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El tiempo de las miradas ajenas

Extendió el papel en la mesa y lo dobló al medio. Su nieto estaría por llegar del cumpleaños del abuelo, del otro abuelo, y llegaría corriendo como siempre entrando al galope por la puerta. Volvió a doblar el diario y trazó una diagonal, pero no le convenció y la desdobló y la volvió a doblar un poco más de ángulo, así. Tomasito entraría corriendo y se llevaría puesta la silla de la mesa en donde él ahora plegaba el diario, y antes de que se tambalee la silla se treparía y la silla quedaría firme y él mirando con sus ojos brillantes y redondos lo que sea que estuviese haciendo.

“¿Qué estás haciendo, Abuelo?”, le preguntaría. Y él le contaría, y entonces él le pediría que le enseñe a hacer uno, y él se lo explicaría aunque supiese que a esa corta edad no lo iba a recordar, y se lo volvería a explicar mil veces. Para eso estaba aún en la tierra. Y dejó el diario y bebió un sorbo del te frío que se preparara antes de empezar, y volvió sobre el diario, e hizo otro pliegue, y cortó un pedacito de papel, e hizo otro corte por allá, y otro pliegue… Tomasito entraría gritando “¡Abuelo!” para contarle todo lo que estaría viendo en lo de su otro abuelo, las mesas llenas de fiambres y masas, y los postres, y los mozos… Y Tomasito lo miraría igual que siempre, sin que la ausencia de tanta comodidad le hiciera pensar en alguna pobreza, sino al contrario, compartiendo el descubrimiento de otras clases de festejos. Otro pliegue. Dejó ese papel y tomó otro, lo estiró sobre la mesa y trazó una diagonal doblando una y otra vez el papel. Y así sería hasta que Tomasito crezca, y ya no quiera que le digan Tomasito, y le importen las cosas vanas de este mundo. ¿A qué edad pasa eso? Otro pliegue y tomó la primer estructura, el casco del velero, y conectó el mástil en el hueco preparado, y tomó otra hoja y comenzó a plegar el velamen.

¿A qué edad los chicos dejan de ver el mundo con el corazón y empiezan a mirar las cosas a través de las miradas ajenas? No lo sabía bien. Terminó de plegar el velamen y lo trenzó en el mástil. El velero quedó de pie, casco, mástil y grandes velas. Otro sorbo, le llamaba la atención de que no hubieran llegado aún. “¡Abueloooo!” Tomasito entró gritando por la puerta, como hacía siempre, y como siempre se llevó puesta la silla de la mesa a donde estaba él tomando su te. Antes de que dejase de pendular la silla sus manitos tomaron el borde de la mesa y miraron el velero.
—¡Un barco, Abuelo!
— Sí, un velero, Tomasito.
— Un barco como el de el abuelo Santiago.
— Sí, un barco parecido al del abuelo Santiago, aunque este tiene velas, no tiene motor.
Tomasito se quedó callado mirando el velero de papel.
— ¿Querés que te enseñe a hacer uno? —preguntó el abuelo, y Tomasito lo miró con sus ojos redondos, con su rápida ansiedad…
— No, Abuelo, gracias —dijo, y pegó un salto y salió corriendo por la puerta.
El abuelo lo miró correr desde la ventana y se rió. ¡Cuánto tiempo le duraría ese corazón gigante que le hacía ver el mundo de las pequeñas cosas…!
— ¡Mamá! —escuchó desde la mesa y con su te frío que Tomasito gritaba lejos— ¿Cuándo vamos a ir a navegar con el abuelo Santiago?
La madre respondió pero él no escuchó la respuesta sino que sintió un frío que le recorrió la piel. El otro abuelo no tenía barco, se lo decía jugando, pero esta vez, el único día del año en que veía a su otro abuelo, a Tomasito le prendió la curiosidad. Era chico todavía… Su velero, estático sobre la mesa de madera de pronto se le antojó absurdo. Lo tocó con el dedo pero se movió un poco, solo unos centímetros. Tomasito entró corriendo otra vez por la puerta y se llevó puesta la silla trepándose y quedando como siempre mirando al abuelo.
— Abuelo, ¿esta noche contamos estrellas?
— Sí, Tomás, dale, esta noche apenas se vaya el sol, sin que él se dé cuenta contamos las estrellas.
— Sí, porque a él no le gusta que cuenten a sus hijitos…
— Sí, no le gusta, Tomasito.
Y volvió a salir corriendo al pasto, al día, al cielo, y él se quedó sentado con su té frío, y volvió a mirar el velero, y lo volvió a sentir navegar, volvió a sentir el agua salada, el viento seco…
— Tomás —sintió de lejos decir a la madre—, subite al auto que vamos a lo de Cecilia.
Y Tomás imitando el sonido de un avión corrió hasta que se escuchó la puerta del auto y ya no hubo más señales de Tomás.
— Papá, estamos saliendo, pero nos quedamos a comer en lo de Ceci, cualquier cosa me llamás, ¿sí?
— Sí, Marcela, andá tranquila.

Entonces entendió que hoy no habría Tomasito… Hoy no habría historias, ni nombres a las estrellas, ni frío en el jardín, ni olor a pasto húmedo en la noche, ni cuentos eternos con esa vocecita llena de inocencia… Volvió a dar un empujoncito al velero y este se bamboleó de estribor a babor, y unas gaviotas chillaron escapándose detrás de la Spinaker. Y se levantó y, sin comer, dio por terminado el día y se fue a dormir.

 

barquito

 

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