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Eterno Atardecer: «La vida es un baile»

No hablamos. Pasaron las horas de las promesas y sobrevivimos. Cuando el bullicio del conocerse se transforma en un sonido bajo el agua, le llegó el turno de despertar a los sentidos.

Cuando anticipamos lo que viene desde la mirada del otro, las palabras son la gula de lo que está explícito.

No hablamos. Ella se aferra a la noche para que no termine, para que no se escapen estos vestigios de paz que muestran sus gestos, para no caer en lo que la nostalgia carcome cuando la noche pasa y todo vuelve a ser lo que es.

No hablamos. Hay ojos que no soportan el falsete, hay ojos que defienden el color de su voz y entonan aun cerrados. Los suyos son un grito que pide libertad, la suya, la nuestra, la que no puedo ni quiero darme.

No hablamos. Escuchamos lo que se cuentan los amantes a nuestro alrededor, tentándonos. Cuando la tentación te cerca y te apuntala, no te exige que caigas, sino más bien, que te necesita.

No hablamos. Los dedos de su mano se confiesan uno a uno con los míos… El reconocimiento, es en planos distintos. La hora del ¨decir¨ fue el final del nivel anterior, o el anterior al anterior, quién sabe.

No hablamos. ¨Hay un incendio empezando en mi corazón, alcanzando su clímax…¨, no dice Adele y se siente arder. La media sonrisa de la Flaca, la delata escondiéndose en ese clímax, su hombro derecho se adelanta al izquierdo que no es menos y lo copia, y siguen ambos el ritmo de esa voz irreal, y se sacuden los prejuicios como hielos, en la coctelera de su abdomen, para preparar Veneno de Salmón. Yo camino para atrás, ¿esperando un trago…?

–Cantame… –me impera.

–No se cantar…

–¡Quiero que me cantés! –Me interrumpe.

Su pedido es un capricho, y en algo me gusta. Su boca muestra el fastidio de la nena que no para hasta conseguir lo que quiere. Eterno Atardecer, dice que la única manera de desobedecer al pedido de una mujer y salir ileso, es redoblando la apuesta.

–No te voy a cantar –le digo ajustando firmezas–, pero puedo bailar…

¨…Lo podríamos haber tenido todo¨, continúa Adele, invitando a estos dos pasos que doy, hasta sentir su perfume. ¡Que sea lo que Dios quiera!

–Cuando no seamos más que la historia de la noche, soñaras con el choque de los trenes que está por pasar… –escucha uno de sus aros colgantes.

Me interno sobre las hierbas que perfuman su pelo, y su brazo derecho se trepa por el mío hasta colgarse del cuello, para caer muerto contra mi espalda. Ella mira al piso, yo la huelo su perfume frutado buscando el fin de mis días, mientras nos movemos lado a lado. Pongo a salvo sus caderas, de una cintura que no resiste mas el peso y se contornea.

El olor del cuerpo es la manera que tiene la piel de avisarle al otro, de prevenirlo, que si avanza, puede tener problemas. Yo veo su alerta.

No hablamos nada. Por primera vez, en estos dos años, me siento con peligro de caer sobre la pilastra que construí para salvarme.

De frente, se interna en mi camisa y yo en su pelo descanso la vista, estimulo los sueños, sin dejar de movernos. Mis yemas leen la textura del vestido, el que se amarra con sus telas, sosteniendo mi vuelo insipiente. Nos movemos lento.

No hablamos nada, ¡pero hace rato que gritamos! Ella se aleja y me mira. Como diciendo: ¨mi hora, ha llegado¨.

Ella baila sola, yo la observo, la calco, ella gira con el estribillo en sus manos, tocando el cielo. Yo me rasco la frente, el cuello, acomodo el mentón que babea como un recién nacido, y me dejo llevar también. Adele repite, sin querer acabar…

La vida es un baile. El principio de un tema, que puede no tener fin.

Bailar sueltos, con las tantas burbujas que tomamos, y sin las riendas de la carrera que corrimos hasta acá, es la señal de que hace rato que no nos pertenecemos. Cuando dejamos de ser dueños de lo que queremos, las mentiras son ajenas y las acciones son genuinas, a los estímulos del sinceramiento.

No hablamos nada, bailamos para que el mundo termine, para dejar de lado las cicatrices del pasado… Recordamos que en la vida se baila mucho menos de lo que se debería, que lo que nos pasó en definitiva es lo que nos tiene ahora acá, redescubriéndonos, dándonos nuevas oportunidades. ¡Qué loco, que para negociar con el corazón los perdones propios, uno deba empezar hablando con el cuerpo!

En eso estamos.

Por fin entiendo el sentido de la noche y de tanto palabrerío. La Flaca está siendo libre, las cadenas de sus fracasos comienzan a romperse, desde la comunión con el perdón al que se somete. Por fin la entiendo… No deja de bailar sobre los baldosones negros opacos, a la luz de las pocas antorchas que nos regalan su silueta desnuda. Por fin la entiendo, por fin me entiendo.

Hacen siglos que no hablamos. Es una noche de volver a conocerse y para saberse confiable con uno mismo, no hay que hablar, hay que actuar.

La libertad, sobre todo la mía, depende de olvidar lo que había pasado, de creer a carne viva que se puede volver a empezar. Si, como me lo dijeron todos desde aquel día, pero el alma actúa en función de sus pruebas, y yo las estaba encontrando.

Necesito olvidar los rencores, esos que la mente no le perdona al corazón, cuando los fracasos ocurren. Olvidar las circunstancias que me han hecho envejecer demasiado estos últimos dos años, de los que no hablo.

Recuerdo la última vez que hice el amor, y cuánto me castigué por ello. ¡Como si el no hacerlo volvería el tiempo atrás!

Mis ojos se abren y la ven de espalda, bajando al infierno, agarrándose del pelo para salvarse, y para matarme. Mi saco cae sobre el sillón más cercano, y la corbata ya es parte del decorado de la barra.

Adele no deja de aullar, y nosotros somos la Laguna del Diamante, una noche de verano. Esos muslos que explotan como nueces, esos ojos que derraman miel… Tal vez el juicio terminó y si la cárcel me espera al regresar como en este último tiempo, al menos intenté de escapar. A partir de ahora, en mi vida, la libertad condicional debía ser una opción.

Su cuerpo se detiene en seco. Se petrifica. No hace foco y me traspasa. Me intento acercar y me frena con el índice sobre el pecho. Se pierde con la mirada a lo lejos. Intento encontrar su pelo con la mano y ella le da el abismo de un saque. Sigue sin mirarme.

Temo, ¡y no sé por qué carajo temo!

En el fin de sus ojos, donde termina la barra, hay un hombre sentado. Sirviéndose de las partes que más le gustan de la Flaca. Vuelvo a ella que traga unas cuantas lágrimas y otra vez a él, que la mira sin titubeos. Quedo en el medio de una balacera indescifrable.

–¿Nacho…? –Dice con la voz herida por el último disparo– ¿Qué hacés acá…?

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El Mendolotudo por el Mundo!