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El regreso de los dioses

Si los extraterrestres nos visitaran, ocurriría lo mismo que cuando Cristóbal Colón desembarcó en América y nada salió bien para los nativo americanos.
Stephen Hawking

Me gustaba dormir la siesta los sábados, nunca otro día, sólo los sábados. Cerraba bien las ventanas y luego las cubría con una manta, para que no entrara un ápice de luz y me sumergía en un sueño profundo de un par de horas. Pero ese día fue diferente.

Un fuerte zumbido me despertó, era como el de una libélula volando, pero amplificado mil veces; me incorporé del lecho, insultando al vecino a a su maldita amoladora, pero no era eso, porque una explosión estremeció la casa, tanto que hizo que la manta que cubría la entrada de luz cayera.

Por la ventana pide ver como algo metálico y colosal tapaba el cielo, de un gris mercurio. Pensé en mil posibles explicaciones en un segundo, pero todas eran endebles.

Se escuchó otra explosión.

Afuera de mi casa se escuchaban fuertes alaridos de terror.

El zumbido cesó de golpe.

Me levanté y salí a la calle, como pude me terminé de poner los pantalones y miré el panorama que me rodeaba: la gente aterrorizada escapaba de algo.

Una multitud desenfrenada que no respetaba a los caídos, que los pisaba y los aplastaba obviando los pedidos de ayudas de éstos.

Miré hacia arriba y me quedé sin aliento, mi mente no podía procesar lo que estaba viendo.

El pedazo de metal de tono gris mercurio que había visto al despertar era parte de una nave-evidentemente no humana- que flotaba ingrávida sobre nuestras cabezas.

Parecía llegar hasta el horizonte era tan descomunal su tamaño que tapaba al sol de verano y creaba una noche artificial.

Un haz verde cruzó el aire y cayó sobre el auto de mi vecino, que estalló desintegrándose. Me dio un poco de placer porque ya no me molestaría más el caño de escape que usaba.

De imprevisto la calle quedó sin un alma, totalmente vacía.

Entonces lo vi, y el corazón me dio un vuelco,

Una criatura, de unos dos metros y medio de altura, se acercaba por la calle; era de un verde grisáceo, escamoso; su cara estaba cubierta por una especie de mascarilla, pero era inevitable ver sus ojos gigantes de un color azul. Parte de su cuerpo estaba cubierto por una especie de armadura. Un niño, de unos cinco años de edad, se acercó a la criatura con total confianza, se detuvo y lo miró con una sonrisa a la cual le faltaba un diente, sin miedo ni prejuicios.

El ser, que le sacaba un par de metros de diferencia, se agachó, para observarlo mejor, le tomó la cabeza al menor con su mano agarrotada y apretó hasta que los jugos linfáticos y sangre salieron por la nariz boca y oídos del nene.

Su cabeza quedo como un higo caído.

No se me ocurrió mejor cosa que correr, correr hasta que se acabara el mundo y seguir corriendo; alejarme de esa locura, pero por más que lo hacia no podía distanciarme de la alienación.

Corría y las huellas de la destrucción se dejaban ver por todos lados.

Corría y lloraba. Sollozaba por mi cobardía, por mi familia que nunca más vería.

Corría y quería despertar pero nada nunca había sido tan real como ese momento.

A medida que me alejaba comencé a ver gente en las calles, estaban alelados por las nuevas circunstancias; miraban sorprendidos a la nave inconmensurable que se suspendía sobre sus pensamientos confusos.

Me di cuenta de que estaba descalzo y sin remera; mis pies sangraban después de la larga corrida. No podía más, años de tabaquismo impedían que pudiese seguir; entonces decidí esconderme en algún lugar. En ese momento tenía la risible ilusión de que todo pasaría rápido y las cosas volverían a la normalidad.

Otro rayo verde me regresó de mi ensoñación esperanzada; cruzó el ambiente e hizo estallar en una lluvia de miembros y sangre a un grupo de personas. Quedé bañado en un líquido pringoso y repulsivo que me provocó arcadas.

Otra criatura se acercaba adonde estaba la gente congregada, lo hacía con paso seguro, lento y preciso. Las personas a mi alrededor comenzaron a proferir chillidos y huyeron. Por mi parte pensé que era inútil hacerlo.

Me metí en una acequia y me deslicé debajo de un puente.

Mi cuerpo tiritaba por el pavor, pero mi mente se hallaba en un remanso de lógica; todas las opciones pasaban fulgurantes delante de mis ojos.

Llegué a la conclusión de que era una invasión y nos iban a aniquilar como especie, la única forma de sobrevivir era refugiarse hasta que se fueran.

Pero…¿si no se iban? ¿si habían llegado para tomar nuestro lugar?

Vomité.

Me percaté de que el griterío había cesado, me di cuenta de que no estaba solo: una legión de pericotes me rodeaban. Asqueado salí de mi escondite, arrastrándome como un gusano que lo partieron por la mitad.

Entonces me topé de frente con la criatura.

Continuará…

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