/Fue Foul: “La primera vez de muchas cosas”

Fue Foul: “La primera vez de muchas cosas”

¡Cómo cambia la mirada de uno cuando siente confianza! Las cuadras se me hacían monótonas desprovistas de los nervios que me daban la primera vez que fui hacia el galpón de Carmela. Ahora la mirada estaba puesta en mí, y eso cambiaba hasta el paisaje. Mágicamente habían cambiado hasta mis intereses, mis gustos. Mi paso no era rápido, pero tampoco era lento. Mis pisadas rítmicas y simples no tropezaban ni dudaban dónde andar. La seguridad que se adquiere cuando uno es dueño de sí mismo y ya no se mide en la aprobación de los demás es impactante.

Me detuve en la esquina y contemplé el galpón, ese templo bohemio donde una reina destronada esperaba… no sé. No sé que esperaba. La verdad que no me importaba, yo estaba descubriendo que no quería perder a Carmela, esa mina que de un cachetazo me había sacado uno de los mayores problemas de mi vida. Avancé hacia el galpón. Tampoco sabía qué quería de ella, no sé si era la mujer de mi vida, pero sabía que era la mina que hoy me gustaba, y eso era todo lo que necesitaba saber. Dos pasos antes de llegar la puerta se abrió. Carmela miraba una bolsa de género al tiempo que asomaba al umbral (*).

-¿Carmela?

Ella me miró. No hubo una expresión definida, claramente no era el mismo Marcos que acababa de basurear en la cocina. Me acerqué y la abracé. “Cómo me gustás, Carmela…”, fue lo único que pude decirle antes de hundir mi boca entre sus labios.  Al principio Carmela se mantuvo con sus brazos caídos, con la bolsa en la mano, pero al rato sus manos treparon por mi espalda y sentí la bolsa caer a mis pies. Giramos en un abrazo y la apoyé contra la pared del zaguán, de ese pasillo viejo, coloreado con perfumes de jazmín y cemento mojado. Mis manos la exploraron, sintieron su piel, su cuerpo, las redondeces, su figura, su tibieza. Ella giró, y giramos, y me puso contra la pared, y empezó a controlar las distancias, el hambre de mis labios, la presión constante de mi boca, y separó la cara y conectó sus ojos con los míos, y vi ese mechón de fuego pintarle la frente, y su sonrisa siempre estirada, y una mano suya bajó, y bajó más, y se me nublaron los ojos, y giré, sin saber por qué, inquieto, desbocado, interrumpiendo su mimo, giré y la volví a poner contra la pared, y volví a meterme dentro de su boca, y mis manos se eyectaron hacia sus curvas en busca de su sexo, y giró y me volvió a empujar contra la pared, y como picoteando empezó a clavarme besos que no alcanzaba a morder, y giré, y giró, y giré, y la luna ya no estaba cuando, recostado en el patio con Carmela, desnudos los dos, transpirados los dos, volví a abrir los ojos. 

Paredes azules y celestes enmarcaban el pedacito de cielo que nos abrigaba. No podía dejar de pensar en el cambio de la mirada con la que ahora observaba todo. Una mano de Carmela me agarró fuerte del pelo y acercó mi cabeza a la suya susurrándome en el oído: “Es la primera vez que me cogés”. Y soltó mi cabeza, y la suya rebotó una vez en mi hombro y quedó quieta y sedada. Mansa. Sí, era verdad. Era la primera vez. Era la primera vez de muchas cosas en mi vida. De pronto no estaba ni cansado. Una energía recorría mi cuerpo, tenía tanto que hacer, tantas cosas que acomodar en mi cabeza. Pero Carmela recostada sobre mí, y dormida, abandonada en la confianza, abrazándome, era algo que quería disfrutar un poco más. Me desperté con un rayo de sol en la cara, y una toalla tirada en la cintura.

-¿Linda noche, Marcos?

Gonzalo tomaba mate bajo el umbral de la puerta del galpón.

-¿Qué hora es?

-¿A quién carajo le importa? Hoy cuando los encontré la llamé a Fanta para que vea el espectáculo. Realmente era envidiable. Tenés sangre en el codo –dijo Gonzalo y se empezó a reír-, sos un hijo de puta.

No sé por qué no me molestó en lo más mínimo que Gonzalo hubiera visto desnuda a Carmela. Era como que ya sabía que el tipo lo manejaba con naturalidad, y creo que también por eso me quedé dormido en el patio. O tal vez… tal vez sentía que Gonzalo era más dueño de Carmela que yo. Pero justamente el día que yo tomo la iniciativa, que yo tomo lo que quiero, es cuando más seguro me sentía sobre los sentimientos. Gonzalo me acercó un mate, “no digas nada, odio hablar cuando me levanto así que tomate unos mates y hacé tu mañana nomás, solo que con Fanta nos cagamos de risa”, dijo y volvió a reírse. Solo agregó en un murmullo “sangre en el codo, qué hijo de puta…”, y se quedó apoyado en la jamba de la puerta. 

Yo lo miraba y pensaba. Estaba seguro que yo sentía que Gonzalo era más dueño de Carmela que yo. Pero ¿por qué? Sabía que entre ellos no había nada, era patente y se notaba. Sin embargo así lo sentía. En el tercer mate, ya más desvelado, empecé a entender que, antes del episodio con Carmela, yo era como un niño que miraba todo desde el permiso y la oportunidad, y ahora ya no era más un chico. Tal vez como una provocación, un gesto para mí mismo, me levanté en pelotas y me fui a la ducha en el mayor de los silencios. Ahora, ese patio, ese galpón, la cocina, también era mi lugar. Y no porque me dejaran, sino porque yo lo acababa de tomar por esa mañana. Mientras me duchaba empecé a pensar en qué hacer. Por dónde empezar a ordenar todo. Sentía que tenía muchas cosas sin resolver. Y al fin lo entendí. Igual que la vez anterior, algo se corrió en mi mente y ahí estaba todo claro. Nada, absolutamente nada es mío si yo no lo conquisté antes. Nada es mío si yo no lo conseguí. Con esa nueva manera de pensar comprendí que Carmela todavía no era mía, y no porque no la había conseguido, sino porque no quise. Y no quise porque tenía un asunto pendiente. Bueno, no uno, sino dos. Dos asuntos pendientes. 

Carmela había salido a hacer lo que había pretendido la noche anterior, ir a comprar comida, y Gonzalo se tomó unos mates más y se despidió. Tenía “un encargo” dijo, y sin explayarse más, se fue. Yo me metí en el galpón y me dejé llevar por mis pensamientos durante un largo rato, acabando el mate que había dejado Gonzalo, y fumándome uno que otro pucho. No eran pensamientos vanos. Cada rato en que me sumergía en mi mente, entendía nuevas cosas, y se me aclaraban las perspectivas de lo que sentía que tenía que hacer. Decidí hacer otro mate y antes de salir al patio me quedé duro. 

La primera imagen que tuve fue la de sus dos tetas redondas y brillantes rociadas con agua. Fanta estaba acostada en el patio, con su pelo desordenado en el piso y con sus cejas angulosas y su nariz perfecta desafiando de frente al mismísimo sol. Su cuerpo era perfectamente proporcionado, su cintura era tan delgada que, en una reacción comparativa, me tomé la muñeca con la mano. La espalda solo se apoyaba sobre los hombros porque su cola redonda hacía una parábola perfecta, un semi círculo de compás y escuadra solo corrompido por la pancita que se le formaba en su contacto con el piso, levantándole el abdomen en una lomita tan graciosa como irresistible. El triángulo negro de su cintura resaltaba unas gotas del rociado del agua haciéndolas brillar con el sol transformándolas en una nueva noche con estrellas. Sus muslos salían como chorros espesos hacia arriba donde sus rodillas se quebraban y dejaban bajar dos suaves pantorrillas finas y doradas por un sol que no se iba a ir nunca más. Yo no me podía mover. El aire se había retirado dejándome ahí, parado en el tiempo, mirando lo que ningún emperador romano, ningún tirano caribeño habría podido jamás: mirando a Fanta desnuda. 

Los ridículos códigos de aquel galpón, de esa pequeña sociedad aparte, no explicaban cómo podía resolver la situación de tener que ir a cebar mate cuando la rabiosa Afrodita tomaba sol desnuda. Mis piernas temblaron un poco, y un poco más. Mis pies no tenían ninguna intención de obedecer a mi mente que quería retirarse para mantener la paz en el lugar. Una mano de Fanta apareció desde el costado que yo no veía y sumergió sus dedos entre el vello de su cintura, y sentí el mate tiritar contra el termo. Ahí estuvo unos segundos hasta que los sacó y volvió a ser un mármol cincelado por el deseo de todos los hombres. En un rapto de integridad despegué mis pies del suelo y di tres pasos al costado donde se perdía del vano de la puerta la imagen de la belleza de todos los tiempos moldeada de carne y de miel. 

Ahí noté mis piernas temblando. Un instinto fortalecido se preguntaba repetidamente por qué no podía tirármele encima y conocer el paraíso de una vez por todas. Me faltaban respuestas claras. Otra vez sentí el tintineo del mate contra el termo y los separé avergonzado. Estaba temblando de calentura. Sin darme cuenta, ahogado en pensamientos opacos y tibios, aparecí otra vez en la puerta. El sol la manoseaba tanto que brillaba más que la pintura blanca de una de las paredes. Su cara siempre era perturbadora. Tal vez fue tanto calor, o la falta de aire, pero di un paso hacia la puerta y quedé a un paso del umbral, y a tres de Fanta. Otra vez su mano escondida apareció y manoseó sin reparos una de sus tetas. Mi espalda era de granito, los hombros duros estaban subidos hasta mis orejas. Uno de mis pies se despegó del piso para dar otro paso más.

-¿Qué estás haciendo?

Pegué un salto y giré. Carmela, con su bolsa del supermercado, me miraba desde la puerta del pasillo de la entrada. 

(Continuará…) 

(*) Dedicado al día de las sonrisas, de las noches lindas, de las miradas de cerca.

Fuente de la foto: http://belfiore.blogspot.com.ar/

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