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Fulanos de Tal: El mismo idioma

Para justificar un acto con palabras,

antes debiéramos conocer el peligro de nuestras acciones.

Solo así escribiremos con el corazón

lo que no pueda borrar la mente…

Lo que en verdad sentimos.

Cuando todo esto ocurra, el silencio será interno

y la tranquilidad, la conciencia de paz y libertad.

–  Francisca Blanca. ¨Mis memorias¨ –

Pasada la media noche, luego del postre, Tino se dispuso a levantar los vasos, platos y cubiertos que aún deambulaban sobre la mesa. En un balde de lata preparó el desengrasante tal cual le habían enseñado y dejó caer de a una las piezas en su interior para despegar la mugre. Le gustaba observar unos instantes el rechazo evidente entre el aceite y el agua, y no pudo evitar sonreír al compararlo con la relación que con Felicitas tenían. Limpió la mesa de madera rectangular con un trapo de tela mojado y, cargándose de migas la palma, se las pasó por entre las rejas de la jaula a la cata Aurora.

Durante la cena la abuela Francisca le había insistido con el tema de la edad, con que sus nueve años marcaban la etapa para comenzar con sus escritos y todo aquello que sabía algún día le llegaría; pero así y todo le resultaba un gran rollo. Esta vez la señora había sido más insistente que las anteriores con el asunto. Llegó el momento de conversar con el Alma…, fue lo último que le dijo la abuela antes de retirarse a su cuarto.

Al parecer Tino iba cayendo en la cuenta de que ciertas situaciones se empeoran si uno las posterga indefinidamente; de que a veces es mejor patear el tablero para empezar a ordenarse y que para pedir, antes debía dar. Mientras más conciencia tuviera de ello más cerca estaría de sus anhelos; quizás porque al reconocerse uno puede cada tanto saltarse un casillero en el juego del crecer.

Sus argumentos para evitar lo inevitable estaban por rendirse y sin otro remedio, se dejó convencer…, al menos en la mente. ¿Por qué no probar?, pensó.

Percibiendo un ápice de coraje, sin convicción; pero coraje al fin, se sentó decidido en una de las banquetas de mimbre de su habitación y como quien prueba la temperatura de la tina, mojó su pluma en el tintero para arrancar. Algo debía salirle de la sien, así que ensayó lo primero que se le vino a la mente y… nada. Nada. Eso fue: nada.

Un poco frustrado, despotricó e insistió con que aún no era su momento para empezar con las letras y se tranquilizó. Aprovechando que se había parado, enfiló hacia el baño a dibujar círculos sobre el retrete sin dejar de pensar en lo que había intentado hacer: escribir. El pequeño Tino tenía orgullo, amaba las historias, por lo que algo tendría que haber escrito en aquel papel. Quizás no una oración compuesta, no; pero al menos un enunciado que expresara una proposición con algo de lógica, un mandato, una petición, una pregunta… ¿Por qué no?  Algo.

El gran secreto del muchacho era que añoraba poder contar las historias que escuchaba de sus mayores porque solo así sentía que las vivía. Maldecía no poder hacerlo, no tener el don como él lo llamaba. Escribirlas le dejaba una puerta desconocida entreabierta; tal vez porque había amor en ese secreto al que esperaba volver realidad y lo esencial para amar algo con demasía, es que ese algo no sea perfecto.

Él tenía, de sobras, las imperfecciones para la pasión que lo desvelaba.

Cuando seas más grande vas a poder escribirlas, ahora empezá por vos, con cosas sencillas, le repetía la abuela. No te detengas en pensar si gustará, si será interesante o aburrido; porque la experiencia de escribir siempre merece ser vivida… Porque al escribir pensamos, y cuando pensamos defendemos el cuerpo pero también el alma, y cuando el alma está a salvo… no nos hace falta mucho más para ser felices, agregaba Francisca.

–¡Cuando sea grande voy a ser contador de historias, abuela!

–Y así será, así será… –contestaba Francisca, emocionada con el pequeño.

El chico veía que los escritos lo igualaban con los demás, que era una linda forma de mezclar sus sueños con los de otros para creer que todo era posible, para saber que las letras sobre un papel eran las ideas que nacían en el corazón del que las escribía; pero esto no podía ser forzado.

Las noches por aquella zona del Oriente eran cerradas; las estrellas rara vez se asomaban al balcón del cielo y cuando esto sucedía, eran muchos los que se entregaban al brillo que bajaba de esa estela de musas a escribir. Tino imaginaba sus letras viajando por todas las casas de Tamiflü. ¡Incluso más allá!, por todo el Oriente de Caladdÿl. Para ello debía, al menos, escribir esa noche la palabra que iniciara su historia.

Pensó en revancha y regresó dando brincos a la cocina; humedeció la hoja con letras dubitativas mientras se rascaba las arrugas de su frente y algunas manchas fueron tomando forma de letras mientras él las dirigía; entonces se echó contra el respaldar ajado de aquella silla y, dejando caer los hombros, pensó en sus conocidos, en sus amigos, en el grupo del colegio con el que no hacía buenas migas, en un lugar, en un clima, en un amor…, en un malo, en los ruidos, en la brisa, y se entusiasmó con mas…; en un copo de nieve verde gigante, en animales, en un hombre con la nariz pintada de blanco, en la lluvia provocada por la trompa de un elefante tirando agua al cielo y sintió que ya tenía todo en sus ojos.

El pequeño respiraba la fantasía que alguien nos quita cuando nos hacemos mayores.

La secuencia de imágenes era tan real que quiso seguir ese viaje imaginario, así que haciendo alas con sus brazos, se posó sobre la mesa y apoyando la frente en sus manos, cerró apenitas los ojos que le pesaban desde las pestañas, como después de cada cena.

Luego viajó a donde nadie lo llevó.

La meseta silenciosa duró una era en aquella habitación. El chiflete por debajo de la puerta se juntó con el de la ventana de la cocina que no cerraba bien y abrazados entraron al cuarto del culillo para helarle con realidad la espalda.

¡De repente todo se movió! Fue un ruido. Un trueno. El silencio otra vez.

El muchacho se levantó y caminó, aún amodorrado, hacia la ventana que veía nacer la claridad por las mañanas; mientras los muebles rechinaban aumentando el volumen en cada paso y las copas campaneaban cristal con las sacudidas del mueble de roble. De la pared una olla se descolgó contra el suelo y hasta Serafino, asustado, cruzó la cocina con un salto mortal que terminó debajo de la colcha de cuadros, engarzados por la abuela.

Tino sintió el miedo que espera la paz del último suspiro.  

Con susto e intriga llegó hasta la ventana y asomó la cabeza para el norte. Supuso que no era un temblor. El rozamiento del suelo no terminaba y el sonido que llegaba de no tan lejos crecía. Al tiempo que las chapas se golpeaban, las piedras saltaban sobre la calle y el alarido de una especie de bocina, que acompañaba el compás de aquel ruido, se sentía venir ligero.  En un momento no aguantó más y, armado con un cucharón de madera y un colador en la cabeza, salió a ver qué sucedía.

Al pasar por al lado de la mesa observó el papel donde comenzó a relatar su historia y las palabras que en él resaltaban. Confusas. Desconocidas. Ajenas. Del apuro lo apretó doblado dentro de uno de los bolsillos de su chaleco negro y emprendió el viaje. Antes de salir de la casa, fumó una bocanada de carbón que entró en cuanto abrió la puerta; saltó sin bajar los escalones y continuó bordeando las paredes de piedra de la casa para el lado del fondo, para el lado de las vías. Esquivó como pudo dos bombachones de la nona, una camiseta y un pantalón que colgaban del tendedero y aceleró, todo lo que pudo.

Desde su cucha Fausto ladraba, sin salir, una estela de humo negro que se aproximaba; mientras el chico delante suyo pasaba, sin perderla de vista tampoco. Por debajo de unos arbustos con manzanitas continuó hasta subir una tranquera de la que clavado un cartel se leía PROPIEDAD PRIVADA y aunque se rasguñó con unas ramas, nada le importó. Ni siquiera unos charcos con barro que le humedecieron el cuero de los zapatos azules.

Hasta que por fin llegó. Hasta que sus ojos negros fueron monedas de oro oscuro. Hasta que se inmutó.

Frente a él pasaba bramando un tren gigantesco, gritando sonidos con trompetas y platillos de fondo. Aproximadamente de unos quince vagones de largo, combinaba colores, sobre todo rojos y verdes por los costados, con escritos en un idioma extraño. El cuello de una jirafa aparecía por uno de ellos mientras un león le rugía, sin quitarle la mirada de encima, entre unas rejas de acero.

Cuando el tren pasó, pudo observar sobre la parte de atrás unas cuantas palabras pintabas. Sintió que las distinguía, pero sin saber de dónde.

Invadido con sospechas decidió regresar. Abrió con calma la puerta de entrada y supo que sería una noche de insomnio. Otra más. Se sacó el chaleco sin dejar de pensar en aquellas palabras y al colgarlo en la silla, voló como un avión de papel el escrito que había comenzado más temprano. Lo planchó con la mano sobre uno de sus muslos y un dejabú se hizo realidad al leerlo mejor.

Su nota y el tren hablaban el mismo idioma. Le Cirque, decían.

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