/Fue Foul: “Qué poca fe que te tengo, Marcos”

Fue Foul: “Qué poca fe que te tengo, Marcos”

Su remera amarilla tirada a metros de mis ojos ensombrecida por la ventana del fondo del galpón se veía como ocre. Con mi cara acostada en el piso la miraba como una sierra lejana, un paisaje nativo de un territorio surrealista. El piso de cemento alisado brillaba. “Está limpio”, pensé. “Limpian…”. Giré mi cabeza y levanté un poco el torso apoyándome en mis codos y la miré a Carmela. Hubiera jurado que dormía, pero estaba de pie, apoyada en el marco de la puerta, desnuda, mirando el patio aún desconocido para mí. Era linda. Me gustaba ese físico medio flacucho. Su cuerpo era lo que podía ser. No había ostentación en su silueta, en sus movimientos, y sin embargo derramaba femineidad en cada gesto, en cada cosa… incluso quieta, así, apoyada en el marco de la puerta, quebrada su cintura, marcando un hueso raro de la cadera… Pienso que cualquier otra mujer tendría complejos con ese cuerpo. Si bien no era raquítica, sus huesos se hacían notar. No era para nada raquítica, tenía carne, tenía sus curvas, su cadera llevaba orgullosa sus cien mil millones de chocolates que habría devorado sin ninguna preocupación en su vida. Pero era flaca. Esas mujeres que son flacas siempre. Y su cadera no era grande. Era rara. Era… bueno, me calentaba tanto… 

Dos o tres moscas importantes nos regalaban “El adagio de las tardes muertas” sin molestarnos, probablemente en alguna ventana del galpón. Hacía mucho tiempo que no me sentía tan bien. Me sentía liviano, fresco, erotizado, tranquilo, despierto, vivo. Carmela no se movía. Nubecitas grises salían de su cabeza y también tuve ganas de fumar, pero no me iba a mover. No quería que nada se mueva, que nada quiebre ese estado de tanta paz. Se movió. Carmela separó su cadera del marco y su culo volvió a ser lo único que me interesaba en ese momento. Lo conocía, era suave, redondo, blancuzco. Esa cola sola podía explicar lo que treinta tomos sobre la desnudez estando así, quieto, encima de esos muslos, de esas piernas toscas que me gustaban tanto.  

Al fin se dio vuelta. Su pelo era sangre revuelta. Estaba más rojo que nunca. Parecían trazos  libres de acrílico sobre el bastidor de una tarde perfecta. Sus ojos me vieron y los pómulos los aplastaron hasta que fueron dos rayitas negras sobre médanos de pecas. Su sonrisa era redentora. Era como amanecer de nuevo, sin culpas. Su mano izquierda sostenía el codo derecho para que el cigarrillo de su mano siempre estuviese ahí, cerca de la pulpa de sus labios. Sus pechos estaban enmarcados por sus brazos, y se aplastaban chiquitos y redondos. Pálidos. Su figura era continua, de curvas suaves, no muy pronunciadas, hasta su cadera, donde se agrandaban un poco más de lo que el códex tácito de las figuras perfectas lo requería. Allí, un triangulo importante de un colorado gastado señalaba, como en una flecha, donde latía imparable su corazón rabioso. Después sus piernas siempre se veían bien, como cintas al viento que como las deje la brisa se ven lindas. 

Empezó a caminar hacia mí. Sonreí. Carmela era la inercia obligatoria de una bolita en una barranca. Hacía lo que era evidente que haría. No había dos lecturas en ella. Y puede parecer una obviedad, pero hay que tener coraje para dejarse caer por una barranca, y hay que sentirse muy seguro para hacer sin dudar lo que se siente. Tal vez por eso sus piernas
pisaban donde había que pisar, y su andar era todo convicción. Llegó, puso una rodilla a cada lado de mi cintura, y se sentó encima mío. “La Mujer Encima”, dijo. A pesar de que le correspondí el comentario con una mirada supo que no sabía de lo que hablaba. “Es una de las posturas del Kamasutra. La Mujer Encima”. Fumaba. Hizo una mueca y sonrió rabiosamente cuando sintió debajo de ella que empezaba a excitarme otra vez. Carmela era un imán para mí. La tarde se desperezó y una brisa, de pronto, irrumpió entre nosotros y me corrió el flequillo, y a Carmela… a Carmela le levantó su pelo duro, su pelo blando, su rojo sangre, sus rayos de vida de la cabeza y se los revolvió, se los corrió para un lado, para otro, y los dejó sobre su cara. Todo en Carmela estaba empapado de sexo, transpirado de sexo, perfumado de sexo.  Escuché un ruido cerca del pasillo de la puerta de entrada. Miré y enseguida apareció un tipo que nos miró como al pasar y se puso a acomodar unas tablas en un rincón. Yo me puse duro e intenté levantarme enseguida, pero Carmela reaccionó como si un zorzal se hubiese parado en la ventana. Al verme mirando al tipo giró la cabeza y volvió a mirarme otra vez. “Es Gonzalo”, me dijo. Y se volvió al tipo.

-¿Qué buscás, Gon?

-Tengo unas tablas –dijo Gonzalo sin mirarnos nunca- que pongo en el elástico de la cama pero no las encuentro. Deben estar en el cuarto de Fanta.

Y así como llegó, dio la vuelta sin mirarnos y se fue.

-¿Y esto? –pregunté asombrado por lo bizarro de la situación.

-Gon vive acá también. Acá vivimos Sandra, Fanta, Gon y yo. Y ahora vos.

Y mientras hablaba se paró y se puso el pantalón sin la bombacha, que estaba tirada cerca de la puerta, y la remera sin el corpiño, que estaba… no sé dónde estaba, y enfiló para el pasillo de la puerta de entrada al galpón.

-Dale, vení que te muestro los cuartos.

Hice lo mismo. Aprendí a ponerme el jean sin el calzoncillo, e ir tras de ella, y me sentí más ligero todavía. No por no tener el calzoncillo, sino por “taparme” lo indispensable y salir. Moverme. El pudor, cuando reina el respeto, es pura burocracia, y viendo la actitud de Gonzalo entendí enseguida cómo eran las cosas ahí. Carmela me llevó por el pasillo y fue mostrándome uno a uno los cuatro cuartos. No había un quinto cuarto.

-Che, ¿en qué parte del galpón puedo instalarme?

-Boludo, vos dormís conmigo.

Era evidente. Lo evidente para mí eran las formas. Pero “entender” no es “hacer carne” algo.

-Carmela, ¿todos andan en bolas por acá? Te lo pregunto porque Gonzalo ni nos miró cuando entró, y estábamos en bolas…

-Acá no hay espacio para la intimidad, así que las cortinas las ponemos nosotros. Nadie mira donde no tiene que mirar. Y punto. No es una norma compleja. Y te aviso una cosa, si te llego a agarrar mirándola a Fanta, te rajo de una patada de acá, ¿me entendiste?

No pude evitar sonreír. Pucha, ¡qué lindo le quedan a las mujeres esas amenazas!

-¿Quién es Fanta?

-Fanta es mi amiga, la que nos invitó a Sandra y a mí a quedarnos acá. Ella también es de General Tomé, pero se vino para acá antes. Se vino con sus viejos, pero el padre se agarró SIDA con una mina que salía, murió, contagió a la madre… un quilombo. Fanta un día estaba viviendo en cualquier parte, se enganchó con Gon y consiguieron este lugar. Y después caí yo.

-Pero ¿Gonzalo y Fanta duermen en cuartos separados?

Carmela me miró, no contestó enseguida, y me miró seria. No le gustó la pregunta.

-Ellos estaban primero y se quedaron con dos cuartos. Donde duerman ellos es un tema de ellos, me parece, ¿no?

-Sí, perdoname. Es que estoy un poco perdido, pero ya me voy a acomodar, Carmela.

-Yo sé que sos un poco pelotudo. Espero que no me decepciones y seas un auténtico forro.

No se rió, no era un mensaje. Era la verdad. Carmela no tenía dos lecturas.

-Vamos a la cocina, así te muestro cómo son las cosas acá.

Volvimos a entrar al galpón y salimos al patio. Era un rectángulo no muy grande y destruido, con algunas baldosas aún en su lugar de origen, pero limpio, sin escombros, sin polvio a pesar de ser casi todo cemento y ladrillo sin revoque. Entramos a otro pasillo ciego y oscuro que desembocó en un cuarto más amplio y, aunque tenía una ventana, no había mucha luz. Yo sentía el agua correr. “¿Sandra?”, preguntó Carmela, y de un rincón que parecía ser como la entrada a otro pasillo salió una mujer desnuda. Tenía una figura impresionante, su cadera, su cintura, sus tetas, sus hombros, sus brazos, todo era proporcionado, terso, justo. Sus piernas, sus manos…  La cara, empapada, dejaba ver sus pestañas enormes, sus ojos claros, el pelo hasta casi la cintura, sus labios… La figura completa era una obra de arte.

-No, Fanta –contestó, y sin inmutarse, y de pie, desnuda como estaba, continuó-. ¿Y este?

Carmela me miró y, automáticamente, miré para el costado.

-Este es Marcos, va a vivir con nosotros. Metete que le voy a mostrar la cocina.

-¿Y el besuquero? –preguntó Fanta desde la ducha-. Arrugó al final, ¿no?

Carmela me miró y se rió. Fanta siguió.

-Zafaste de un pelotudo más, Camel.

-Fanta, este es el besuquero.

La ducha se cerró y al ratito salió Fanta enfundada en una toalla. Se me acercó, Carmela prendió una luz.

-Qué poca fe que te tengo, Marcos –me dijo sin piedad ni temor alguno-. ¿Tiene laburo?

-No –contestó Carmela.

-O sea que hay que inventarlo…

Carmela me miró y sonrió.

-Sí, hay que inventarlo. Pero tiene pasta, Fanta. Te puedo asegurar que tiene pasta…

-A simple vista no parece.

-Perdón –interrumpí-, ¿de qué me quieren inventar?

Fanta murmuró algo y salió por el pasillo hacia el galpón. La miré a Carmela.

-Mirá, querido, acá todo está muy lindo, pero hay que comer, y eso se hace con guita.

-Sí, dame un tiempo que yo voy a conseguir un…

-No, Macos. No hay un tiempo para ver si vos conseguís algo o no. Te vamos a formar para que traigas algo. Después, si conseguís otra cosa, muy bien. Pero vos vas a colaborar con la casa apenas te formemos. Los sueños, en esta casa, son las cosas que hacemos, no que pensamos. Y vos estás pensando. Pensando en que vas a conseguir, en que vas, que vas, que vas… -y arrancó una risa de su garganta-

-Y ¿de qué me quieren formar, Carmela?

-De encantador de mujeres, Marcos.

Y antes de que se ría Carmela escuché en el patio la carcajada de Fanta, que se apagó enseguida en la inmensidad del galpón. 

(Continuará…)

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