Sonreía sin sorpresa, convencida como yo de que un encuentro casual era lo menos casual en nuestras vidas.
«Rayuela» Julio Cortázar
Capítulo 3: El encuentro conmigo mismo.
La ruta 40 era eterna, el calor asfixiante y parecíamos estar solos en el planeta.
John estaba loco, completamente loco. A medida que avanzábamos en el viaje a Chile iba poniéndose cada vez más y más psicótico. Hablaba cosas sin sentido, decía que él era el presidente de Estados Unidos, luego amenazó con matarme, acusándome de que yo era un lengudo.
Le dije que se calmara y guardara fuerzas para llegar al archipiélago artificial de la OTAN. Al escuchar esto comenzó a reírse con carcajadas desequilibradas y me dijo que eran mentiras. No existía tal lugar, lo había inventado. La situación se está descontrolando.
Sopesé el escenario, John era un US marine, tenía la capacidad de romperme en varios pedazos antes de que yo pudiese levantar un dedo. Caminaba un par de pasos delante de mí, gesticulando y gritando que era el Rey de Texas. No me quedó otra opción.
Tomé una piedra grande y lo golpeé, sus sesos quedaron en el camino. Lo rematé en el piso, con más golpes dados con la roca. No dejaba de mirarme, aun muerto.
Caminé de vuelta para la ciudad de Mendoza, estaba agotado y perdido. El panorama era desalentador. Algo en la lejanía comenzó a acercarse.
Era una Ford F-100 desvencijada, de la cual no se podía adivinar cuál era su color original debajo del óxido. Venía por la ruta haciendo eses. Decidí no esconderme, ya todo me daba igual. En la caja trasera de la camioneta venían tres hombres, armados con escopetas, pistolas y armas blancas, en la cabina solamente estaba el conductor, quien tomaba del pico de una botella de Hesperidina. Se detuvieron a mi lado y con un movimiento de la mano uno de ellos me invitó a subir. El gesto me pareció amistoso. No lo dudé un segundo. ¿Qué podía perder?
Viajamos como podíamos. El conductor estaba cada vez más borracho, lo vi asomarse por la ventanilla para vomitar.
Estaba anocheciendo, sólo funcionaba una de las luces de la camioneta. Comenzó a divisarse una masa que obstruía la ruta, a medida que nos acercábamos se podía ver que era una horda de lengudos que avanzaba en sentido contrario. La F-100 aceleró, el ruido que hacía la carrocería era atronador, los que venían conmigo detrás comenzaron a reír. Empecé a gritarle al chofer que se detuviese. Chocamos contra los infectados a gran velocidad. Luego todo fue oscuridad.
Desperté de día. La suerte estaba de mi lado, sólo tenía rasguños y algún que otro moretón. Mis fugaces compañeros no corrieron la misma suerte. La Ford estaba dada vuelta a la vera del camino, el conductor ebrio y los otros tres hombres habían fallecido. El lugar estaba lleno de lengudos. Decidí quedarme quieto en el suelo, para esperar que llegara la noche.
Me escabullí entre las sombras, esquivando a los lengudos. Me dolía todo el cuerpo, sólo quería descansar, sabía que eso era imposible, pero lo deseaba como nada en el mundo.
Un lengudo se me acercó, sin querer lo había molestado en su letargo. No tenía ningún arma para defenderme. El tentáculo chasqueó en el aire, lo esquivé a duras penas. Sentí cómo cortaba el aire a escasos centímetros de mi garganta. En el suelo había una rama gruesa y de un metro de largo. La tomé y me dispuse a defenderme, no había lugar dónde escapar.
Otra vez el tentáculo pasó cerca de mi cuello, me asombré de mi velocidad para esquivarlo y contraatacar. Le propiné un soberbio garrotazo al lengudo que lo hizo caer al piso. Cuando lo tuve a merced comencé a golpearlo en la cabeza. El grueso apéndice me golpeó en el brazo izquierdo, que se desprendió de mi cuerpo. Me habían herido de gravedad. Seguí pegándole con el único brazo que me quedaba. Sentí que se quebraba el garrote.
El lengudo no se movía, había conseguido matarlo, logré lo que no se podía con armas de fuego.
La hemorragia era importante, sentía cómo se me iba yendo la vida, miré mi brazo amputado en el piso. Me pregunté si sería posible colocarlo en su lugar de vuelta. Lancé una carcajada ante la estúpida idea que había tenido. Me hice un torniquete con mi cinturón.
Me encontraba en la ruta, con una herida de gravedad, en medio de la noche y pleno Apocalipsis de la humanidad. Mi muerte era segura.
Estaba tirado mirando las estrellas. Eran millones, a pesar de estar moribundo no podía dejar de admirarlas. Una de ellas comenzó a titilar con mayor intensidad, se iba haciendo más y más grande. Su luz la componían todos los colores juntos, un arco iris que latía, que crecía hasta llenar todo el campo de mi visión. Pensé que si así era la muerte no era tan desagradable, era poética.
Se escuchó un zumbido, luego una suave brisa sacudió mi cuerpo. Me reincorporé, no sé cómo pude hacerlo, quedé sentado en el asfalto. En un segundo de lucidez me di cuenta de que no era una alucinación. Los resplandores que veía provenían de un disco que tendría unos treinta metros de diámetro y estaba a unos veinte metros arriba mio.
Era una especie de nave que lentamente aterrizó a un costado de la ruta, las luces se apagaron. Pude ver que era una especie de plato invertido hecho de un metal reluciente, no tenía escotillas ni alguna clase de puerta visible. Entonces bajó un ser, lo hizo levitando, sin la ayuda de una máquina. Era alto, su tez verdosa y sus facciones así como sus manos eran alargadas, vestía un mameluco plateado, pegado al cuerpo. Caminó hacía mí y se detuvo a un par de pasos. Se agachó y me miró con sus enormes ojos completamente negros, para mi sorpresa me dedicó una sonrisa. Me desmayé.
No dejaba de mirar mi nuevo brazo, era metálico, pero liviano y respondía de maravillas a las órdenes que le daba con mis pensamientos. Había despertado en un pequeño cubículo blanco, que contenía un camastro a duras penas. Se abrió una puerta y entró el ser que me salvó, intenté expresarle mi agradecimiento pero me detuvo con un severo movimiento de su mano. Me indicó con su cabeza que lo siguiera. Salí del lugar y me encontré en un domo que tenía sus paredes cubiertas de controles evidentemente digitales. Había una claraboya, me acerqué a ella, para ver qué había afuera. Vi a la Tierra en todo su esplendor. Creo que estábamos orbitando a Luna.
El ser se llamaba Jelo, o algo por el estilo. Se comunicaba telepáticamente conmigo. Me dijo que le había asombrado que yo hubiese matado a un lengudo con un garrote. Por ese hecho decidió que yo era apto para integrar el ejército que lucharía contra el flagelo de la Epidemia. Me describió que todo el Sistema Solar estaba en cuarentena. La única manera de erradicar a los lengudos era la de encontrar al contagiado cero, el primero que tuvo la enfermedad.
Jelo me dijo que, en una base de una luna de Saturno, un tal Helik estaba experimentado con una nueva arma biológica y en un descuido algo salió mal. Fue el primer lengudo y la infección avanzó por los planetas. No se sabe como escapó Helik a la Tierra. La teoría era que matándolo el virus se vería afectado a tal punto que se lograría la erradicación total.
Me alisté al ejército, con la promesa de Jelo que mis esfuerzos serían recompensados.
Estábamos en una nave nodriza. Éramos habitantes de todas partes del Sistema Solar, seres de Saturno, de Neptuno, de Júpiter, es increíble la cantidad de vida que existe en el espacio. A mí me tocó en un batallón conformado por terráqueos y habitantes de Mercurio, éstos eran unos entes pequeños, de no más de un metro de altura, pero con una terrible fuerza física, de una tez rojiza y una cara formada solamente por ojos..
Nos dieron una armadura y un rifle sónico, que disparaba ondas acústicas capaces de destruir lo que se pusiera adelante y nos mandaron sin entrenamiento a la Tierra. Viajábamos en naves de carga, hacinados, mal alimentados. Me pareció una mala idea haber aceptado ser soldado para combatir contra los lengudos, me di cuenta de que sólo éramos carne de cañón.
La zona en la que nos tocaba combatir era lo que antes había sido la provincia de Mendoza, me dio risa el giro del destino, volver a mi terruño en forma de guerrero espacial era algo desopilante.
La ciudad está destruida y plagada de hordas de lengudos, nuestra misión era la de matar a la mayor cantidad de ellos y si era posible encontrar a Helik. Teníamos una leve referencia de cómo era él, un ser de piel dorada y cabellos azules, con un tentáculo más grande que los del resto.
Tuvimos varias escaramuzas. Los mercurianos eran los más afectados en estas pequeñas batallas, ya que debían llevar un traje espacial para poder soportar la atmósfera de la Tierra, lo cual le restaba movilidad en las luchas. Cada vez éramos menos, caíamos bajos los ataques de los lengudos.
Una de las peleas fue más violenta que las anteriores, todos mis compañeros fueron muertos o convertidos en lengudos. Quedaba solamente yo. Me sentía traicionado, no teníamos entrenamiento ni las armas idóneas.
Entonces lo vi, era Helik que caminaba entre los lengudos.
Me fui directamente a atacarlo y lo tiré de un culatazo, Helik estaba derrotado. Yo sería el héroe que salvó al Sistema Solar, pero algo me detuvo. Me acerqué a él. Me miraba curioso, creo que pensaba porqué no acababa con todo de una vez por todas. Pero no pude hacerlo, no quería ser el culpable de la desaparición de una especie, por más predadora que fuese.
Vi a los lengudos y me parecieron hermosos, únicos. Eran dioses que provenían de la mutación, eran mejores que cualquier otra especie. En un segundo sublime tuve una epifanía, los lengudos eran la nueva raza. Entonces tomé un poco de su saliva y me la metí en mi boca.
Pasó lo que ya había visto en otros contagiados, convulsioné pero no sentí dolor, en cambio un placer inconmensurable. Cuando el tentáculo salió de mi boca entré en otra realidad, una existencia feliz, llena de fraternidad. Éramos todos en uno y uno en todos, éramos un ser superior dividido en millones de átomos. Por primera vez en mi vida fui feliz.
Los lengudos pronto dominaremos el Universo, es sólo cuestión de tiempo.
Odié el final
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