¿A quién va usted a creer, a mí o a sus propios ojos?. Groucho Marx
Los milagros al ser realizados son de la gente, dejan de pertenecer al autor para ser parte de los fieles y afianzar sus creencias. Se transforman, se sobredimensionan y van creciendo generación tras generación como una bola de hechos irrebatibles. Jesús convirtió el agua en vino, un gran acierto, caminó sobre las aguas – en esos casos está bueno sacarse las medias. Buda logró que Nalagiri, el elefante, que estaba enfurecido, drogado y barritando insultos, se detuviera y se arrodillara pacíficamente ante él con solo acariciarle la frente. Mahoma hizo brotar agua de entre sus dedos para calmar a los sedientos. Los milagros pueden ser verdaderos, emocionantes y emotivos, que llenan y satisfacen las convicciones, las reafirman. También pueden ser solo babas de credulidad y deseos de ver cosas que no son. En todo caso quizás solo se trate de metáforas sobre el conocimiento espiritual que nos legaron la sabiduría y sapiencia de los Hombres Santos.
Los milagros se desencadenan en cualquier ámbito. Una imagen de yeso de la
Virgen se mueve en una humilde casa del desierto de Asunción en Lavalle, desatando una tormenta de rosarios; la estatua de oro del Avatar Chaytania Mahaprabhu en la India llora desconsolada ante las exclamaciones de los creyentes. También pueden desarrollarse en lugares en apariencia no tan idóneos y que son lejanos a lo que supuestamente debería ser el contexto para que suceda un hecho maravilloso y divino.
Le decían Virulana. Era un morocho simpático con un peinado que en los años 70 se llamaba áfricalook. En algún momento fue jefe de una hinchada de un equipo de fútbol mendocino, en esas épocas en que los hinchas solo cantaban y no eran dueños de los clubes. Buen tipo y atorrante, que a veces se dejaba llevar por las situaciones en las que podía sacar ventajas, entonces se mandaba alguna picardía que rozaba con una barrabasada. En cierta ocasión ya fue demasiado lejos, tanto que tuvo que declararse muerto, y simulando su fallecimiento en Buenos Aires, en Villa Ballester para ser más exactos, y no hubo velorio porque el así lo había pedido en su testamento.
Solo unos pocos sabían la verdad pero para el resto fue una noticia terrible: El Virulana había muerto. Se especularon varias causas probables: un ajuste de cuentas, una abducción mal realizada, la ingesta de pez Fugu pésimamente cocinado. Más allá de cualquier presunción se instaló la idea de su muerte. Un conocido diario le dedicó unas líneas al fenecimiento del líder de la barra. En la cancha, antes de empezar el partido, hicieron un minuto de silencio en su honor. Mientras, éste estaba escondido en su destierro para capear la promesa de tiros en las patas que pesaba sobre sus espaldas, como dos alas de hierro.
El Mayonesa era hincha del mismo equipo. Petisito muy parecido a un gnomo, siempre de buen talante con su inefable saludo -¿Qué haces culumpio?- (nunca se supo qué significaba culumpio). Jamás pude averiguar cómo podía tener siempre la panza afuera a pesar de estar vestido, hinchada y redonda como un barril de cerveza. Cercano al Virulana, sintió mucho la partida de éste.
El Virulana era atorrante y diplomático, así que durante la semana después de que le hicieran el minuto de silencio estuvo en tratativas con los que había ofendido, procurando revertir el daño causado y así evitar los cuetes en las patas. Al final, luego de mucho dialogar por teléfono, pedir disculpas, más disculpas y prometer un resarcimiento económico, consiguió el ansiado perdón. Apenas colgó el teléfono se fue para Retiro y se tomó el primer colectivo para Mendoza. Esto fue un sábado. El domingo jugaban de local y el Virulana se bajó en la Terminal y se mandó derecho viejo para la cancha. Ya todo el mundo sabía de la falacia de su muerte y lo estaban esperando, menos el Mayonesa que lo ignoraba. Éste tenía la costumbre de quedarse tomando cerveza en los carros de choripán de los alrededores y entraba a la cancha cuando el partido ya llevaba largo tiempo de empezado. El Virulana llegó victorioso a la tribuna y lo recibieron con abrazos risueños por la travesura de elevar el índice de mortalidad. Pasó un rato y entró el Mayonesa, consternado aún por la muerte de su amigo iba mirando para ningún lado, ensimismado en su tristeza. Entonces el Mayonesa se encontró frente a frente con el Virulana.
En un segundo electrizante los ojos del Mayonesa se abrieron a más no poder de la sorpresa; se quedó mirándolo al otro en una especie de éxtasis, un nirvana instantáneo. Y ahí, con devoción, dijo: …San Virulana… ¿Qué haces culumpio?…
Ese domingo fue el día que en que el Virulana fue canonizado por el Mayonesa, quien creyó en el milagro de la resurrección y lo elevó al status de Lázaro, porque nunca nadie jamás le pudo sacar la idea de que el Virulana resucitó de entre los muertos. El Mayonesa se apropió de la situación y la convirtió en un milagro, para él irrefutable.