/Escuadrón Gorila

Escuadrón Gorila

El concepto de lo mejor es un resultado natural de la evolución misma.
La vida tiende naturalmente a perfeccionarse.
«El hombre mediocre» José Ingenieros

Francisco se rascaba el pecho, a pesar de la higiene obligatoria no se podía desprender de las pulgas. Las sentía caminar entre los pelos de su cuerpo. Se imaginó una ciudad de pulgas sobre él y no pudo aguantar una sonrisa por la imagen de pequeños coches, pequeños edificios, pequeños cigarrillos… una secuencia para pequeñas vidas, para pequeños cielos.

Francisco se preguntó si matar una pulga era romper las reglas. Una vida se respeta decían Los Mandamientos Brutales: Sólo se toma una vida cuando se es estrictamente necesario, cuando no queda otra opción. A Francisco le encantaba la lectura de Los Mandamientos Brutales, un pequeño libro que todos los simios humanizados tenían la obligación de leer y respetar. Los textos indicaban  cómo debían actuar bajo su nueva condición de seres pensantes. Intrínsecamente el libro tenía el concepto general, entre otras premisas, de que los monos humanizados eran inferiores al ser humano y por esa razón les debían una devoción total.

Quería acabar con la picazón que le ocasionaba el insecto deleznable. En un rápido movimiento de sus dedos regordetes lo tomó, lo observó por largo rato y lo dejó en el piso

-Pequeña vida, pequeño cielo- pensó. Se sintió bien al no matar a la pulga, en cierta manera lo hacía para borrar la sangre de sus recuerdos. Quería que la luz roja no se encendiera nunca más porque  significaba que tendría que llenarse las manos de dolor ajeno nuevamente.

Intentó concentrarse en el techo de recinto. No soportaba la presencia de los mandriles, siempre gritando, arrojándose su propia inmundicia y riendo como si hubiesen hecho la mejor broma. No aguantaba sus comentarios a medio armar, siempre le faltaban un par de palabras para completar las frases. Daba la impresión de que el humanizador funcionaba a medias con ellos.

Francisco tenía que compartir el lugar con los mandriles, uno de los humanos a cargo le dijo que necesitaba una presencia positiva para ellos y lo sacó del recinto de los gorilas y lo llevó con los odiosos mandriles. Francisco pensó en un momento discutir la orden del humano, pero recordó que Los Mandamientos Brutales mencionaban categóricamente que ningún simio debía desacatar órdenes de un humano, los textos era muy claros en ese aspecto

Se palpó la nuca y sintió alivio, ahí estaba el humanizador, que era un aparato que hacía que la barrera de la evolución fuese sorteada con un microchip. Le daba a los animales la posibilidad de razonar, no de una manera  compleja pero si lo suficientemente amplia como para poder entender nociones amplias, articular el habla y otras actividades que en la antigüedad sólo eran propiedad de los humanos. Por ejemplo le permitía a Francisco disfrutar de las artes (lloraba de emoción cuando escuchaba al Pagliaci y no podía dejar de sumergirse en las formas de Kandinski)

A Francisco los mandriles no le dejaban concentrarse en la lectura  de Los Mandamientos Brutales.  Una vez estuvo a punto de perder la paciencia con el líder de ellos, éste arrojó sus propios excrementos a otro, pero falló en su puntería y la inmundicia fue a dar justo sobre Francisco. Éste se levantó de un salto, dispuesto a golpear al agresor pero se contuvo en el último instante al recordar que Los Mandamientos Brutales hablaban de la fraternidad que debía existir entre los humanizados.

Sin pensarlo fue a quejarse con su superior, un hombre lánguido, de facciones marcadas y que miraba todo fijamente con sus ojos celestes acuosos. En un tono enfático Francisco le pidió ser trasladado con sus congéneres gorilas, ya que no soportaba más tener relación con los mandriles. El otro lo miró extrañado y anotó su nombre en un cuaderno.

Francisco supo que había cometido un grave error. Había osado discutirle a una persona humana, algo claramente prohibido. Sin esperar respuesta se fue, con la esperanza de que el humano olvidase esa infracción. Francisco guardaba  resquemor con esa situación, consideraba un privilegio poder hilvanar pensamientos y volver a ser un primate sin luces lo angustiaba.

La baliza roja comenzó a parpadear. Era la señal de que el Escuadrón Gorila tenía que actuar. Los mandriles siguieron con su paroxismo de tonterías, sin prestar atención a otra cosa. Francisco se dirigió a su casillero y se colocó su uniforme, una armadura de cuero negro. Tomó las armas que tenía permitido usar, una cachiporra de goma, un aerosol de gas pimienta y una pistola Taser. Recorrió el largo pasillo para llegar a los vehículos de transporte. Sus compañeros llegaron en silencio, ninguno le dirigió una palabra ni siquiera un saludo, Francisco no sabía a qué se debía esto pero sospechaba que era por su convivencia con los mandriles. Había notado que el hedor que éstos tenían se le había pegado a su pelaje, por más que se higienizara todo el tiempo no se podía desprender del olor. Sintió que le caminaba otra pulga bajo la incomodidad de su uniforme. Tuvo que resignarse a aguantar las picaduras. «Pequeña vida, pequeño cielo», pensó. No sabía qué significaba eso, pero no podía evitar el pensarlo.

Nunca le decían nada respecto de las misiones que tenían que hacer, sólo los llevaban y los hacían bajar en el sitio del conflicto. Un jefe humano les impartía las órdenes del caso. El planeta estaba colapsando y las ciudades eran fiel reflejo de ello. Todo el tiempo había manifestaciones en reclamo de trabajo, de dignidad, de igualdad de condiciones para una equidad en el trato. La labor del Escuadrón Gorila era hacer que se dispersaran. Al principio solamente se presentaban como fuerza disuasoria, sólo con la fiereza de su presencia, pero todo terminaba de la misma manera: en un estallido violento.

A los enormes gorilas no les era resistencia un grupo de humanos al borde de la desnutrición. Las contiendas duraban muy poco, bastaba que el Escuadrón Gorila avanzara dando bastonazos a diestra y siniestra para que la multitud rabiosa, pero vencida se dispersara.

Francisco nunca usaba toda su fuerza cuando daba golpes, una imagen le venía una y otra vez en sus sueños. En una ocasión un manifestante no se amedrentó por su presencia y tuvo el coraje de escupirlo en su cara, Francisco lo golpeó y sus sesos quedaron en su bastón. El recuerdo de los globos oculares de la persona estallando le hacían sentir algo que luego supo se llamaba arrepentimiento. Sus compañeros del Escuadrón no andaban con medias tintas, es más, sentían una especie de gozo al romper cabezas y huesos, saboreaban la sangre del ambiente y se regocijaban con el dolor.

Ese día no era diferente a los demás. Francisco al bajar del transporte se enfrentó a la turba que los abucheaba y les arrojaba cosas. Era un grupo no mayor a trescientas personas. Decían sus consignas a media voz, por la debilidad que les causaba  la falta de comida. Estaban pálidos, famélicos pero con un fuego en sus ojos que daba miedo, con las pupilas henchidas de odio, con los párpados siempre abiertos, para no perderse nada de la vida, aunque ésta fuese miserable y violenta.

Detrás del visor de su casco podía ver las caras de los humanos que protestaban. Entre la gente un rostro llamó su atención. Era el de una niña, no mayor a los doce años, de rizos castaños y un rostro plagado de pecas. Francisco inmediatamente sintió empatía por la muchacha, aunque no sabía que así se llamaba esa capacidad de sentir afecto por un desconocido. Francisco no podía sacar la vista de la pequeña humana. No supo por qué pero intuyó que se llamaba Esmeralda, con sus pecas, con su tez blanca, con su no sonrisa y sus ojos llenos de lo que parecía ser esperanza.

Recibieron la orden de avanzar y reprimir. Francisco sintió un vacío en el estómago. Intentó adelantarse al resto del Escuadrón y envolverla en sus brazos para protegerla. No pudo hacerlo.

En un segundo eléctrico vio como Esmeralda era golpeada con saña. Los ojos de la pequeña se pusieron blancos y su rostro se llenó de sangre y restos de masa encefálica. «Pequeña vida, pequeño cielo» pensó Francisco antes de dar un alarido, que en el clamor de la pelea no fue escuchado. Entonces le atizó un golpe al gorila más próximo, éste cayó muerto. Comenzó a luchar contra propios compañeros. Lo hacía por Esmeralda que yacía muerta en el suelo, pisoteada, olvidada.

Sus compañeros eran fuertes y estaban bien entrenados pero  Francisco no se dejó amedrentar. Luchó hasta que cayó bajo los golpes que le propinaban los otros. Se ensañaron con él y lo golpearon con sus porras durante un largo rato, hasta que quedaron agotados. Dejaron a Francisco agonizando y se alejaron. En el lugar sólo quedaron él y los cuerpos de los manifestantes muertos.

Entre estertores de sangre Francisco vio a Esmeralda. Ella sonreía al fin, su mirada era límpida, sus pecas brillaban como estrellas. En los albores de la muerte Francisco, el gorila, dejó de sentir dolor en sus huesos quebrados. La niña se le acercó y le susurró al oído: «Pequeña vida,  pequeño cielo…» Su voz era cantarina, casi que tenía olor a caramelo.

Entonces Francisco cerró los ojos y vio solamente luz.

***

Era obligatoria la autopsia en estos casos, para ver qué había salido mal. El veterinario enumeró las diferentes lesiones en el cadáver de Francisco y la causa de la muerte. Como último paso, para dar por terminada a la necropsia tenía que remover al humanizador de la nuca del gorila.

El hombre no dio crédito a lo que veía, el aparato nunca había funcionado, cuando fue instalado en el cuerpo del simio faltaron unos conectores en el cerebro para que funcionase correctamente.

***

Francisco corre por un campo verde, entre flores amarillas. En su ancha espalda lleva a Esmeralda, quien ríe ruidosamente. Los rulos de la niña caen sobre la cara de él. Entonces ella le dice al oído: «Tu vida no fue pequeña y nuestro cielo es enorme.»

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