/Fue Foul: “Millones de estrellas”

Fue Foul: “Millones de estrellas”

El martes que llegamos entramos las cosas, las pocas cosas que teníamos, y la casa seguía vacía. Ese mismo día compramos una cama, cosas para la cocina y una mesa. Íbamos a tener que ir copando la casa con el tiempo porque no teníamos un peso, pero el ropero ya estaba armado, la cama tenía sus sábanas blancas, su frazada, el espejo ya colgaba sobre la ausente cómoda que le pensaba regalar a Carmela, en el baño colgaban dos toallas, los jabones, el shampoo y otros frascos femeninos  se agolpaban al borde de la bañadera esperando el mes que viene para su estante, la cocina tenía algunas cosas, una sartén, una olla barata, unos cubiertos, seis vasos, lo indispensable para cocinar y comer, dos o tres cosas de limpieza envueltas en una rejilla adentro del balde, y nada más. El living vacío, otro cuarto de la casa, vacío, la entrada, la salida al jardín, el jardín… la casa estaba pelada. El 18 en la puerta.

El miércoles que tuve el día libre con permiso del laburo para instalarme, barrimos las hojas del jardín y encontramos, entre unos arbustos descuidados en una esquina, un pilar, como una columna rectangular baja de ladrillo visto donde habían puesto cuatro azulejos pintados con la imagen de San Francisco de Asís. Mientras Carmela le pasaba un trapo a la imagen me acordé de Amanda, del día que la vi en la iglesia, rezando frente a la imagen de San Francisco, y me di cuenta de que nunca le conté a Carmela sobre cómo fue que llegué a ella. Nunca le conté de las visiones de Amanda, ni que estaba en ese restaurante mirando a la Tere, a punto de ir a romperle la boca de un beso… El único nexo entre Carmela y yo antes de conocernos fue Amanda. No habría sido posible conocerla de otro modo. Ella habría seguido en General Tomé, yo habría buscado otro laburo, habría seguido en mi departamento… Amanda. Pasando un trapo con lavandina sobre las manchas de humedad en la pared sur de la casa empecé a sentir una sensación desagradable pensando en que nosotros podríamos haber forzado al destino nuestro encuentro. Tal vez no debimos nunca habernos conocido. ¿Quién es Amanda? ¿A quién le di entrada sobre mi destino?

Pero en realidad la vida son decisiones. Yo quise hacerle caso a Amanda. Yo opté, y fui a General Tomé, o mejor dicho, a cualquier parte, y ahí estaba ella. Y sea como sea que llegué hasta ahí, yo llegué hasta ahí, y punto. Al tiempo que le pasaba los plafones amarillentos del cielorraso de la cocina, Carmela los limpiaba en la pileta. La tarde llegó con un color amarillo, ocre, anaranjado, luego sombras diurnas, y después apareció el frío y prendí el calefactor del living que era enorme. No me di cuenta del detalle. Era enorme. Tal vez no nos iba a alcanzar con una sola frazada cuando pegase el otoño. El sol se fue pero aún quedaba la estela de su partida, esa luz oscura sin sol que se va muriendo, y Carmela descorchó un vinito barato que compramos para comer con un poco de fiambre y pan esa noche, y festejar relajados la llegada a la casa, ya que la primera noche caímos rendidos en la cama sin comer, agotados de tantas emociones juntas.

Cuando no hay rutinas las horas no tienen autoridad, y no sé a qué hora fue que ya estábamos desnudos y abrazados en el living, sobre una lona suelta, ni en qué momento fumábamos abrazados en el jardín cubiertos por la frazada de la cama, ni tampoco a qué hora nos quedamos definitivamente quietos entre las sábanas deshechas de la cama, pero a la mañana me costó mucho levantarme. La mañana helada se me clavó en los huesos hasta que salió agua caliente de la ducha y resucité. No la quise despertar a Carmela, seguro que nos habíamos acostado tarde, así que me tomé mis mates, le di un beso que ni acusó recibo, y me fui a la oficina. Cuando llegué al mediodía Carmela no estaba.

Como no vi nada de comer preparado, quise darle una sorpresa y busqué el arroz, el caldo… pero Carmela no tenía plata. Apenas veinte pesos que le dejé por cualquier necesidad. ¿A dónde había ido? Marqué su celular, uno que compramos ayer ya que yo tenía el de la oficina, pero sonó en el dormitorio. Todavía no me asustaba porque me parecía lógico que hubiera querido salir a dar una vuelta, recorrer un poco. Pero ningún aviso, ninguna nota… Preparé un arroz con crema y le dejé bastante en la heladera para cuando llegara. Distraído volví a llamar a su celular que volvió a sonar en su cuarto. A las tres de la tarde salí para la oficina. Sí me preocupé cuando al llegar a las ocho seguía el arroz en la heladera, su celular en el cuarto y ninguna noticia de ella. Salí a la calle. Un jueves a la noche en el pueblo es como un cementerio. Con el auto empecé a recorrer las esquinas, las cuadras, las calles aún desconocidas para mí. Empecé a preguntar en algún quiosco sobre lugares públicos, restaurantes, bares, miradores, plazas. Después ya empecé a preguntar si no habían visto a una mujer pelirroja, medio petisa, de sonrisa fuerte, de caminar decidido… de manos de ángel, de mirada de remanso, de voz de lluvia… la extrañaba muchísimo.

Por indicaciones, por tomar mal algunas calles, por seguir senderos que no van a ninguna parte, y por las dudas, aparecí en un puentecito sobre un camino de tierra y ahí la encontré. Estaba parada mirando las estrellas nadar en el agua serena del arroyo. Dejé el auto con las luces iluminándola y, como un flash de una máquina de fotos que ennegrece el fondo y la resalta descolorida a ella, me esperó llegar con una sonrisa y dos ojos enrojecidos de mucho llorar.

-Es muy lindo este lugar, Marcos –dijo sin dar ninguna explicación.

-¡Carmela, te busqué por todos lados!

Ella volvió la mirada al agua. Si yo ya sabía todo, ¿para qué enojarme?

-¿Qué hacías?

-Nada. Miraba el arroyo.

-¿Me querés contar qué te pasó?

Carmela me miró con una sonrisa real, desfigurada en una cara deshecha de mucho llanto.

-Nada, necesito adaptarme a esta nueva vida. Me da mucho miedo, pero no quiero que te canses de mí, Marcos. No quiero que te hartes de verme llorar.

-Carmela, yo sé que te va a costar, y te voy a dar el espacio que necesitás, pero debiste haberme dejado una nota, algo para que yo no me volviera loco pensando que te pasó algo. Te encuentro sola, acá, en plena noche, en este puente de madera podrida que se puede deshacer a tus pies…

-No, Marcos –y rompió en una risa opaca de mocos y saliva, una risa fuerte, divertida-, ¡no sabés nada del campo! ¿Ves las hendiduras de la superficie de la madera? ¿Ves que son surcos gruesos y que no alcanzan un centímetro? Así se lava la madera dura con las lluvias. Este puente es macizo, Marcos…

Y mientras me explicaba del puente la vi más cómoda de lo que imaginaba. Estaba más en su lugar que yo. La vi segura, por eso no tenía miedo de estar a la noche en ese lugar oscuro, en ese camino negro.

-Conozco los ruidos de la noche, sé qué hacer si alguien viene.

-Y ¿qué hiciste durante todo el día?

-¡Ah, tengo que mostrarte algo! ¡Vamos con el auto!

Me sorprendió lo ubicada que estaba Carmela. “Doblá por acá”, “acá andá despacio que hay pozos grandes”, “guarda con la lomada”, iba indicándome mientras el Renault iba descubriendo fragmentos breves del camino de tierra de entre la gula de una noche cerrada que deglutía cualquier imagen fuera de la luz del auto. “Es acá”, dijo. “Subí un poco más, un poco más…”

Frené exactamente arriba de las vías de un ferrocarril que, en lugar de un terraplén, parecía ser una lomada más del camino. “Hay un cartel más atrás, la equis de chapa, pero no la viste”, me aseguró Carmela. Los árboles que se adivinaban en una silueta negra se abrían y el cielo, esa noche cerrada, ya no era tan cerrada. Un azul más claro se abría inmenso sobre nuestras cabezas y millones de estrellas colgaban sobre nosotros. Al rato mis ojos se acostumbraron a la oscuridad y pude ver con mejor definición las banquinas, el cartel que me decía Carmela, el camino hundirse en la negrura de los árboles, el terraplén de las vías…

-Carmela, voy a sacar el auto de las vías porque puede venir el tren.

-Marcos, estas vías están muertas. No pasa el tren por acá. Mirá –y me señaló con el pié las vías perderse adentro de la tierra y salir por el otro extremo-. Cuando los trenes funcionan las vías están desnudas, cuando no pasan se van quedando enterradas.

-¿Te gustaba General Tomé? –le pregunté; me parecía que de alguna manera Carmela estaba evocando la ciudad, siempre despreciada por ella, de su vida.

-Tenía cosas lindas. Es un pueblo como tantos… Los pueblos tienen cosas lindas. Los pueblos tienen esto, Marcos –y levantó sus brazos intentando abarcar el manto de estrellas.

Miré para arriba. Era impresionante ese cielo. Hacía frío, pero no me quería ir. Dando vueltas, volviendo a mirar todo con los ojos acostumbrados, vi algo grande al costado del cruce del paso nivel. No distinguía qué era.

-¿Qué es eso?

-Un tanque de agua. Es raro porque tiene más forma de silo que de tanque de agua…

-Y ¿cómo sabés que es un tanque de agua?

-Porque pierde y deja un rastro de agua del otro lado del terraplén.

Crucé las vías y vi el charco, como un río chiquito en miniatura que corría lento pero vistosamente de un lado al otro del camino. Las estrellas se hamacaban en su reflejo delgado, y su forma se agrandaba o achicaba con las huellas de los neumáticos esculpidas en la tierra. Ya veía con mucha más claridad, pero al mismo tiempo el frío empezaba a dolerme.

-¿Vamos, Carmela?

-Vamos –dijo, y entrando en el auto preguntó- ¿podríamos venir mañana a la noche, no? Traemos un vinito, una picadita…

El viernes a la noche llegamos no muy tarde al terraplén. Era un lugar más bien alejado del pueblo por unos escasos cinco kilómetros, pero lo suficiente para que pareciera deshabitado. Carmela había estado todo el día hablando de la noche en las vías, y se encontraba dichosa cuando nos sentamos en la tierra del camino. Hablamos de las cosas del día, de los sueños incumplidos, nos emocionamos, nos reímos e hicimos el amor de manera torpe y graciosa. “Ya le vamos a tomar la mano”, dijo feliz. Y yo también estaba feliz. Acabábamos de encontrar un refugio fuera de nuestra casa, que ya era un refugio. Era como que Carmela necesitaba volver a la soledad para ir aceptando poco a poco una vida social y compartida. Una vida donde se puede creer en los demás, en donde nadie se burla de nadie, y donde lo marginal es lo que le pasa a otros.

-Mañana voy a comprar carne y hacemos un asadito, ¿te parece?

-¡Carmela, pero esto es el camino! Pasan camiones y autos por acá. ¿No querés que lo hagamos en casa?

-No, Marcos. Los autos pasan durante el día. Este camino va a una balanza de hacienda. A la noche es nuestro.

Con cuidado bajé del terraplén como yendo a la balanza de animales, di la vuelta y volví a cruzarlo. Empecé a tener curiosidad por esa balanza de la que hablaba Carmela. El pueblo empezaba a ser más grande de lo que abarcaban sus calles. Y acelerando con cuidado por el camino de tierra, por el pedacito de camino que le robaban las luces a la noche, volvimos.

(Continuará…)

También podes leer:
Fue Foul: “Tenías razón”