Entre la maleza de sus pupilas, donde descansa el tigre, bajo la luna azul con ojos de terciopelo blanco. Ahí, en ese mismo lugar, está la sed, la suya. La ausencia absoluta de razón. Una carencia tan real como los lanzallamas de los insectos.
No se percata del tigre ni de la luna; ni siquiera sabe que tiene pupilas, sin embargo lo sospecha. Solo siente la sed de ser él mismo. Se mueve como un autómata. Se siente marioneta, sin saber lo que eso es. Conjetura los hilos. Incapaz de mirar hacia arriba, no puede ver a su marionetero, al gestor de la sed, el mutilador de su confianza. Se lo impide su cuello terco y el temor a enfrentar la mirada penetrante del hacedor de sus movimientos.
Entonces un día, o una noche, es lo mismo, la presencia del tigre en la maleza de sus pupilas lo inunda. Primero se confunde, se siente intimidado. Luego, muy lento, se le acerca y acaricia su gran cabeza y le limpia los colmillos llenos de carne y sangre de la última caza. Después mira a la luna azul con ojos de terciopelo blanco y se sorprende a sí mismo esperando el amanecer, con una sonrisa.
Él y el tigre, abrazados, pestañean desacostumbrados a la luz. El parto del sol. Por el contraluz descubre los hilos que lo manejan. Salen de sus articulaciones, de su carne, para imprimirle movimientos ajenos a sus deseos. Le pide al tigre uno de sus colmillos y comienza a cortar los hilos. Mientras lo hace no deja de mirar a los ojos a su marionetero, que está frustrado, sin cometido. Lo observa sin temor, con algo parecido a la lástima.
Los hilos explotan como supernovas. Se puede mover libre, sin órdenes. Puede ser como el tigre que estaba en sus pupilas.
Marea aparece. Una masa de agua sube clara y fresca. Lentamente los sumerge. Se hunden sin remedio en el líquido. Descubren que pueden respirar. Juntos bucean mientras la luna azul los mira complacida, escondida tras el sol.
Llegan a una playa dorada, en apariencia ignota pero tan conocida como sus propias manos. Con sus pies de niño holla la arena. Ya estuvo ahí, antes de ser una marioneta, antes de perder la confianza en sus propias convicciones, en su risa.
Corre junto al animal sobre la espuma de las olas con el sol de aliado. En la carrera sus carnes, pelaje, piel, venas, músculos, tendones y huesos se aúnan. Se vuelven un único ser. Se fusionan. Vuelve a ser él, a saberse un ser.
Se mira en el reflejo del mar y sonríe, pleno. Ha renacido, con la confianza de un tigre descansando entre la maleza bajo la luna azul con ojos de terciopelo blanco.