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El ultimo regalo

Hacía muchos años que esperaba un milagro. Tantos, que ya no se acordaba si había sido para su cumpleaños número nueve o diez, cuando ella le regaló el libro de Tom Sawyer, envuelto en ese papel rayado que guardaba cuidadosamente doblado en cuatro, en un cajón del escritorio de su actual oficina. Ese día, junto con el libro, ella le regalo una sonrisa que determinó su existencia: Entonces empezó a ir al coro del colegio para encontrarla a la salida, mejoró su rendimiento académico en la secundaria para que ella leyera su nombre en las carteleras de la entrada, hasta hizo un curso de primeros auxilios venciendo su aprensión a la sangre, a los cortes y a las agujas,  solo para tenerla cerca, en un radio de diez metros y aun muchas veces, ni siquiera en la misma sala, pero se sentía bien eso de estar compartiendo un interés en común. Ella parecía no tener muchos amigos, era bastante tímida y reservada, un tanto distante. Sí parecía distraerse observando a la gente todo el tiempo, y así y todo, no tenía un mayor registro de aquello en lo que a él le iba la vida, que era ser visible; ser visible solo para ella.

El decidió no irse a estudiar a la capital, y con la excusa de trabajar en el negocio familiar, se quedó para verla salir del colegio esos dos últimos años. La miraba cruzar por la vereda del frente, conversando con sus amigas o riendo con algún compañero, situación que lo hacía sentir una montaña rusa en la boca del estómago, que solo se calmaba cuando la espiaba desde la puerta, y veía que en la esquina se despedían con un saludo de manos, sin más. Soñaba con ella de noche, y cada vez más seguido empezó a soñarla de día. La convirtió así en la mujer de su vida. La ubicó en una casa en los suburbios, con patio y jardín al fondo, le hizo dos hijos rubios, idénticos ella, la pensó cocinera de las buenas, y a veces también, el agregado de que cosiera  como su abuela materna. Ya por ese entonces sabía que lo que esperaba era un milagro. Y se acostumbró a esperarlo.

Un día aceptó con mansedumbre tener que ir tras ella a la gran ciudad, porque las chicas de ahora quieren estudiar y esas cosas, y él se enteró por un comentario casual, en un saludo más casual todavía, que  esos eran sus planes. Consiguió un trabajo de traductor  en unas oficinas chiquitas del centro, y así se le fué pasando el tiempo, casi sin enterarse, entre manuales traducidos a idiomas imposibles. Se convirtió con los años en un redactor con relativo renombre,  y en un buen esperador de ese, su milagro.

Entonces ocurrió. Fue una mañana de Julio, llovía y acababa de llegar corriendo y empapado  a su oficinita de Riobamba al 500. Se sacó el piloto y lo colgó en el perchero. Se quedó mirando el hilo de agua que se fue dibujando por el piso de madera, hasta  llegar a los diarios que más temprano había pasado el portero por debajo de la puerta, como todos los días, sus tres diarios. Los levantó, y caminó hasta la mesada de la cocina que compartía con el biólogo de al lado, los apoyó ahí,  y  mientras llenaba la cafetera de agua antes de enchufarla y buscaba el tarro del café,  lo vió. Durante un segundo le pareció extraño  no haber reparado inmediatamente en él, porque claramente desentonaba con cualquier cosa que existiera ahí. Estaba apoyado sobre el monitor de la computadora, junto con las expensas del mes, era un sobre violeta, cuadrado, de papel grueso, dirigido a él, con su apellido mal escrito. Adentro, una tarjeta con rebuscadas letras en dorado, y el nombre que le llenó de golpe de aire helado los pulmones, y también enseguida el otro nombre, el de un hombre, y ya le faltó el aire que hacía un  segundo le sobraba, y ya no pudo seguir leyendo, y no supo cuándo, ni donde, ni a qué hora, ella se iba a casar.

Fue ahí entonces, les decía, que ocurrió el milagro: cuando se le acabó la esperanza, y no le quedó más  que salir al mundo a buscar, finalmente, lo que era suyo.

 

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