Era uno de esos días en los que prácticamente nada te sale bien, Joaquín estaba cada vez más mal humorado. Se sentía muy fatigado mientras conducía por la autopista de vuelta a su casa.
De pronto visualizó por el espejo retrovisor que un camión lo encerraba, realizó una maniobra algo peligrosa, accionó los frenos y se lanzó a la vera de la ruta. Después de unos insultos, que por cierto nunca llegaron al oído de dicho camionero, miró el espejo retrovisor, en el divisó unas cuantas arrugas en la frente, que de apoco, como el avance del sol hacia el solsticio, se iban haciendo cada vez más grandes.
Se sorprendió al darse cuenta que ya era un hombre de cuarenta años y que su vida fue consumida casi por completo por su trabajo. Joaquín dedicaba la mayor parte de su tiempo a la oficina. Tenía un sentido muy estricto de justicia y pensaba en su interior que todos los criminales debían pagar, no con la muerte, si no con una pena justa por el delito que cometieron.
Terminó de mirarse en el espejo, su celular comenzó a vibrar, sintió un leve entusiasmo cuando vio de quien era la llamada. Era de uno de los pocos amigos que le quedaban de la infancia.
—Hola Joaquín— la voz de Carlos estaba entrecortada. Discúlpame que te moleste, pero ha pasado algo y no sé qué— la frase terminó junto con el llamado, Joaquín dedujo instantáneamente que Carlos estaba llorando y en una situación muy complicada.
Se dirigió inmediatamente a la casa de Carlos. Cuando llegó el panorama era desolador, la casa de Carlos siempre brillaba por el toque hogareño que esta impregnaba a su alrededor. Sin embargo, en esta ocasión, era todo lo contrario. La casa parecía un espectro frio y amenazador, las plantas que siempre adornaban la casa con una deslumbrante belleza, ahora se veían achacadas por varios móviles policiales.
Joaquín descendió de su auto lo más rápido que pudo. Apenas Carlos lo vio avanzar entre las cercas policiales se levantó estrepitosamente y fue a su encuentro. Lo abrazó tan fuerte, que Joaquín quedo impactado, no supo cómo reaccionar.
—¿Qué paso, hermano?
—¡Se mató! ¡Se mató Joaco! — dijo Carlos intentando contener las lágrimas.
No le hizo falta más información, Joaquín sabía muy bien a quien se refería. Johana, la hija única de dieciséis años se había suicidado, colgándose de un alerón en la cocina.
—¿Cómo puede ser posible, si era una señorita hermosa, con toda una vida por delante, era alegre, divertida? —Joaquín comprendió en ese momento de que Carlos la quería más de lo que pensaba.
—No puede ser Carlos— continuó— yo la conocía, no tiene el perfil de una persona que se va a suicidar. Veo casos así todos los días, ella era como una flor en el desierto, irradiaba ganas de vivir.
Carlos no podía hablar, cada palabra que Joaquín utilizaba era como un dardo envenenado que se clavaba en su corazón, se movió hacia adelante y abrazó nuevamente a Joaquín.
—Disculpame Carlos, pero— no pudo terminar la oración, fue interrumpido por el llanto.
—Primero Judith por el maldito cáncer, y ahora Johana ¿Decime cómo sigo? ¿Cómo hago para seguir?
Ese era uno de esos momentos en los que no hay ninguna palabra de consuelo, Carlos era solo un saco de huesos que se movía por la inercia de la vida, sin un propósito, sin un motivo, sin nada.
De pronto unas luces verdes se acoplaron a las azules de la policía, eran dos ambulancias, la primera venia equipada con dos camilleros, quienes llevarían a Johana al hospital para su posterior reconocimiento y la otra era para Carlos, en ella venían un médico y un enfermero. El profesional de la salud observó a Joaquín y dijo.
—No se preocupe, ahora nosotros nos haremos cargo señor.
—Gracias— respondió sin mirarlo a los ojos y tan rápido como pudo ingresó a la vivienda.
Más de siete policías yacían en el interior de cocina, entre ellos había un oficial raso, vestido de civil, vecino de Carlos, un perito forense y varios fotógrafos.
—Señor, le voy a pedir que se retire, no puede estar acá— dijo el oficial sin uniforme.
—Creo que es usted el que no puede estar acá, permítame un segundo— Joaquín sacó su billetera y le demostró al oficial que era un fiscal en ejercicio. ¿Y usted quién es? — le preguntó, el hombre reacciono sorprendido, con un aire egocéntrico corrió su camisa de seda azul mostrando su cinturón, en él había una placa policial donde rezaba la leyenda. “Gabriel Menendez, oficial -Proteger y servir”, un poco más abajo, se divisaba el número de placa 342.
Joaquín lo rodeó, no quería perder el tiempo, por las condiciones del lugar suponía que el suicidio se había llevado a cabo hacía unas cuantas horas.
—Buenas noches, soy el Fiscal Joaquín Galarde, no me han asignado este caso, y ustedes no tienen porque, pero por favor, de un servidor público a otro, déjenme ver el cadáver. La conocí, era la hija de mi amigo.
Después de que los oficiales discutieran, el perito forense se acercó — ¿es usted el que encontró al asesino del vicegobernador?
—Efectivamente.
—Bueno, aquí está todo resulto, se trata de un suicidio, ella misma escribió una carta — el oficial se mostraba soberbio debido a un complejo de inferioridad que le generaban las personas con un mayor cargo.
—Solo le pido un minuto, con eso me basta.
El oficial miro en derredor a sus compañeros, que compartían la misma sonrisa burlona que él— bueno señor fiscal, revise lo que quiera. Solo tiene un minuto.
—La carta.
—¿Cómo?
—Si me deja ver la carta.
—Mire Galarte, yo se la daría, pero sería muy poco profesional, y tengo otras noventa y nueve razones para no dársela— el perito guiño un ojo.
—Qué hijo de puta— suspiró Joaquín.
—Hijo de puta, sí, pero más vivo que vos. ¿Queres la carta o no? — dijo desafiante. Entonces Joaquín tanteo un billete de cien pesos en su bolsillo, lo sacó y disimuladamente se lo entregó al perito en las manos.
Sonriendo le dijo— tienes dos minutos.
Joaquín entro en la cocina, la imagen era deplorable, dos oficiales estaban a punto de bajarla. —¿Quién es usted?
—Soy fiscal, déjela unos minutos más por favor.
Joaquín se acercó al cadáver, recordó varios momentos de la vida de Johana, cuando aprendió a caminar, como reía con ella, Judith y Carlos. Ahora solo era un cuerpo inerte, colado con una soga delgada, los ojos parecían salirse de sus cencas, la cara había tomado una tonalidad verdosa y algo escurría por su odio. Se le hacía difícil mirar, sin embargo, miró todo lo que pudo. Estaba descalza, al tocar unos de sus pies, el frio cadavérico le hizo pensar en lo helada que debe ser una tumba. Se estremeció.
Se sentó en la silla que estaba detrás y leyó la carta, la releyó y la volvió a leer. Algo ahí no estaba bien. Se levantó de golpe y corrió a la habitación de Johana. Buscó sus carpetas y cayó de rodillas a punto de llorar, intuyó que algo no estaba bien y como casi siempre tuvo razón. Limpió sus lágrimas y se levantó furioso, se dirigió al perito forense.
—¿Vos te decís profesional, boludo? — lo atacó al borde de casi golpearlo.
—¿Qué te pasa infeliz? ¿Qué te haces el hombre?
—¡Mira idiota!— arrojó sobre el perito la carta suicida y un apunte escolar de Johana.
—¿Qué tiene? — dijo sin comprender.
—No, ¡a vos te pones a cuidar caracoles y se te escapan!, imbécil. Las letras no son iguales— se lo remarcó en las hojas que sostenía— eso quiere decir que algún hijo de puta la mató y armó un suicido trucho para taparlo, mira.
—Quizás otra persona escribió la carta.
—No seas tan ridículo. ¿En serio crees que si alguna amiga sabía que ella se quería matar, le hubiese ayudado a escribir la carta?
El perito forense suspiró, sacó su celular y llamó al comisario Damián Ciccilotto.
—Señor, la chica que vivimos a ver al 679 de la calle España, no se suicidó, es posible que la mataran.
Los enfermeros ingresaron y con la autorización de Joaquín bajaron al cadáver, el cual ya no sería guardado en la morgue para un reconocimiento, sino más bien para una autopsia…
Continuará…