que decía “hola hermosa, me dieron vacaciones ¿y adiviná a donde me voy?… te voy a ver”.

Sabía que era él, y le llamé. Me contó que tenía 14 días de vacaciones y que iba a venir a Mendoza a verme. Se iba a quedar en un hostel cerca de la Plaza Independencia, que pensaba que sería bueno pasarlos juntos, pero que si yo no podía o se me complicaba él visitaría la montaña y otros lugares y se volvería.

Yo no podía borrar de mi mente la semana en Buenos Aires y le dije que íbamos a estar juntos. Hasta me acuerdo que le dije que lo podía ir a buscar a la terminal y me dijo que no hacía falta, que le pasara una dirección y él me iba a visitar, y le pasé la dirección de mi departamento.

Esa noche cuando sonó el timbre y abrí la puerta, lo vi, aún más irresistible que antes y no pasaron ni 5 minutos que ya estábamos desnudándonos en la cama, sabiendo que la pasión que habíamos sentido hacía unos meses aún seguía ahí.

– Bueno, ¿Pero si todo iba tan bien, porque estás acá? – Le dijo Ricardo a Emilia.

– ¡Y, algo siempre tiene que ir mal en mi vida! Nunca puedo disfrutar del placer más dulce. ¡Es todo tan efímero! ¿Porque todo tiene que ser así?… Cuando abrí los ojos no lo vi a mi lado. Nos habíamos quedado dormidos, pero él no estaba, en la mesa de luz había una carta, la abrí y ahí fue que se terminó todo.

“Emilia, perdón pero no puedo seguir con esta situación de engaño constante en el que te he metido. Vos no lo sabés, no soy una buena persona. Te engañé, y me engañé a mí mismo. Perdón. Te pido perdón por todo, porque sé que algo sentís por mí, y no quiero seguir así. Tengo familia en Buenos Aires, una esposa y tres hijos, me están esperando. Que estés bien.”

Y así fue que todo se me vino abajo. Cerré los ojos y empecé a llorar, porque ya no podía hacer más nada. Me había mentido, y vaya uno a saber a cuantas más como yo les mintió. Y vine a parar acá. Porque no me quedaba ningún otro lugar al cual ir.

Y tenía razón. Porque de desdichados y malamadas está lleno el mundo. Y esa noche, al menos esa sola noche, Emilia ya no se sentía tan sola.