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Esteban y los justos

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Lo veo cada tarde desde la ventana de mi oficina, los primeros meses no le presté atención, pero con el correr del tiempo empecé a esperarlo. Con intriga al principio, con curiosidad afectuosa después. Llega con exactitud quirúrgica cada día a las cuatro y media, se sienta en el cuarto banco de plaza, el que está frente a la puerta de la escuela, y espera leyendo un libro los primeros quince minutos de esa media hora de regalo, y los otros quince los disfruta respirando árboles, acariciando un ocasional perro callejero que se acerca a conversarle. Porque yo lo veo, y puedo jurar que Esteban (así se llama, se lo pregunté un día que no pude más y bajé para averiguarlo)  habla con los perros, y lo más increíble, los escucha.

Cuando la catedral dá cinco campanadas, salen los chicos de la escuela, frente a su banco, y del otro lado, del que no se ve por una fuente de agua rota y una glorieta abandonada, salen los chicos del colegio San Cristóbal, que se amontonan y se cuadran perfectos bajo la orden de un sacerdote gordo que traspira mucho, aún en agosto. Entonces Esteban se levanta, guarda el libro en el bolsillo interno de su saco cruzado, y se mezcla con los padres y adultos de este lado, los de la escuela, y nadie lo mira, nadie registra a ese señor canoso, que se abre paso entre madres  preguntonas y padres apurados, que miran para el otro lado, para el lado de donde llegan los chicos, los cuadernos, los gritos, los reclamos. Nadie lo registra, solo yo, desde mi ventana. Solo yo lo veo dejar de respirar, parado entre el tumulto de guardapolvos blancos, levantándose sobre las puntas de los zapatos cada vez que un padre alto se para enfrente suyo, para no perderse un segundo, un instante, un mínimo detalle de lo que ocurre del otro lado de la plaza, donde el cura empieza a tomar lista, y Esteban sabe, le lee los labios, cuando pronuncia su apellido, el de su bisabuelo que fue presidente de un país centroamericano, pero que importa ahora, si a Esteban le brillan los ojos cuando ve una mano chiquita levantarse sobre las cabezas doradas y dar el presente, y eso es lo único que existe en ese momento, en esa plaza, al lado de ese banco de madera, sobre el que lo empuja la marea del otro bando, el de los delantales blancos, y que a él no le importa. Nada le importará hasta que se  empiecen a desarmar las tranquilas filas azules, y a subir  ordenados a sus autos, a caminar hasta sus micros escolares que los esperan en la esquina, y hacia donde se aleja la dueña de esa manito, la del apellido de presidente, que un momento antes de subir por la escalera y estirar la mochila al chofer, girará sobre sí misma y tomada de la baranda como un mono de circo, le dedicará una acrobacia de jardín de infantes, achinará los ojos en una sonrisa de toda la cara, y le soplará un beso, para que atrape en el aire, y atrapará el que su abuelo le tire desde la otra punta de la fuente rota.

Entonces Esteban se guardará el beso en el mismo bolsillo del libro, y pidiendo perdón a la gente que atropella a su vuelta, desandará  el camino hasta la otra cuadra, acompasando de a poco el corazón desbocado a su tranco cansino, llegará al puesto de flores, donde la misma señora de siempre le venderá las mismas  rosas de todos los viernes para llevar a su mujer, que lo espera en casa con el té servido.

Un hombre que cultiva un jardín, como quería Voltaire.

El que agradece que en la tierra haya música.

El que descubre con placer una etimología.

Dos empleados que en un café del Sur juegan un silencioso ajedrez.

El ceramista que premedita un color y una forma.

Un tipógrafo que compone bien esta página, que tal vez no le agrada.

Una mujer y un hombre que leen los terceros finales de cierto canto.

El que acaricia un animal dormido.

El que justifica o quiere justificar un mal que le han hecho.

El que agradece que en la tierra haya Stevenson.

El que prefiere que los otros tengan razón.

Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo.

                                                      Los justos, Jorge Luis Borges. 

 

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