/Manteca: «Prófugos de la muerte»

Manteca: «Prófugos de la muerte»

Apenas el Negro pronunció las palabras se dio cuenta de todo solo con ver la expresión de terror de Curuchet que abría los ojos y la boca de la misma manera que lo haría si estuviesen derramando kerosén sobre un matambre tiernizado. Con solo un batir de ojos vio el elástico de la cama, la sombra que los cubría a diferencia del resto del piso iluminado, el piso mismo donde estaban acostados… Estaba por preguntarle si tenía noticias del Bufoso pero en el mismo momento, y viendo que la expresión de Curuchet no cambiaba, comprendió que además de que el Bufoso estaba ahí, se les había acabado la vida sin llegar a la vejez. El Negro también advirtió que Curuchet, con esa expresión, no estaba respirando. No respiraba.

Las botas del Bufoso se detuvieron en el umbral pero una atmósfera nueva a caballo del aroma de las milanesas que freía Paloma lo hicieron continuar hacia la cocina, algo que también estuvo tentado de hacer el Negro.
— Esas milanesas me van a hacer mandarme una cagada, Curu.
Curuchet lo miró aterrado sin pronunciar palabra, erizado por volverlo a escuchar al pelotudo hablar sin reparar en el peligro en el que se encontraban. No contestó, no cerró la boca ni tampoco achicó sus ojos.
— Picudito, le estoy haciendo milanesas para que se saque las ganas… aunque alguna gana dejelá para mí, que soy el postre…

Curuchet y el Negro pudieron ver que el Bufoso se sentaba en una silla. Lo veían sin cabeza, podían verlo hasta los hombros. Parecía relajado, las milanesas eran como un sedante animal, como un dardo somnífero para él. Paloma hablaba, pero era desagradable escuchar sus atrevimientos y los dos, sin proponérselo, desatendieron las palabras lascivas y desvergonzadas de aquella criatura de morfología extraña pero definida por género femenino. El Negro tuvo un par de movimientos espasmódicos.
—¿Qué te pasa, Negro? —susurró Curuchet.
— Es que le escuché decir a la Paloma que quería que el Bufoso se tirase arriba suyo y… —pero una arcada le hizo cerrar la boca.
— ¡Qué hijo de puta! ¡Podías decirme que escuchaste algo nomás, asqueroso!

Las primeras milanesas llegaban al plato del tenedor de Paloma y cuando las despinchaba ya tenían tres tarascones del Bufoso. Algunas las mordía en el aire, colgadas del cubierto de ella, como carnada en un río de pirañas. “¡Ay! ¡Bufoso, me mordió el dedo!” pero la única respuesta que quedaba en el aire era el murmullo de sus dientes desgarrando la carne dentro de su boca junto a un gruñido gutural y continuo. “Quedan diez milanesas, Bufoso, si las come más despacio le van a alcanzar… Bueno, siete… seis milanesas… cinco… Bufoso… Suerte que me comí algunas antes de alimentarlo… dos… la última…”.

No tenían otra opción debajo de esa cama que mirar el espectáculo que se sucedía. El Bufoso se puso de pie, la agarró de un brazo a Paloma y prácticamente la arrastró hasta el dormitorio, casi el altar mortuorio donde debajo yacían terminales Curuchet y el Negro. Con un movimiento arrojó a Paloma sobre la cama mientras ella reía enloquecida viendo acercarse su momento tan anhelado. “Picudito, me parece que anda medio mariquita…” decía la demente mientras los dos polizones debajo de la cama aguantaban un llanto desencajado del pánico apretando los ojos que desbordaban en lágrimas. Sintieron que el cielo, o el elástico de la cama, mejor dicho, se derrumbaba cuando toda la Paloma se desplomó sobre la cama, pero cuando vieron caer la ropa del Bufoso al piso se abrazaron fuerte. La cama no podía aguantar ese cimbronazo. Mientras se abrazaban algo le golpea suavemente en la espalda al Negro, se da vuelta y ve que tres monedas habían rodado hacia debajo de la cama. ¡Se miraron aterrados! ¡Seguro que al vestirse las iba a buscar justamente debajo de la cama! En el instante inmediato el elástico de la cama los aplastó pero no volvió hacia arriba como suelen hacer los elásticos, y los dejó apretados mientras encima de ellos parecían soportar un toro cebú sirviendo una vaca holando.
—Curuchet, si salpica sangre al piso y nos mancha la ropa vamos a quedar pegados en el crimen.
— Tratá de poner las monedas al lado del pantalón.
—No me puedo dar vuelta, Curu…
— Oíme, Negro de mierda, si vos no…
Pero en ese instante un movimiento rápido y mecánico empezó a mover la cama como una cigüeña petrolera horizontal e imparable. Los hombros de los dos prófugos de la muerte que soportaban el elástico se pasparon y ya empezaban a desgarrarse y sangrar. A la Paloma no se la escuchaba por lo que pensaron que tal vez el Bufoso ya había dejado el acto sexual para pasar al necrófilo. El Negro le hizo una mueca a Curuchet para que vea el polvillo que garuaba de los tornillos que sujetaban la cabecera de la cama con cada embestida del semental. El movimiento percutivo se acrecentaba y a cada chicotazo contra la pared veían caer al piso cáscaras de pintura, polvo de revoque, de ladrillo, el sonido cambiaba de macizo a algo más hueco… Recién en ese momento cayó al suelo una tira rasgada de lo que había sido el vestido floreado de Paloma. A cada golpe de ariete se escuchaba el “¡Hummm!- ¡Hummm!- ¡Hummm!…” que salía de los labios apretados de la hembra de la bestia. El sonido de la lucha, del desborde salvaje era tan ensordecedor que los dos fugitivos se relajaron un poco acostumbrados a la violencia de la escena, como cualquier corresponsal de guerra que se emparenta con la muerte.

Por eso los tomó de sorpresa el alarido cavernícola, el llamado salvaje del Bufoso hacia los ancestros, el grito desgarrador y grave que le estalló en las entrañas y salió como por una tuba de su boca tal vez para que se escuche hasta en las más tupidas selvas de la Gran Sabana venezolana. Y otro, y otro grito más igual de intenso, igual de largo. Duraba más que el placer de un orgasmo, duraba un rato, incluso tomaba aire y seguía con esa gruesa y lastimosa liana vocal que afuera hacía aullar a los perros y maullar desgarradoras a las gatas en celo. Pero tampoco duró tanto para que llegaran a salir de su asombro, así que de un momento a otro la expresión ancestral del placer se apagó y solo quedó sonando sobre la cama la respiración de las dos bestias que ahora insuflaban rítmicamente con el aire de sus pulmones una atmósfera de fritura y ajo que paulatinamente lo abarcó todo en el dormitorio. El silencio ganó la escena y ahora parecía que los protagonistas de aquella masacre estaban fuera de combate. Curuchet iba a decir algo cuando un perro ladró afuera y lejos, y escucharon patente al Bufoso semi-dormido “¿Eh? ¿Qué…?”. Tenía oído de lobo, era cierto nomás. Curuchet y el Negro se miraron abatidos. Tenían que salir de ahí de cualquier manera, era ahora o nunca.

Sin hablarse, sin decirse nada, el Negro dio el primer paso y Curuchet no tuvo otra alternativa que seguirlo. Con la mano tanteó el piso delante suyo, esquivó el pantalón del Bufoso para no enfrentar la posibilidad de alguna hebilla de cinturón, alguna cosita que haga ruido, y sintió en su mano algo líquido. “Sangre”, pensó, “pobre Paloma…”, pero la sangre le pareció demasiado espesa y pegajosa para ser de ella y la acercó a su nariz. “¡MHHH!”, se quejó el Negro apretando los dientes cuando ya a los veinte centímetros de su cara sintió el tufo rancio y ácido de aquel humor corporal, y dobló su abdomen con una arcada continua tan larga que hasta llegó a pensar que había quedado embarazado aromáticamente y estaba con contracciones. Curuchet lo empujó por la espalda, no sabía qué le pasaba al Negro, pero debían salir aunque el piso estuviese sembrado de hojitas de afeitar.

Les llevó varios minutos salir de debajo de la cama, tal vez media hora, cuarenta minutos. Era arrastrarse un centímetro y esperar, otro y escuchar si se despertaba, y así salieron y continuaron trasladándose acostados como gusanos de huerta hasta llegar a la cocina. Se pusieron de pie, siempre sin hablar, se acercaron a la ventana y lo vieron a Pinchi de pie mirando la calle muerta, la noche oscura, la nada misma. Pinchi no dormía, igual que los alcázares del infierno. Se miraron, no tenían otra opción que salir, pero enfrentar a Pinchi no era únicamente el peligro, lo más seguro que en el primer gruñido del perro el Bufoso ya estuviese sobre ellos con un sacacorcho pincha-ojos y una tijera podadora hacedora de eunucos. A pesar del apuro los dos quedaron inmóviles mirando la ventana ante la imposibilidad de dar el más mínimo paso.

No fue algo progresivo, un movimiento lento que se hizo más intenso, o un quejido que se volvió sonido, no. De pronto, y ante el silencio sepulcral de una noche muerta, un gruñido salvaje les heló la sangre. Los dos vieron a Pinchi salir disparado y perderse en las sombras de la noche. Otro gruñido largo y gutural les hizo entender que el sonido venía de adentro de la casa, y en el tercer gruñido reconocieron la calentura del Bufoso. Se oyó a Paloma decir algo y otra vez el sonido de lavarropa, de los vagones de un tren, la cama contra la pared, el gemido a dientes apretados de la hembra que resistía el embate… “Ya, Negro, tiene que ser ahora”, dijo en un susurro Curuchet. “Si no salimos ahora, no salimos más”.

Tomaron el picaporte mientras en el dormitorio parecía haber una máquina imparable triturando caballos enteros, pero al bajar la manija esta hizo suavemente “clack”, y en el mismo instante el Bufoso se detuvo y todo se hizo un silencio sin oxígeno, sin nada. Todo parecía inerte ahí, del dormitorio no salía ni el ruido de la madera de la cama inmóvil crujiendo, y en la cocina el Negro y Curuchet se petrificaron como estaban, uno con la mano en el picaporte y el otro con la boca a medio abrir. Era como un duelo, como un campeonato internacional del juego de las estatuas, el que se movía primero perdía. No sabían ya si estaban ahí hacía seis días o si habrían pasado dos minutos. Sus cuerpos tensos les dolían. Afuera ni los ruidos de la noche se animaban a hacerse sentir. Curuchet cerró los ojos empezando a estar superado por la tensión, y rogando que ese movimiento ocular no hiciese ningún ruido. De pronto la cama volvió a sonar suavemente, rítmicamente, tomó más velocidad, otra vez la intensidad, los gemidos de Paloma, los golpes de la cabecera en la pared, y cuando reapareció ese gruñido monótono de la boca del Bufoso no lo pensaron más, abrieron y salieron corriendo. Atravesaron el patio sin señales del Pinchi y cuando saltaron la tranquerita escucharon el grito de muerte a sus espaldas. ¡“¡Grrraaaaaaah!” gritaba el Bufoso! El Negro se dio vuelta y vio a ese animal en pelo galopar hacia ellos, con su cara desencajada y su miembro masculino que parecía más amenazante que el Pinchi en ese instante.
— ¡El Bufoso es siamés! ¡Esconde un hermanito en su cintura! —gritó Curuchet viendo el roble de carne pendular al ritmo de la estampida, y saltaron el alambre y continuaron corriendo a campo traviesa para que el Bufoso no pudiese perseguirlos con la camioneta. Y corrieron, y corrieron, y corrieron hasta que uno de los dos lo advirtió primero: “Está amaneciendo”, y se dieron vuelta y el Bufoso ya no los seguía. Y estaban vivos. Habían salido con vida de debajo de la cama del Bufoso, y se rieron, y se abrazaron, y se volvieron a reir.
— ¡Ahora…, ¿sabés, Curuchet? …ahora que la Normi se vaya a la puta que la parió!
Y otra vez se rieron, se rieron mucho, y la risa se fue apagando, y quedaron las sonrisas y las miradas al piso, y luego la seriedad caminando entre los surcos de la tierra, una tos, un cigarrillo…
— ¿Cómo hacemos con la Normi, Negro?
El Negro pitó largo y dibujó una línea gris contra el blanquecino cielo que amanecía.
— Fifilín falló, Curuchet. ¿A vos se te ocurre algo?
Curuchet bajó otra vez la mirada al surco.
— Yo voy adelante, Negro. Vos vas atrás con la Norma y Fifilín.
— ¿Y el gordo Sinetri?
— Sí… vamos a tener que ir en la camioneta del cura nomás. Sino no vamos a entrar.

Y llegaron a la ruta, y los vio el ingeniero Belladonna que pasaba por ahí. Y los levantó. Y mientras el día en el pueblo comenzaba ellos terminaban su regreso de la muerte.
— Curuchet…
— ¿Qué, Negro?
— ¿Qué le digo a la Normi? Estoy llegando de madrugada…
— Decile que chocamos…, o no, decile que andábamos en los caballos del Suncho y que se nos dispararon…, y que me caí y que quedé inconsciente, yo ahora en casa me hago unos rasguñones.
— Sí, yo digo que los levanté en lo del Suncho, Negro —dijo el ingeniero.

La luz blanca de la mañana les quemó los ojos en una curva y por los ventiletes la camioneta se impregnó del aroma de los sarmientos y las margaritas de las banquinas enjuagadas de rocío. La ruta todavía estaba mojada.

 

 

(Continuará…)