/Eterno Atardecer: «Me quiere, no me quiere»

Eterno Atardecer: «Me quiere, no me quiere»

El lugar resultó ser un pub como los iniciáticos de la vieja Alemania, donde la vedette no era el café, sino la cerveza. Estábamos distendidos, escarbadientes en mano, sacando las sobras que ocupaban el pasado en Soto. Noté que más que olvidar lo que le pasó, buscaba recordarlo pero con alguien, sentí que necesitaba compañía, solo eso. Tal vez extirparse un puñal anclado hacía rato, y no siempre se encuentra el momento, ni con quién.

Cuando acompañamos a un amigo, o a quien sea, confundimos muchas veces ayudar con aconsejar, y la verdad, no hay mejor consejo que el que se pide. Soto me pedía un oído interesado, solamente un testigo para la historia que no contaría jamás, y el mejor aporte para su causa era mi silencio.

Para hablar, el silencio es una buena opción.

Sotomayor llamó a la moza, canceló su café chico y mi goteado mediano, me miró increpante. ¨Con café se le charla a la Mañana, a la Noche se le confiesa con alcohol¨, me dijo. Este tipo era un gurú cuando quería.

–Esperame un toque que voy al baño, Rubén.

Soto era, como decía mi viejo, un bohemio, sí… Pero uno siglo veintiuno.

Mi viejo frecuentaba un cafetín, religiosamente, donde las confesiones sacaban números para el oído de los amigos, los bohemios, como los llamaba. El viejo no se reconocía uno de ellos, porque descreía de la noche. Decía que para ser un bohemio había que ser iluso, con tintes de fantasioso; porque la noche era, la esperanza de los que llegaban con la ilusión de que algo distinto ocurriría en ella…

¨Cuando el sol sale, nos damos cuenta de que para cambiar los días, no hay mejor momento que el día, a pesar de los engaños de la noche¨, decía siempre mi viejo.

Al parecer la gente del turno Joda empezaba a marcar tarjeta, y las mesas se poblaban. Mi lejanía con este horario me redactaba secretos que había olvidado, que quería volver a entender, a reencontrar. Era divertido ver a Soto explicándome todo lo que pasaba alrededor, como si fuese un marciano.

–Che… ¡Rubén!, vení que encontré una mesita adentro –me dijo, asomando el cogote desde la puerta de entrada.

¨Dónde están…¨, preguntaba la Pochi por mensajito de texto, y me acordé de la cena trunca, de la previa antes de ir, y de todos los rollos que uno se hace intentando vivir lo que aún no pasó. Las cosas habían resultado distintas, pero mejores. Alguien dijo por ahí que lo que sucede, conviene.

No pasaron ni cinco minutos de que nos sentamos, y otro más. ¨Te llegó el mensajito? Recién dejo a Luisa y no me quiero ir a casa. Estás con Adrián?¨  

La música estaba unos decibeles por encima de nuestros comentarios, y Soto estaba unos decibeles por encima de su alcoholemia, así que poco le importaría el dato. Un muchacho animaba desde un costado, los mozos venían juntando mesas y sillas desde el norte, y se nos acercaban como un tornado. Cuando la bola empieza a dibujar estrellas en el techo de un garito, en cualquier momento se arma, y la salida ¨tranqui¨ pasa a ser boleta.    

Soto movía el esqueleto sentado, lo que podía y cómo podía sobre la mesita redonda, las manos y los brazos al ritmo de las rumbas que sonaban. Su campera era parte del decorado, mientras estiraba la cabeza para atrás y adelante, con los golpes de la música, hacía deditos para arriba con los índices, y balbuceaba la letra sin la menor idea. La verdad, yo disfrutaba más que Él, de verlo así.

Dice Eterno, que ¨…cuando vamos creciendo, sofisticamos nuestras alegrías y comenzamos a creer en la Felicidad cuando la extrañamos, cuando la perdemos… Curiosamente, la Ausencia, nos hace creer más que la Presencia, porque es similar a lo que sucede con el Deseo y la Necesidad. Cuando uno más necesita de algo o alguien, más lo desea, y por el contrario cuando algo se nos hace innecesario, el deseo por ello disminuye. Cuando la Felicidad se vuelve moneda corriente, disminuye su oferta, para mejorar el precio del valor que le damos.¨

El tipo estaba cotizando en bolsa las acciones de su felicidad, y era hermoso verlo feliz.

–? Ai am wueeeitin for yor looov… ? –cantaba cuasi a los gritos, Soto–. ¡En cuanto pase el último nos enganchamos, viejo! –Me gritaba, ya sin criterios de cordura.

Cómo tenía que ser.

Sotomayor especulaba con un tren tracción a sangre que venía echando humo, y me sujetó tras un vagón con diez centímetros de tela, que hacían las veces de faldita.

–Agarrate fuerte porque nos vamos en picada, Cumpa.

Dimos un par de vueltas y lo perdí. Del otro lado, Sotomayor bailaba apoyado en la barra, hablaba con la cajera y saltaba al ritmo de la música mientras lo atendían. Desde allá me alentaba como un hincha colgado del parabalancha de su alegría. Hasta un grandote que apuntaba con una luz verde, a los que se pasaban de rosca, abrazó a Sotomayor.

– ¿Todo en orden?

–Sí, Soto, muy lindo lugar. ¿Lo conocías, sabías que se armaba baile?

–Mirá, antes tocaba la viola los miércoles acá, mientras la gente comía, o tomaba algo. Lo mejor que tiene es que encontrás gente de todo tipo, de todas las edades y colores, Hermano. Uhh…, mirá lo que está la bomba colorada aquella…

Sotomayor tenía un radar de la Nasa para descubrir mujeres, siempre decía que habían tres sonidos que hipnotizaban a un tipo: un champán destapándose, unos tacos al caminar, y la sonrisa de una mujer.

–Te puedo preguntar algo… –le dije, mientras gritaba ¨siguruchá, amauchá, siguru chá chá chá chá chá– ¿Qué te dijo la  Pochi por teléfono, para calmarte tanto?

Sotomayor sonrió para el mismo, y me negó la vista, rememorando quizás aquel momento.

–Seguime –me dijo, y nos sentamos en una banqueta pegada a la barra–. Cuando vos me pasaste, ella me dijo que había hablado con Luisa, que no podía creer lo que había pasado, la puta casualidad de habernos conocido así, y que me quedara tranquilo, que su situación era idéntica a la mía, pero hoy. ¡Ah!, y me tiró una frase de un libro que estaba leyendo. Eso me dejó pensando mucho, Loco.

Sotomayor se hizo silencio, mirando sin hacer foco para la entrada del barsito, pubsito, ya ni sé qué miércoles era ese lugar, en fin. Empecé a seguir la huella que dejaba su mirada que apuntaba, hasta llegar al objetivo. La Pochi estaba apenas adentro, como buscando, como buscándonos mejor dicho, como buscándolo a Sotomayor ¡mucho mejor dicho! Al parecer le había llegado mi mensaje, y la cara de liebre encandilada de Soto era para filmarla.

–Esperá… –le dije cuando intentó pararse–, decime la frase antes de irte.

Sotomayor me escuchó sin sacarle la vista, y me enfocó serio. Su recuerdo emocional hablaba con ambos: Con él y conmigo.

–Ella dijo que ¨Entender a las responsabilidades como compartidas, sirve para aclarar las cuentas y mantener la amistad con la autoestima, que es el motor de todo, absolutamente todo. Si fuera tan fácil hacerlo… ¿Quién se equivocaría, Adrián? Nunca dejes que te hagan ser lo que no querés ser. Sos una buena persona¨ –se hizo un espacio donde la volvió a ubicar– Sabés qué, Cumpa, yo soy un buen tipo, con errores, muchos, pero una buena persona y hace rato que vengo aclarando las cuentas conmigo.

Me dio un abrazo ligero, y se largo sin paracaídas a buscarla.

Cuentan los que saben, que el mundo es el vivero donde las ilusiones caen al piso, enjuiciadas por el sonido de un ¨me quiere, no me quiere…¨ Dice Eterno Atardecer, que ¨…el distanciamiento, es el silencio obligado que nos ayuda a pegar los pétalos, de aquella Margarita que anticipó el final.¨

Las manos de Sotomayor cargaban un cúmulo de deseos. Era el momento final del distanciamiento que los seducía a intercambiar sus pétalos, porque al amor no se le saca turno, porque el amor aparece cuando pestañamos. 

Recordé de dónde eran las palabras de la Pochi, y la noche cobraba valor para mí también. Si la vida es casualidad o causalidad, poco importa. Que los cabos sueltos sean tarea de los descreídos, de los que en vano prestan su tiempo para pensar cuando hay que disfrutar, que las lágrimas no son solo de dolor y que mañana se verá, ¡qué tanto!

Tal vez errado, veía en la noche la ilusión de un giro que esperé durante el atardecer, de historias para darnos sentido. El contacto visual con la chica de la barra y mi mano derecha entendían que iba a tomar otra cervecita, mientras recordaba la frase, el capítulo, y hasta la página de este libro que se desafiaba en sorprenderme, cada vez más. ¿Sabría la Pochi de quién era, Eterno Atardecer?

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