/“El Secreto” sí funciona

“El Secreto” sí funciona

“Cuidado con lo que pides.
Atentamente,
El Universo.”

Suena la alarma. Miro por la ventana. Ya amaneció.

¡Ya amaneció! Mierda. Miro la hora: 8.30. Es tardísimo. Doy un salto. Llego al lavatorio. Me refriego los ojos con agua fría. La punta del dentífrico está dura. Me enjuago la boca. Cierro la canilla y agito las manos. Me seco la cara con los puños de la camiseta. Odio sacarme el pijama. Hace frío. Me pongo el pantalón y la camisa. Me calzo las botas. Agarro el tapado y la cartera. Salgo sin desayunar. Por suerte dejé el auto en el puente. Busco las llaves. Abro. Me siento. Arranco. Pongo marcha atrás. Primera y encaro. Voy por Rodríguez Peña. Se enciende la luz de la reserva en el tablero. Siempre me pasa lo mismo. No aprendo más. Semáforo rojo en 9 de Julio. Cola de camiones y micros. Me cruzo de carril. Miro la hora: 8.40. Llego tarde. Me miro en el espejo retrovisor. Estoy pálida. Me acomodo el pelo. Verde. Primera. Acelero. Me adelanto. Paso el camión. Paso el micro. Paso un auto. Una moto me avanza por la derecha. Imprudentes. Puta vida. Trabajar. Correr. Pisar. Adelantar. Hay cola en la YPF. No puedo esperar. Cargo después. Quiero un chofer. Que se alineen los planetas y mi vida. Suspiro. Imagino a mi alrededor gente que hace todo por mí.  Sería feliz con un palo en el banco. ¡El banco! No tengo un peso en la billetera. Estoy quebrada. Bajo en la costanera. Encaro al cajero del Makro. Saco el ticket. Se sube la barrera. Entro a la playa. Avanzo. Me desprendo el cinturón. Veo un lugar en el estacionamiento. Giro. Suena el celular. Miro la cartera. Track, track. Zumbido. Veo el cielo. Me agarro la cabeza. Acelero y el auto no se mueve. Me tragué un mojón. Hago marcha atrás. Se para el auto. Intento arrancar de nuevo. El guardia me hace señas. No entiendo. Bajo la ventanilla. “No va a salir, tiene la columna encajada entre el guardabarros y la rueda”. ¿Qué columna? ¿Qué mierda dice el viejo este? Veo que del banco sale gente. Abro la puerta del auto. Pongo la pierna en el asfalto. Hago fuerza para pararme y siento el tirón en la espalda. No me puedo mover. Se me aflojan las piernas. Me confundo. Quiero ver la columna. Se acerca una chica. Me habla. No sé qué pasa. Me dice que se llama Laura, que estoy pálida y fría. Pide que me traigan un café cargado, caliente y con mucho azúcar. Me acaricia la cabeza. Pido que llamen a una ambulancia. Me dice que ya la llamaron. Pregunto qué me pasó. Me dice que choqué, que me quede tranquila y que avise a alguien. Quiero ver el auto. Me dice que no me preocupe por eso y que le diga a que grúa llamar. ¿Para tanto? Me tranquiliza y me da el café. Pregunto la hora. Las nueve. Tarde. Me doy cuenta de que me tiembla el pulso. No sé si es frío, miedo o impulso nervioso. Llega la ambulancia. Siento náuseas. Me preguntan el nombre. Cierro los ojos. Lo digo. Un médico me coloca el collarín. Otro me sujeta por la espalda y me alza. Me sienta en la silla de ruedas. “¿Cómo chocaste?” No sé. No me acuerdo. No me di cuenta. El médico habla por radio. Veo el auto. No puedo entender en qué momento la columna del toldo de la playa se metió ahí. “¿Te golpeaste la cabeza?” No me acuerdo. “¿Qué te duele?” No sé, me siento entumecida. “Estás en shock. Te voy a llevar a un hospital para que te hagan estudios.” Asiento. Busco a Laura con la mirada y no la veo. Dudo si fue real. Veo el café. Ella lo pidió. No lo imaginé. El médico habla por radio de nuevo. Me suben a la ambulancia. Escucho la sirena. Él me mira los ojos. Me toma la presión. Le digo que me siento confundida. No me responde. Pierdo la noción del tiempo. Llegamos. Me están esperando en Urgencias. Hablan entre ellos. Me vuelven a preguntar qué me pasó. Dicen que choqué con una columna, les digo. Bah… Ví que choqué. No me acuerdo. “A neurología”, dice la médica al enfermero que empuja la silla de ruedas. En neurología me atiende otra médica. Me vuelve a preguntar cómo choqué. Repito que no me acuerdo. Me llevan a Rayos X y de vuelta al consultorio de neurología. Me duele la cabeza. Llega la médica. “Te diste un golpe fuerte”. La miro. Pone la placa en la luz. “Tenés una vértebra rota, quizás dos.” ¿Qué?¿Una vértebra rota? Muevo las piernas y los brazos. No puede ser. “Tranquila. Te vamos a hacer una tomografía por si tenés una aneurisma, un coágulo, un ACV. Hay que ver por qué no te acordás.”  Suspiro. Me llevan a la sala de tomografía. Veo un montón de gente atrás del vidrio. Estudiantes. Me piden que me levante para acostarme en la camilla. Me ayudan, pero puedo hacerlo. Siento frío. Me acuesto. Me dejan sola. Escucho la voz de una mujer que habla por parlantes, me indica que voy a sentir un zumbido y que los aros que tengo sobre la cabeza van a moverse; que me quede quieta y que cualquier cosa que sienta lo diga. ¿Pueden escucharme? Responde que sí. Cierro los ojos. No siento nada. Ya está. Me llevan de nuevo al consultorio. Me recibe otra médica. Me dice que la tomografía está bien, pero hay que hacer resonancia para ver el cuello.

Bueno… La cabeza todavía funciona. Las piernas y brazos se mueven. Entiendo. Escucho. Hablo. Estoy quebrada. Click.  Mierda, pienso. Los intestinos se mueven. Click. No puede ser…

La resonancia muestra tres apófisis cervicales fracturadas.

—¿A dónde ibas tan apurada? —me dice un nuevo médico.

—Al trabajo —dije—. Iba tarde.

—Ibas…—repite—, y no llegaste. Casi que no llegás más.

Click. Casi que no llego. Casi que no recuerdo. Casi que no entiendo.

—Cuando no parás sola, el cuerpo te para — me dice el neurólogo—. Tomalo como un aviso, un freno, un infortunio leve. La próxima vez va a ser un paredón. Bajá un cambio con el acelere… —Y me extiende una receta con tres hojas de indicaciones. Amitriptilina, Pregabalina, Alplazolam, Clonazepam y Benzodiazepina. Lo interrogué con la mirada—. Es para que te quedes quieta y no te deprimas.

¿Una depresión por una fractura? Sí. Depresión. Desequilibrio químico. Shockpost traumático. Impotencia de no poder hacer sin dolor las cosas más básicas, como masticar, bostezar, toser, estirar el brazo para limpiarme el poto. Angustia del centímetro que faltó para quedar cuadripléjica. Vahído. Aturdimiento. Sensibilidad a la luz. Vértigo. Insomnio. Pesadillas.Ataques de pánico. Hormigueos en las manos. Miedo. Paranoia. Anorexia. Click.

Durante un par de semanas no tuve que levantarme para ir a trabajar. Click. Dormía doce horas por día. Click. Necesité de un chofer para moverme. Click. Tuve que ir a la peluquería para que me lavaran la cabeza porque no podía subir los brazos para hacerlo sola. Click. Quien me viera pensaría que tengo un palo en el banco. Click. Tengo un palo en el banco. Por ir al palo. Click. Por llegar tarde. Click. Por vivir al palo. Click. Por dormir mal. Click. Por levantarme apurada. Click. Por tener que trabajar para no quebrar. Click. Demasiado surrealista.

Un año y medio de tratamientos. Dos años de pastillas. Diez kilos menos. Psicoterapia. Quietud. Silencio. La muerte pegó en el palo. Click.

Se venció el carnet de conducir. No lo renové. Vendí el auto. No volví a manejar.

Capitulé ante el dolor. Me entregué. Fluí. Dejé la respiración pendiendo de un sigiloso zumbido. Entonces, recordé. Sentí el golpe demi frente contra el volante, el rebote de la nuca en el apoyacabeza, el crujido, otro golpe contra el volante y después la nada negra, el vacío.

Abrí los ojos y entendí. Erguí mi espalda. Reconecté la cabeza con el corazón, sellando el punto medio en donde se había quebrado el eje postural de mi cordura emocional. Sonreí, y conmigo todo lo demás. El surrealismo esta vez en clave de Fa. Así, con el dedo medio marcando el diapasón con una melodía nueva.

Me corté el pelo para exhibir el cuello como trofeo de guerra. Es hermoso a pesar de las cicatrices internas. Es fuerte, delicado y noble. Brillan en él tres lunares como estrellas. Está lleno de besos desnudos y suaves caricias a cuenta.

No es tarde, me dije. Estoy viva, sana y de pie. Agradecí el milagro, me perdoné la soberbia. Abracé la oportunidad y prometí que nadie más que yo marcaría mi tiempo. Lo que tiene que llegar, llega a su momento. Todo. Y lo que no, no. La humildad es también un don. Paso a paso se anda la vida entera, y vale cada uno de ellos, con todas sus sorpresas.

Estimado Universo:
sé amable con lo que me ponés adelante.
Amorosamente, Lobesia.

A Laura, si llega a leer esto, no es tarde para decirle gracias. Frente a la columna que me frenó, ella fue el pilar que amortiguó mi fragilidad ante el impacto. Quizás no sea consciente de eso, pero deseo que la vida le devuelva con creces tanta dulzura y humanidad.

Nota final: Por tu vida y la de los demás, usá siempre el cinturón de seguridad y apagá el celular cuando conducís. No importa si llegás tarde. Para quien te espera, lo importante es que llegués.

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