Estamos solos en un mar de gente, pensaba. Se paró en la vereda, medio día de un jueves, en el centro de su ciudad. Se sentó a un costado y miró cada uno de los rostros que pasaba, sin reconocerse en ninguno. Ella estaba a su lado.
De nada podía quejarse, tenía más de una mano que lo salvaría en momentos de desdicha, pero el vacío que le generaba saber que solo él se entendía, que solo él se conocía, lo agobiaba. Y ella no estaba interesada en entenderlo, simplemente estaba ahí, a su lado. Lo acompañaba en silencio.
¿Existía en el mundo esa otra mitad, la que tanta gente pasa su vida buscando sin hallar? Con el pasar de los años se había hecho amante de la soledad. Como alguien que padece esquizofrenia la veía en todas partes. Incluso la llamaba por su nombre. Ella lo acompañaba en sus mañanas, en sus tardes, en sus momentos de ocio y en sus placeres. Incluso entre amigos o amores estaba ella ahí, observándolo, jactándose de su presencia.
Ricardo la había aprendido amar, como se ama a un vicio, él sabía que era nociva y dañina, pero la amaba, era como una droga que no podía dejar. Aunque buscaba y buscaba alguien que acabase con ella, jamás aparecía. Cuerpos fantasmas pretendían llenar sus agujeros, tapando solo la superficie.
Soledad lo miraba con soberbia, ella sabía que Ricardo siempre iba volver a buscarla, así que a veces lo dejaba huir un poco, para luego volver a aparecer con más presencia que antes. O quizás era él el que volvía por ella. Ninguno de los dos lo supo jamás.
Aunque muchas veces pensó en matarla, nunca encontró la forma. Trató confundirla, de sorprenderla, de serle infiel. Cuando a veces, por fin creía haber acabado con ella, sólo abandonaba todo y una vez más la buscaba entre las hojas de su vida. Y Soledad, salvaje mujer, lo esperaba paciente. Esas oportunidades lo regañaba y le hacía ver que a su lado no iba a estar mejor, y él le daba toda la razón, porque ella la tenía.
Era verdad que Ricardo solo se sentía completo con ella, Soledad no lo asediaba, no le pedía explicaciones, no solicitaba razones ni motivos, carecía de consentimiento y siempre estaba a favor de él, ante cualquier decisión. Podía ser la mujer que él desease, aunque siempre rondaba por la misma configuración y, extrañamente, jamás supo de donde venía esa vaga figura que le atribuía.
Una noche, como tantas otras, se encontró desvelado y sin ganas de dormir. Se levantó de madrugada y decidió hacer eso que tanto adoraba, salir a caminar de noche por las calles de su barrio. Le fascinaba el ruido del silencio, la presión que se sentía de esas horas. Le encantaba pararse o sentarse en el medio de la calle y perder la vista sin encontrar a nadie. Era en esos momentos donde se sentía único.
Se puso su sobretodo gris y llamo a Soledad. A ella le encantaba acompañarlo. Se peinó y la volvió a llamar, pero no le respondió. Se extrañó de no verla en el espejo y de ver solo su rostro. Antes de salir de su casa la volvió a llamar, pero ella no apareció. Aunque su ausencia le extrañó, era normal que apareciese de pronto, solo que en esos días estaban más juntos de lo normal.
Emprendió su pacífica caminata, fumando y mirando hacia los costados para verla, esperando que el ruido de sus tacos lo apurase desde atrás pidiendo que lo espere. Se detuvo y dio un giro, creyendo que ella le estaba haciéndole una broma… pero no, no estaba ahí.
Siguió su paso y al doblar la esquina vio dos personas a lo lejos, venían caminando por la misma vereda en sentido contrario a él. Eran solo sombras hasta que las tuvo a pocos metros de distancia. Era Soledad, con otra mujer. Ricardo se quedó sorprendido por el parecido entre las dos. La otra mujer era idéntica a Soledad. Se quedó perplejo ante ellas.
– Ricardo, ella es mi amiga Verónica, Vero, él es mi amigo Ricardo.
Ricardo y Verónica se saludaron, simplemente se miraron y se reconocieron.
– Quedate con ella, es mi amiga de toda la vida, cuidala porque es mi única amiga – le dijo Soledad a Ricardo y antes de irse le susurró al oído – Ricar… me voy, sabes que estoy a la vuelta de todas las esquinas del mundo.
Era la primera vez que Soledad se marchaba por su cuenta. Ricardo y Verónica se fueron caminando juntos, charlando, como si toda la vida concluyese por fin en esa calle, en ese barrio, en esa noche, en ese mundo donde ya no era solo la soledad de Ricardo… ahora estaba Verónica.