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Fulanos de Tal: La aventura de la vida

Rara vez se tiene la dicha del protagonismo,

rara vez se gana cuando se apuesta a cuenta gotas…,

rara vez se pierde cuando todo nos vale lo mismo.

Por una aventura propia, por el mayor de los triunfos

que es apostar a la pasión propia, que jamás vale lo mismo.

Porque perder así, da gusto.

–  Antonia Amarilla Ara. “Animarse a perder” – 

Sobre las calles de Tamifflü se entrelazaban adoquines y arena blanca; las que suficientemente angostas y poco pintorescas, lucían tan definidas como el trazo que la lluvia dejaba al correr por las ventanas del aula, aquella mañana. Durante años habían servido de inspiración para algunos paisanos que buscaban explicar en la soledad, alguna forma de vida, o de sobrevivir en la soledad. O ambas. Sin embargo los oriundos de por allá eran el contraste para la geografía de un pueblo que se esmeraba en ser fantasma: hospitalarios, generosos y entusiastas.

Para Bartolomé Azul Perlino, Tino, la clase de aquel día no había sido una más. El revuelo generado por el arribo de un tren cargado con animales exóticos y una carpa gigante aparcada sobre la zona sur del pueblo, era quizás el suceso más relevante de los últimos cien años; ni siquiera el profesor de Aventuras, Vicente, había sido capaz de encontrar las respuestas felices para quienes lo consultaban.

La lluvia, que había visto transcurrir tal matina desde el amanecer, encontraba su coto en una brisa que, con aires de viento, traía las fuerzas necesarias para alejar el gris del cielo, entrado el medio día. Al salir del colegio, unas señoras conjeturaban embarulladas y eufóricas, lo que los hizo volver sobre el tema central de aquella jornada agotadora.

–Me inclino por la teoría de un zoológico viajero– comentó Clara.

–No, ¡ni ahí! –contestó Felicitas– A mí me convenció más lo que dijo la maestra…

Tino la miró con desconcierto, frunciendo el seño. Cuando estaba por contarles su experiencia de la madrugada anterior, continuó Feli.

–…claro, ¿por qué no? Puede ser un error en el mapa de viaje, como dijo la directora.

La realidad indicaba que ningún habitante del lugar recordaba la última vez que un suceso como ese pisaba esa zona del Oriente. Cada uno, a su manera, en silencio o divagando respuestas, intentaba traer algo de calma a los tamiflüenses que se habían alborotado por la novedad. Al cruzar la plaza, los chicos vieron a lo lejos a un grupo de gente discutiendo con el intendente, mientras el hombre intentaba explicarles lo inexplicable. Desde ahí Felicitas los abandonaba cuesta abajo por la 107 hacia su casa; mientras Tino con Clara caminaban a la par unas cuantas cuadras más por la 4, donde se separaban en sentidos opuestos. Raro era que Dikembe volviera con ellos…; solía quedarse, a la fuerza, escribiendo en la pizarra todo aquello que no debía hacer en clase cuando la señorita Antonia hablaba.

El pequeño caminaba lento pero volaba con sus giros de pensamiento. A su alrededor se pintaban las imágenes de lo que había sucedido la noche anterior, el ruido y sus sensaciones luego de escribir las primeras letras de su historia. Tuvo temor de comentarlo durante la clase y cuando al final paso lo que paso, menos. Pensó que mínimamente “locura” dirían de él los chicos… como siempre lo tildaban.

Sus verdades eran las mentiras de los que no se permitían soñar. Sus sueños eran amores imposibles para los incrédulos.

Antes de llegar al cruce donde enfilaba para su casa, se detuvo a observar el final de la calle. Miró sobre el hombro para el costado y pensó en su gran amigo. ¿Por qué no?, se dijo.

Con el sonido de una rumba catalana antigua se invadía el Mercado de Frutas y Verduras cuando el chico se acercó hasta la puerta; quizás el único sitio donde las colonias mixtas que llegaban de distintos sectores del Oriente le daban algo de color a Tamifflü. Se sacudió las pequeñas dudas que aún tenía y entró esquivando verduleros; le hizo un gesto de aprecio a El Carnicero Loco, que lo miró sospechoso como siempre y hasta con Saura la bidente se saludó; chocó los cinco con Quique el lustrabotas y desde ahí nomás pudo ver a Don Santiago que, agachado, acomodaba unos cajones. La panza y la liana de pelos que con los bigotes y la barba se le hacían, eran inconfundibles.

El pequeño adoraba pasar de visita por lo del buen hombre. Además de escucharlo, tenía la excusa perfecta para degustar las jugosas fresas de rubí que vendía el amigo. Clima ideal para ser el cómplice de sus anécdotas, como tanto le gustaba. Lo cierto era que DonSantiago tenía siempre algo por contar; claro que muchas otras por repetir… ¡Cómo lo atrapaban sus fábulas sobre rateros o las hazañas heroicas que siempre le regala! Innumerables veces se imaginó en alguna de ellas, incluso en las de dudosa procedencia: escapando de animales salvajes por la selva, buscando tesoros perdidos en algún océano desconocido y por qué no, volando en globo de una punta a la otra del Oriente de Caladrÿl.

Escuchar un cuento del viejo se volvía un paseo por el futuro ideal para los ojos oscuros del pequeño.

Será porque poco importan las historias en sí mismas cuando uno se permite soñar; como sí, en cambio, la manera en que se las cuenta. La veracidad era un condimento que el chico había aprendido a despreciar cuando la cocción de una historia lo atrapaba, y la manera de contar de Don Santiago le daba el punto exacto de hervor a la fantasía. Ese era su arte.

–¿Por qué esa cara, Tino? –le dijo, ni bien lo observó llegar.

–Mmm… no le sabría decir bien, Don Santiago –contestó rascándose la cabeza, el chico–. Al parecer tengo todos los síntomas de estar preocupado.

–Qué te tiene así… ¨preocupado¨. ¿Pasa algo malo, amigo?

–No, nooo, no… Bah…, creo que no –dijo menos convencido–. Mire, la verdad es que no suelo venir hasta acá para contarle algo yo; pero hoy necesito hacerlo. Si tiene un rato…

El puestero acomodó un par de cajones al revés, sacó una cantimplora con agua fresca y sirvió dos vasos de vidrio ahumado hasta la mitad. Ambos se sentaron a conversar.

–Resulta que hoy –dijo Tino… y ahí nomás tomó un buen sorbo– Perdón… Hoy la maestra nos empezó a hablar sobre la vida, ¿vio?, de sus etapas, de lo importante que es disfrutar cada momento para no vivir esperando lo que aún no llega y ese tipo de cosas simpáticas que la gente suelta de palabras puede agregar sobre algo no tan complejo de explicar, ¿me entiende? Después nos entregó una hoja de un papel finito, finito, que parecía deshacerse con el aire y nos pidió que escribiéramos lo que pensábamos al respecto. Pero eso no es todo, aguánteme tantito –anticipó el chico cuando el señor quiso comentar algo–. De a uno fueron entregando, a medida que terminaban, mis compañeros, sin comprender tampoco demasiado. Mucho espacio para contar tampoco había. De repente, el timbre sonó y la maestra apurada corrió hasta la puerta del aula y la cerró, cruzándole una silla por detrás. Éramos tres, no…, cuatro chicos, ¿o tres?, bueno cuatro o tres chicos, los que no habíamos escrito absolutamente nada en la hoja –Bartolomé le dio un trago hasta el final del vaso y siguió el relato mientras aún tragaba–. La cosa es que preguntó, al aire, si recordábamos el momento más lindo de nuestra vida. No entendíamos un comino…

–Les hizo una pregunta bastante sencilla…

–Eh… sí. ¡Una obviedad!, más bien diría. ¿Quién puede ser tan paparulo de no recordar algo lindo con nueve años, Señor? Pero no conforme con eso, nos pidió que para mañana preparemos un escrito de tres hojas; una producción, dijo. Una tarea más para finalizar el año, pensé yo; pero no. Fue ahí cuando sacó un sobre lacrado con una carta que había llegado de no sé qué Consejo Supremo…, para no sé qué reclutamiento de Plumas de Combate… y ahí soné.

El hombre de la extensa barba gris se levantó del cajón y, mirando para sus costados, calló a Tino con el dedo en su boca; lo levantó de la solapa del chaleco y lo llevó para un rincón del interior del puesto. Una cortina, que dividía en dos el pequeño lugar, los separaba de la entrada y una puerta de rejas, del puesto de chupayas y cuchillos que se ubicaba detrás.

–¿Estás loco, Bartolomé? No podés hablar así como así de esto –le dijo, cuchicheando, Don Santiago.

Cada vez que alguien le decía por su nombre, era indicativo de que algo andaba mal. Se asustó y mucho, pero agradeció en parte haber venido hasta el Mercado, antes que ir directo a casa.

–Escuchame bien lo que te voy a decir–agregó más calmo, el buen hombre–, acá no podemos hablar de éstos temas porque hay gente que perdió hace rato su batalla y si vos estás remotamente vinculado con el Consejo, te has vuelto un ser peligroso para ellos, Tino.

El niño no daba más en su cuerpo de tanto desconcierto junto. Lo que para él era una simple producción, para Don Santiago un tema de estado. Aunque por la hora podía, tranquilamente, estar en curda, el viejo estaba poco torcido como para acusarlo de tal manera. Solo podía creerle. Ni siquiera tenía un plan A, menos una posible alternativa.

El viejo comenzó a revisar un baúl del que, lanzados al aire, salían papeles y prendas sucias; hasta que encontró una libreta anillada que, junto con el lápiz que guardaba sobre su oreja derecha, les pasó a Bartolomé.

–Tomá, escribí acá lo que pensaste cuando la maestra les dijo si recordaban cuál era el mejor momento de su vida. ¿Te acordás, no?

El niño no pudo siquiera agarrar la libreta por los nervios. Pensó en huir, en que su abuela lo estaría esperando, en que cada vez que desobedecía o llegaba tarde, algo malo le sucedía. Fue ahí cuando se escucharon golpetear unas palmas por el frente del puesto. ¿Hay alguien que atienda acá?, se oyó en una tonada extraña, desde el pasillo del mercado. Don Santiago se encrespó mientras miraba por entre la cortina las siluetas de dos personas pequeñas, muy pequeñas, paradas en la puerta del negocio. ¡Espías! Dijo girando la cabeza para donde estaba Tino.

–Ya es tarde… –exultó dándole otra vez la libreta– ¡Escribí lo que recuerdes!

Bartolomé tomó el lápiz con la mano izquierda y puso una oración escueta. Al terminar, una línea más. Desde donde se ubicaban se podía ver que una sombra se agrandaba al acercarse a ellos con cada paso; mientras unas cuantas palabras más alcanzaba a escribir el chico antes de que el viejo le arrebatara la libreta de un tirón. Más allá, uno de los hombrecitos caminaba decidido con dirección a la tela que los dividía, hasta que la corrió bruscamente. Un puñado de polvo en el aire, rodeando el escritorio, sobre el que corría el agua de uno de los vasos volcado, cajones vacíos y algunas naranjas rodando en el piso fue lo único que encontró.

Hacia el norte del Mercado, por un pasaje, se escapaban cruzando puestos Don Santiago y Bartolomé. El chico le pedía explicaciones que el viejo le gritaba, pero ni así se escuchaban. Giraron en una esquina, donde se les cruzó un vendedor con un carrito que llevaba plátanos de un puesto al otro, al que Don Santiago saltó y Tino se deslizó por debajo. Doblemos por ésta, dijo el viejo al llegar al costado de la florería de la que, sin que lo notara la dueña, tomó prestada la motocicleta con la que hacía los repartos.

Minuto y medio después, con Tino escondido dentro del carrito que arrastraba, salió acelerando Don Vicente por la calle principal del pueblo. El pequeño pudo escuchar unos gritos, en una lengua desconocida, que al pasar le arrojaron al viejo verdulero.

Tino se abrazó a sus piernas encogidas y se dejó llorar. Supo que para ser parte de una aventura, además de afortunado, se debía ser valiente. Tal cual en la aventura de la vida.

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