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El sueño de las estrellas azules: La clandestinidad y la locura

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1

Víctor Espósito y Enrique Córdoba escaparon de la casa de Doña Luli justo antes de que llegara la policía, rabiosa por la muerte de sus camaradas.

Se dirigieron hacia las afueras de la ciudad, caminando como sombras. Fueron caminando hasta las cercanías del matadero en donde trabajaba Córdoba. Por la calle de tierra las luces de mercurio los volvían inmateriales, sin presencia. Doblaron por una callecita de tierra con cañaverales a sus lados. Anduvieron por ese camino un par de kilómetros, entonces Córdoba se metió entre la vegetación profusa e inmarcesible. Víctor lo siguió mientras las cañas le azotaban el cuerpo y se lo despellejaban. Esto duró unos cinco minutos hasta que salieron a un claro; en ese sitio había un pequeño ranchito de chapas y barro. En ese lugar Córdoba se aislaba de las cosas de la vida y tomaba vino hasta caer de cara al piso y hacer lodo con la saliva que le salía de su boca y la tierra del piso.

Hacía días que no comían; estaban sentados los dos mirando al vacío, consumiendo sólo aire. Enraizados contra el adobe húmedo que hacía de pared pasaban las horas sin hablarse, sin mirarse, sin saber si el otro respiraba o era solo una alucinación. Las tripas se les quejaban mientras se morían de inanición.

Sus cuerpos y almas pulsaban al borde del colapso.

Aturdido por el hambre Víctor tomó una decisión. Se levantó y caminó hasta la puerta del rancho, sin mediar palabra Córdoba agarró la Colt 45 y fue tras él.

No podían seguir así.

2

Era un almacén chico, con unas pocas cosas en sus estanterías, algunas botellas de vino y un sector que oficiaba de verdulería en un rincón, Su dueño, Edgar Quispe, lo trabajaba como podía, luchando a cada instante para no fundirse, intentando llenar las alacenas exiguas con ofertas de ensueño al alcance de los bolsillos pobres de la gente de la zona.

Bajo una ristra de ajo colgada de la pared había una imagen de Ceferino Namuncurá, bien peinado como siempre.

Quispe lustraba unas manzanas picadas cuando sintió que la puerta se abría. La Colt se le apoyó en su nuca desprevenida, los pelos se le rizaron con el contacto del metal.

Supo que era un robo. Lentamente sacó de su bolsillo un poco de plata que había ganado durante el día y sin darse vuelta se la entregó a quién estaba detrás de él.

Edgar Quispe con su visión periférica pudo ver como otra persona arrasaba con las pocas mercaderías del lugar, entonces el temor de Quispe estalló en sus puños. Se dio vuelta y le arrojó un golpe a Córdoba, acertándole en un pómulo. El puñetazo produjo un chasquido seco, pero no tuvo la fuerza suficiente para aturdir a Enrique Córdoba, quien disparó.

Quispe sintió como su masa encefálica salía por el hoyo en su nuca, balbuceó algo ininteligible mientras caía y llegó muerto al piso recién barrido.

3

La fuerzas del orden buscaban por todos lados a los dos fugados, en apenas dos semanas habían cometido tres robos, todos seguidos por homicidios manchados con sangre cruda. Las pesquisas habían descubierto que eran los fugados del penal y no iban a escatimar esfuerzos ni recursos para encarcelarlos nuevamente.

Los rastrillajes dieron como resultado el hallazgo del cadáver del Padre Ignacio, tirado cómo un muñeco en una cuneta. La autopsia de rigor determinó que el clérigo había muerto de amor.

4

Mientras tanto Enrique Córdoba y Víctor Espósito se refugiaban en el ranchito de los cañaverales, en silencio y sin mirarse. Tenían comida y dinero para subsistir un par de meses. Se fueron animando a más, primero fue el mercadito de Quipe, después una estación de servicio, luego un local de ropa; todos con sangre corriendo por el piso luego de su partida apresurada.

En ellos se había despertado un nuevo ser: un demonio de ojos centelleantes que los obligaba a salir y matar para sentirse vivos, matar para saber que se podía respirar más profundo, matar para que las estrellas azules pudiesen dormir tranquilas al fin y que su insomnio no se les contagiase.

El caos y el desorden iban creciendo en sus mentes, la codicia se llenaba de sangre y le gustaba. Enrique Córdoba y Víctor Espósito no sentían remordimientos.

Estaban solos como astronautas frente al espacio. Únicamente la Col les hacía compañía.

Las estrellas azules bostezaban y cabeceaban de sueño.