Medita el mono a lo largo de la noche, ¿Cómo atrapar la luna?
Masaoka Shiki
El mono estaba enfurecido, rabioso; golpeaba con todas sus fuerzas las paredes de la nave con sus puños musculosos y celestiales.
De sus labios verdes caían hilos de baba de luz, sus colmillos refulgían como un faro del fin del mundo iluminando el vientre del espacio.
Se sacó el traje espacial a mordiscos, con pedazos de pelo y pulgas radioactivas. Quedó en cueros, se sintió libre pero ajeno a esa selva de estrellas y púlsares que lo rodeaba afuera de la nave, una sensación extraña llena de bilis lo acució, algo que lo alejaba de la dignidad de la materia. Se sabía cómo los primeros días de la creación, cómo el cielo futuro que avanza.
Se sabía un experimento pero lo negaba, un poco por vanidad otro poco por pudor.
El mono se sintió desvanecer, estallar en moléculas, en partículas llorosas y cobardes. Por un momento estuvo lleno de amor sin dirección, cayó de rodillas en el vacío y clamó por una amada que no existía. Entonces supo que desvariaba, que la fiebre espacial lo inundaba como lluvia ácida, pertinaz y un poco mentirosa, lo superaba como a un paraguas roto.
Buscó un planeta para descansar, para relajar sus pies hinchados y sus dientes mordidos; un cuerpo celeste lleno de luciérnagas y flores amarillas, con una playa de arenas azules y un mar con pulpos amistosos en las profundidades -los pensaba visitar conteniendo la respiración y buceando con los ojos abiertos. Al fin encontró uno, con el cielo recién fabricado, con volcanes quisquillosos y algún que otro ser unicelular escondido bajo el manto de piedras de un desierto grumoso.
Aterrizó la nave.
No había oxígeno, se puso el casco espacial, dentro de él podía respirar cualquier cosa, hasta su propia tristeza. Caminó por el paisaje nuevo, sin rumbo, descalzo, hambriento y con sueño. No había playas azules, así que se conformó con la sombra sedienta de un árbol que no sabía que era árbol. Se tiró a descansar con la luz de los tres soles intentando entrar en la penumbra de su sueño.
Durmió por mucho tiempo, pero por la relatividad del tiempo sólo fueron unos minutos para él.
Despertó más lúcido, con la conciencia de ser pegada a sus talones; pensó que el blanco en realidad no existía y que los planetas giraban porque alguien jugaba a la perinola con ellos.
Se sentía como en casa en ese lugar reciente, desfallecía de inanición, de sed y de soledad, pero no le importaba, cada vez pensaba más y las tribulaciones y las desesperanzas eran sólo un pequeño inconveniente, su pensamiento crecía se expandía exponencialmente, su raciocinio era un tsunami interminable que sumía a las cosas que lo rodeaban.
La física, creadora de nuestra muerte, lo esperaba paciente, mientras el agua de los mares soñaba.
Un día se sentó a la vera de un camino que formó con su caminatas, cerró los ojos y nunca más despertó, pronto fue osamenta.
La evolución siguió su rumbo y donde hubieron soledades con el paso del tiempo comenzó una civilización con todo el equipaje que éstas suelen traer.
Un grupo de arqueólogos buscaba con paciencia y minuciosidad, husmeaban con pinceles y espátulas entre la tierra azul, tragando polvo con una dedicación que rozaba la devoción. El grupo quedó perplejo ante la aparición de una parte de cráneo; a medida que lo fueron limpiando se les reveló algo que no podía existir, algo inverosímil, un concepto que no cuadraba con la teoría evolutiva. Los arqueólogos sudaban bajo el calor de los tres soles.
Nada coincidía, un ser inexplicable había surgido delante de sus ojos.
Un homínido, muerto hacía diez millones de años, les sonreía desde el pasado detrás del cristal de un casco espacial.