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El Lobo de la Arístides Street– Primera Parte

Javier Borrello, o “el Javi” como le decían en el barrio, no siempre fue parte de la elite de Mendoza. Al contrario, nació en un hogar humilde cercano al Barloa. Pedro Borrello, su viejo, chapista de oficio, nació y murió sin salir de Las Heras City. La Nancy, su madre, maestra jardinera, se enamoró de Pedro al momento en que lo vio; su bigote y su calvicie prematura le recordaban a su difunto padre.

Javi y sus hermanos tuvieron una infancia bastante complicada, desde muy pibes tuvieron que remarla. Durante la mañana iban a la escuela, porque de lo contrario, la madre los cascaba. En la tarde le daban una mano al Pedro en el taller. Allí, Javier aprendió el oficio de la familia y a ponerse pícaro para discutir precios con los clientes del barrio.

Con el paso de los años, los hermanos Borrello se fueron haciendo cargo del taller, su viejo estaba entrado en años y prefería quedarse en casa tomando unos amargos con la vieja mientras escuchaba la radio. Javi, por su parte, fue el único que terminó la secundaria y le intrigaba ese lugar del que tanto le contaban sus maestros: la universidad.

Alentado por su madre, se anotó en la UNCuyo en la carrera de Licenciatura en Administración. Tomó esta decisión porque siempre pensó que era bueno con los números y en el trato con clientes. Se preparó como pudo para rendir el ingreso y esto se vio reflejado en sus notas: en resumen, le fue como el culo y quedó afuera.

Durante ese año en el que no pudo entrar a la universidad, consiguió laburo en el taller mecánico de una importante concesionaria de autos en el Carril Rodríguez Peña. Sin dudas, era un largo viaje en el colectivo hasta su trabajo, pero ganaba más que trabajando para su viejo y de paso, se hacía de nuevos contactos. Desde ahí veía pasar a los tipos más importantes de Mendoza, los tipos cambiaban de auto como de calzoncillos. Pero más importante aún, veía pasar a las tremendas minas que los acompañaban a la concesionaria… ¡Eran divinas! Rubias, ojos claros, riquísimas, la perfección hecha mujer. Sin dudas, ese era el tipo de mujeres que le fascinaban. Todos los días mirando desde lejos como los tipos de la alta sociedad se paseaban con sus autos caros y mujeres hermosas. Javier ya no quería mirar, quería ser parte, estaba decidido…

Los meses se fueron haciendo años y Javier ya se había ganado el respeto del encargado del taller, gracias a su excelente trabajo. La concesionaria tenía mucho éxito porque era una de las pocas que importaba autos de primera línea, los cuales se vendían como pan caliente.

Sin embargo, dentro de la misma concesionaria, tenían un anexo donde vendían autos usados. Por lo general, trataban de comercializar aquellos autos que recibían como parte de pago y los que arreglaban en el taller. Javier había observado que la empresa no le prestaba mucha atención a este sector y él veía un gran potencial en ella. ¡Tenían autos prácticamente nuevos! Pero como eran usados, los caretas no les daban bola. De alguna forma tenía que aprovechar esta situación… Entendió que lo mejor era entrar en confianza con Fernando, el responsable de venta de usados, y así, ver si podía hacerlo entrar como agente de venta de usados. La pregunta era ¿cómo hacer para acercarse a un tipo que solo conocía de vista?… Hablando con sus compañeros del taller, se enteró que Fernando era un tipo de muchos vicios: alcohol, fiestas, sexo y drogas.

Javier conocía poco y nada sobre los vicios de la noche, jamás tuvo plata para poder siquiera acercarse a la tentación. Apenas si podía emborracharse con sus amigos tomando alguna que otra cerveza, después de los partidos de fútbol que armaban entre ellos semanalmente. Justamente, algo para lo que siempre tuvo talento fue para jugar a la pelota. De chico, hizo las inferiores en Huracán Las Heras pero luego tuvo que dejar para empezar a trabajar en el taller. Después de tanto pensar sobre de qué manera iba a acercarse a Fernando, entendió que esa era la forma: formar parte del equipo de fútbol de la concesionaria. Todos los años, la empresa participaba de un campeonato que se armaba entre las distintas concesionarias y agencias del Gran Mendoza. Lamentablemente, a la compañía nunca le fue muy bien porque por lo general no abundaban los chicos jóvenes en el equipo. La mayoría de los empleados que jugaban pisaban los 40 años y sus panzas cerveceras marcaban la diferencia, en pocas palabras, unos viejos muertos.

En febrero se completaban las planillas con los empleados que querían formar parte del equipo de la concesionaria. En esa oportunidad y siguiendo su plan, Javier se inscribió. El torneo comenzó en marzo en un complejo de canchas de Guaymallén. Los jueves a la noche, cerraban el lugar al público y solo entraban los que fueran a competir. La playa de estacionamiento de las canchas parecía la concesionaria misma. Autos importados uno al lado del otro. Javier sabía que este tipo de competencias acercaban las diferencias entre los empleados de cualquier empresa y él quería sacar provecho de eso con su pasta de campeón en la cancha. El primer partido, lo miró desde el banco. Lamentablemente, como aún no lo habían visto jugar, los referentes del equipo no le dieron la chance de entrar a la cancha. Distinto fue el caso a la semana siguiente, en la que Fernando tuvo que salir lesionado al sentir un pinchazo en el abductor izquierdo por no haber calentado bien. ¡Era su oportunidad! Con el partido cuesta arriba, perdiendo por un gol, Javier desplegó su magia en la cancha. Con el número trece en su espalda, se las ingenió para marcar dos goles en quince minutos, a puro huevo y gambeta, que sirvieron para dar vuelta el partido y ganarle a uno de los equipos contra los que siempre terminaban perdiendo y agarrándose a piñas. ¡El jóven Borrello, uno de los mecánicos de la empresa, estaba en boca de todos! Tal como él quería…

Casi como un ritual, después del partido se sentaron a tomar algo en el barcito que estaba dentro del complejo. Para varios del equipo, era el momento de la noche. Es decir, poco les importaba el resultado del partido, ellos iban por el porrón, la picada y para escaparse un rato de la bruja que los esperaba en casa. Sin dudas esa noche Javier era el centro de atención. ¡Todos se preguntaban por qué no había sido parte del equipo en los años anteriores! Sin embargo, Fernando estaba a full con el celular y no le estaba prestando mucha atención. Eso lo inquietaba un poco, dado que era el objetivo principal por el que estaba ahí. De a poco los muchachos se fueron yendo, dejando atrás cadáveres polarizados y tablas de madera con no más que la cáscara de algún que otro salamín que habían comprado. En un momento, después de que uno de los últimos sobrevivientes de la noche fuera al baño, Javier quedó finalmente a solas con Fernando. Este último seguía haciendo vaya a saber qué cosa con el celular mientras que Javi, tomaba ya con cierta displicencia la cerveza tibia. En una de esas, Javier le pregunta a Fernando qué es lo que lo tenía tan hipnotizado que apenas podía sacar la vista de la pantalla de su teléfono. Fernando lo miró con gesto sobrador y le acercó su celular. Podía verse una conversación de Whatsapp, donde una tal Vicky le escribía: «¡Así te espero, bombón!» y le mandaba una foto suya con nada más que un baby doll rojo, el cual transparentaba la perfección de su cuerpo.

Fernando De La Torre ya había pasado los treinta años, había estudiado abogacía pero las vueltas de la vida quisieron que terminara como responsable de ventas de autos usados en una de las concesionarias más prestigiosas de Mendoza. El tipo era fachero pero no se destacaba por eso. Había recorrido como mochilero varios países de Asia en su juventud y eso le daba una visión del mundo mucho más abierta que la del mendocino promedio. Tal como lo habían descrito los compañeros de Javier, Fernando era un tipo de vicios. Después de ducharse en los camarines del club le ofreció a Javier acercarlo al centro, quien accedió sin vacilar. El joven mecánico sintió que era su oportunidad para comentarle sobre sus deseos de convertirse en agente de ventas. Dicho y hecho, le planteó su propuesta y la respuesta de Fernando fue un displicente: «Pasate mañana por mi oficina». Luego, Javier bajó del auto y se encomendó a esperar al bendito 86 que lo llevaría hasta su casa.

Al día siguiente, luego del receso para almorzar, Javier se decidió por ir a buscar a Fernando. Sin dudas estaba muy nervioso dado que realmente quería tener una oportunidad en el sector de ventas y sabía que el señor De La Torre era el indicado para darle una chance. Golpeó la puerta de la oficina una vez. Nada. Volvió a insistir y luego de esperar casi un minuto, una voz proveniente del interior del recinto lo invitó a pasar. En la oficina se encontraba Fernando, quien le indicó a Javier que cerrara la puerta y tomara asiento. Sorpresivamente, comenzó a compartir sus conocimientos sobre venta de autos con el mecánico mientras que con una tarjeta de crédito peinaba dos líneas de cocaína sobre el impecable escritorio. Al finalizar y aun limpiando su nariz, le dijo a Javier: «Acompañame, hoy vamos a ver si tenés lo que hace falta para triunfar en este negocio…”

Continuará…

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