/El gran golpe | III – El ilusionista

El gran golpe | III – El ilusionista

 

 

 

A principios de otoño nuestra paciencia llegó al límite, cada cuál por su lado pensaba alguna especie de plan y lo exponía con pocas convicciones, al punto que ninguno terminaba de explicarlo, que ya le habíamos encontrado puntos flacos y errores, incluso hasta haciendo absurdo y engorroso su refutado o salvedad. Una mañana llegamos juntos con el Pampa y el Toro ya estaba dentro de la casa, fumando nervioso. Apenas entramos nos dijo que hacía una hora nos esperaba, como no nos comunicábamos por ningún medio, sabíamos a que a las 17 nos debíamos reunir en la casa. Él estaba desde las 15 porque había pensado algo que sin dudas resultaría y nos lo quería contar cuanto antes, la ansiedad y la emoción se le notaba en su reluciente rostro moreno. Había hecho algunos dibujos en una pizarra que teníamos, calculado metros, averiguado sobre los vientos de la zona y anotado algunos teléfonos con características de Mendoza, Córdoba y Santa Fe.

La idea al principio nos pareció un chiste, pero el albañil lo explicaba con tal seriedad y detalle que no, nos dimos cuenta que no era broma… pero era pésima idea. Pretendía que fuésemos de noche al Cerro Arco, armásemos tres alas deltas oscuros y nos arrojásemos hacia la ciudad. Ahí debíamos aterrizar sobre el banco e ingresar por lo conductos de aire, o nosotros o algún elemento que nos permitiese estar dentro. Como yo sabía algo de explosivos, debía fabricar una especie de bomba que detone en el interior y que abra un hueco para que pasemos. La idea era insolvente por donde se la mirase, al punto que nos parecía el relato de un demente. No solamente no sabíamos pilotear alas deltas, sino que el ruido que haríamos al detonar la bomba despertaría hasta los vecinos de San Juan y para colmo el mismo Toro padecía de fobia a las alturas. Además ¿en qué nos íbamos a ir? Y ¿cómo íbamos a pasar sin llamar la atención sobre las luces de la ciudad, entre los edificios y el Parque San Martín? Comenzamos a reír, el Toro se quedó con la cara de tristeza que esbozan los niños víctimas de burlas, el Pampa no daba más de la risa, quedó rendido en el piso, agarrándose la panza con ambas manos, sus carcajadas eran tan estentóreas que contagiaban. Comencé a reír yo también.

Entonces el albañil se enojó y comenzó a insultarnos, entre risas intenté explicarle que era una locura, que no servía para nada el plan, pero cuando el banquero le dijo “sos un pelotudo” todo se fue al carajo.

En un movimiento violento el Toro lo agarró por la solapa al Pampa, que aún estaba con espasmos por la risa y lo zamarreó por los aires. Salté sobre él para detenerlo y me quitó de encima con un solo brazo, estampándome contra la heladera, la cuál sonó como un sonajero con botellas dentro. Volaron dos puñetazos, uno rozó la oreja del albañil quién inmediatamente lo devolvió impactando de lleno en la mandíbula del Pampa, se sintió un ruido espantoso. Se nos iba todo a la mierda.

Me puse de pié, tomé una silla y se la destrocé en la espalda al Toro, al grito de “¡se calman la puta madre!”. Recién ahí entraron en razón y nos quedamos los tres jadeando en el piso… las risas del grandote rompieron la tensión del ambiente y me paré para abrir unas cervezas, mientras ahora era el Pampa que miraba dolido masajeándose la barbilla colorada por el puñetazo.

Acomodamos la silla rota, prendimos el televisor y me puse a hacer zapping entre el canal 7, el 9 y dos o tres de aire que se veían pésimo. Me detuve en un programa porteño de bajo presupuesto, esos rejuntes de juegos imposibles para que pobres tipos compitan e intenten ganarse un auto. ME sentía tan inútil y absurdo como esos participantes. Sumido en una misión que ni siquiera podía considerarse imposible. Como atracción, en el medio del programa había una especie de espectáculo llevado a cabo por un mago de poca monta que se autodenominaba “ilusionista”. Una especie de prestidigitador ordinario y vulgar. Lo llamativo del show era que el tipo, una vez finalizado el sencillo truco, lo enseñaba a hacer. “El secreto está en desviar la atención del público, para que sin darse cuenta, de una manera natural, logremos ponerle o sacarle algo que está sobre sus narices” dijo el alfeñique, y todo alrededor se silenció. De pronto no escuché más voces, ni ruidos, ni nada.

La frase me quedó picando… me quedé mirando un punto fijo… “desviar la atención del público”… así lograr “ponerle o sacarle algo”… sacarle, quiero sacarle la plata a ese puto banco… entonces el plan completo apareció ante mis ojos, lo vi en un segundo, completo, ideal, osado e infalible… había que poner manos a la obra cuanto antes… ya teníamos la fecha y el cómo, ahora faltaban elementos.

Continuará…