/Eterno atardecer: «Todos buscan, algunos encuentran.»

Eterno atardecer: «Todos buscan, algunos encuentran.»

Preferí no quedarme a almorzar en casa. Dejé los paquetes sobre la mesada de mármol de la cocina y sin respirar la realidad, salí a comer algo afuera. Cuando estoy nervioso se me abre el apetito. Bueno…, por todo se me abre el apetito.

Me encuentro en un restaurante bastante lindo, che. Es más tirando a medio pelo, pero no lo suficiente, como para dejar de ponerse una servilleta sobre las piernas, a la hora de comer. Vengo seguido por acá. Me deja el trole en la puerta, no saco el auto de la cochera y además preparan una sopa cabellito de ángel, con un caldo a base de verduras, que es la fuente de la felicidad.

Me pedí un Malbec tres cuartos, de Santa Claudia, y algo para ir picando. 

La idea atrevida con la que amanecí hoy, ha decidido acompañarme durante el día. Muchas veces es mejor dejar correr el agua y gastar las energías en dirigir su cauce, más que en detenerla. Así que mientras espero, leo un poco de un libro que llevo encima: ¨En cada rincón de su ciudad, hay alguna relación: gestándose, dando a luz, creciendo o, por qué no, en los compases finales. El eje, el amor.¨

Las letras me retumban, quizás susceptible por mi mañana; pero el alrededor se dibuja como la caricatura de este capítulo. Dos jóvenes cercanos a la puerta, se regalan la vida en las miradas, se descubren, desvelan el mapa de sus tesoros hasta los límites del histeriqueo, rozan sus pies bajo la mesa, se invitan y se rechazan solo para insistirse.

Más cerca, una pareja le hinca el diente a una parrillada con sus hijos adolescentes. Ríen cómplices por la tarea realizada, los frutos de aquel amor que hoy caminan solos. Saben que pronto deberán empezar, otra vez, juntos como al principio.

El chef que se demora coqueteando con la cajera y su cintillo de pocos kilómetros. Al tiempo que una moza le guiña su ojo perverso al cliente que siempre come solo, al mismo horario y en la misma mesa para dos. Seguro de ser atendido por ese metro setenta y cuatro centímetros, encargada de este sector, que taconea detrás de la ebullición de un escote artificial.

A ella…, a ella le encanta atenderlo. Ruega que los piropos y las propinas ahoguen tanta caballerosidad, y la descubra más allá de lo que no puede ocultarse bajo esa camisa blanca translúcida.

Laura, la moza, me trae un cacharrito con queso untable y pan, como para ir engañando la panza.

– Le voy a leer algo Laurita –ella asiente con una sonrisa–. “La desesperanza es el desierto que seca, uno a uno, los pétalos de su ilusión… –me escucha sin mirarme, acomodando la mesa, con el corazón en punto muerto, regulando–, no deje que le tiñan sus sueños bajo el gris de los imposibles, ya que solo lo es, lo que se anhela tibiamente.”

Ahora si me mira, como quien es descubierto robando y le muestran la filmación del afano. Yo debo darle paz, en carácter de urgente.

–No se preocupe niña, sus ganas de vivir arden en llamas.

La Lauritame entiende tan claramente como que no existe otra idea en su cabeza, más que la del cincuentón de la mesa seis.

Nos cuentan que la vida es el plato de mariscos que aparece en el menú del día, del cual los solitarios sentirán apenas su aroma, y del que se degusta a rabiar si se comparte con otro/s.

El aroma de esta mañana me recordó algunas pupilas que creía tener muertas, llenó de sabores olvidados mi paladar, me sonrojó y me erizó. La pude probar en su salsa de dudas, de intrigas, pero me quemé. Quizás deba soplar algo más de paciencia sobre esa cuchara, que se vuelve tan tentadora ante los ojos de su víctima.

¨Quiero enamorarme…¨, jaja… cómo pude pensar eso.

Al hablar de sentimientos, actuamos a partir de la necesidad como un acto reflejo, no hay medidas precautorias para ellas. No guardamos aire, por si nos falta en algún momento. No guardamos amor, por si en el futuro es carente, o si el invierno nos pegó fuerte. Guardamos dinero por las necesidades económicas; pero para el amorío de los escalofríos no hay plata suficiente.

Enamorarse es la necesidad por la que somos consientes que existen otras.

¨ ¿Qué tendría de malo?¨, me pregunto. No estoy ofendiendo a nadie. Solo he dejado llevar al instinto que como un camaleón, tantas veces se oculta bajo una necesidad.

¿Podríamos no respirar, si quisiésemos?, ¿no enamorarnos?

¨Los capullos del amor no tienen estaciones. Tan imprevisibles como una lluvia rosarina, nacen y nos descuajaringan los esquemas, hasta quedar empapados de esa necesidad, zambullidos en la vida. A partir de ahí vemos qué hacemos, antes nunca…¨

Cada párrafo que leo del libro me atrapa un poco más. ¿Cómo no me llegó treinta años antes?

¨…Antes solo somos testigos adormecidos del enamoramiento, quien asesina serialmente cualquier intento de escape.¨  

La sopa aparece. No me trajeron el queso, me cacho´ en die´.

–Nunca pude enamorarme de alguien, Don Rubén… –me dice mientras me sirve, con un mar silencioso en los ojos, que se pierden en la mesa de aquel señor de bigote–. Siempre pensé que el amor inexistente era lo peor que podía sentir; pero hoy lo prefiero antes que al amor no correspondido. La soledad del sentimiento es peor que la ausencia –culmina al irse.

El alba me despertó con esa sensación que aparece entre los días finales de la dulce soltería y el principio de ¨la¨ historia, el paso de la pluralidad a la individualidad. Momentos en los que detendríamos el tiempo en un retrato, para disfrutar lo idiotas que estamos.

Necesito ser más idiota.

No hay siquiera, una posible depositaria de tal idiotez. Jamás pensé en querer ser un idiota, y ¡no poder!

Todos buscan, algunos encuentran. Solo encuentran los que buscan. No solo necesitan los que buscan, pero siempre los que encuentran.

¿Hora de buscar…?

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