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El mejor boxeador del mundo fue mendocino Cap. 3/4

Capítulo 3

Cuando comenzó la secundaria se había ganado la confianza de Don Alejandro. Era un chico estudioso y serio, además había decidido seguir con sus estudios por decisión propia, al tiempo que le daba una mano con la carnicería de la familia. De todas maneras los fantasmas del pasado lo atormentaban y era incapaz de faltarle el respeto o desobedecerle a su padre.

Estudió en el Normal Superior Tomás Godoy Cruz, por lo que tuvo que andar mucho solo, en colectivo y lejos de su padre. Esta libertad trajo grandes satisfacciones a Miguel, que de día estudiaba y de tarde trabajaba. Lo más lindo no eran solo las chicas, los bailes y la ciudad, sino las peleas. Había peleas todos los días, contra pibes de la otra clase, del otro turno, de otros cursos, de otros colegios. Era una época de adolescencia donde aún las mujeres no eran lo más importante, sino el fútbol para algunos, el estudio para otros y las peleas para el Miguel. Así pasaron los primeros años de secundario, entre estudio, trabajo, piñas y secretos a Don Alejandro, que jamás vio moretones en el Miguel.

Una tarde, estaba sacudiendo a piñas a un pibe en el medio de la plaza Independencia cuando un policía lo separó. De solo imaginar a Don Alejandro viniéndolo a buscar le temblaban las rodillas. El oficial agarró a los dos contrincantes del cuello, uno con cada mano, y con la autoridad implacable de la ley emprendió el viaje hasta la comisaría de la calle Rioja.

Apenas salió de la plaza, mientras cruzaba la calle Patricias Mendocinas, una voz lo detuvo.

– ¡Oficial! ¡Oficial!, acá… – dijo un hombre que caminaba de prisa hacia el policía.

– ¿Qué pasa hombre? – le preguntó el oficial.

– Este pendejo es mi hijo, deje que me lo lleve – y le pegó un tirón al Miguel del brazo a modo de reprimenda.

– ¿Sabe lo que estaba haciendo?

– Si lo vi… es incontrolable oficial, pero déjemelo que ahora mismo lo voy a castigar, ¡pendejo de mierda! – gritó el hombre al tiempo que empujaba al Miguel nuevamente hacia la plaza, como volviendo hacia un lugar.

– A este otro me lo llevo, ¡y que sea la última vez que los agarro peleando! La próxima vez lo va a tener que ir a buscar a la cárcel.

El hombre saludó al policía y se volvió hacia el Miguel.

– Gracias – le dijo el chico.

– De nada… te vi peleando y me quise arrimar.

– ¿Para?

– ¿Vos sos de Corralitos?

– Si, ¿Cómo sabe?

– Hace un par de años te vi pelear…

– Mmmm… yo no peleo.

– Dale pibe, a mí no me mentís, además soy entrenador no pelotudo.

– Creo que me acuerdo.

– ¿Ahora te vas a animar a empezar a entrenar? Tengo el gimnasio acá a la vuelta, si queres podemos ir a ver.

– Vamos… igual no es que no quiera, no puedo.

– ¿Por?

– Vamos a ver el gimnasio… algún día te voy a contar.

Cuando el Miguel entró al gimnasio se sintió como en el cielo. El ring, las bolsas, las peras, las sogas… gente guanteando, dos flacos haciendo “sombra”, varios saltando hábilmente, dos dándose duro con cascos, otros marcando puntos… si su Edén tenía una imagen debía de ser así.

Entonces decidió tener el coraje de empezar a entrenar, pero la cobardía de no poder enfrentar a su padre. Pasaron los meses y se repartía entre estudio, trabajo y entrenamiento. Cuando no podía entrenar le pegaba a las reses en la cámara frigorífica de la carnicería del padre a modo de bolsas. La primera vez que subió al ring, eludió todos los golpes de su sparring y le conectó dos jabs seguido de un crochet que lo tumbó al instante. “Este pibe es mágico” fueron las palabras del viejo, Isidro Dorostiaga, alias “el Perro”, su ahora entrenador. Y así nació la leyenda.

CONTINUARÁ

 

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