Diego tenía los días controlados. Conocía al pie de la letra la rutina de un día normal en su vida.
Sabía que debía levantarse a las 9 y desayunar a las 9:30. De 10 a 10:30 vería adormecido las noticias en la televisión, esas noticias que solo le contaban lo pésimo que andaba todo. Tenía 5 minutos después de eso, para quejarse de lo mal que el mundo estaba ahí afuera: podía arrugar su frente preocupándose solo 5 minutos, ni un minuto más ni uno menos. De las 10:35 en adelante tendría que acomodar sus cosas en el bolso, vestirse decentemente y arrugar la nariz frente al espejo del baño, buscando una imperfección que día tras día encontraba. Más tardar a las 11, ya tenía que encontrarse cerrando la puerta de calle, para marcharse a su trabajo. Tendría que caminar las 3 cuadras hasta el colectivo que pasaba a las 11:15: primero recto, esquivando la vereda rota del vecino hasta llegar a la esquina de siempre, después doblar en la esquina por la cuadra donde siempre salía el perro a ladrarlo y después, al cruzar la calle, una cuadra más en dirección este-oeste hasta llegar a la parada. A las 12 entrar al trabajo y a las 18 salir del mismo. Caminar 4 cuadras para encontrar el colectivo de las 18:15. Volver a casa a las 19; salir a comprar lo que haga falta a las 19:30, y sin tardar demasiado, volver a las 20 para ver nuevamente las noticias. Esta vuelta tendría 10 minutos de ceños fruncidos y refunfuño a la sociedad, causados por el informativo. Cenar a las 21 (21:30 según lo “rebelde” que se sintiese ese día). El tiempo de ocio, aseo personal, o solo de no hacer nada era hasta la 1 de la mañana, y de ahí a dormir a más tardar a las 2. Al otro día, la rutina que tanto respetaba empezaría nuevamente a las 9.
Era un viernes como cualquier otro, solo que esta vez Diego despertó a las 8:30. Se sintió raro, encontró las luces acomodadas de diferentes formas en las sombras de su ventana, y el canto de aquel pájaro que siempre lo acompañaba, no se escuchaba por ningún lado en el exterior. Decidió no interferir en su tradición y se quedó en la cama sin mover músculo alguno. Exhalaba el aire con lentitud, tratando de que nada irrumpiera la cotidianeidad de las cosas. Y entonces, después de un tiempo, el despertador marcó las 9.
Diego se sintió realizado y se levantó victorioso por vencer al tropiezo deshorario. Empezó con su trabajo de rutina, pero cuando fue a prender el televisor, se encontró que no tenía electricidad. Fue ahí que Diego se asusto. Se sintió mareado. Dio tres pasos ciegos hacia atrás y golpeó una mesa, tirando una lámpara. Eran las 10:35, no había tiempo de limpiar nada, puesto que el plan de la rutina podría romperse aún más.
Asustado como estaba tomó su bolso, y se marchó. Cinco pasos después de dejar su hogar, se acordó que no se había visto al espejo. Se sintió totalmente imperfecto.
Encorvó el cuello y largó insultos al aire. Sus manos acompañaban el movimiento horizontal de cabeza, mientras caminaba raudamente hacia su siguiente posta en esta carrera de la rutina. Estaba tropezando una y otra vez.
Llegó a la esquina de siempre y su mente se nubló por completo. Se sintió enfermo y perdido, como si su mapa se hubiera volado con una ráfaga de viento. Se sintió totalmente extraviado a pesar de que solo estaba a una cuadra de su casa. Con el mayor de los esfuerzos siguió caminando mientras trastabillaba y rebotaba por las paredes como el mejor de los alcohólicos. Todo fue así, hasta que en un momento de claridad miró las baldosas del piso y ahí todo cambió.
No reconoció nada a su alrededor. Las casa eran totalmente diferentes, las caras de los transeúntes eran desconocidas y todo lo que lo rodeaba era una imagen que nunca antes había visto.
Diego no aguantó más y empezó a correr. Mientras más se alejaba más se perdía y su mente menos le respondía. Fue así que llegó un punto en el cual Diego, dejó de ser Diego para convertirse en alguien que ni siquiera él sabía quién era.
Diego lleva perdido más de 2 años. Nadie sabe con exactitud cuál es su paradero. Quienes lo han visto aseguran que en su mirada se puede leer un miedo especial. Ese miedo de pedir ayuda, ese miedo de aceptar que se perdió estando a una cuadra de su casa. Ese miedo de aceptar que la rutina que tanto respetaba, le había consumido hasta la última pizca de cordura.
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