Ramiro se levantó agitado, sudaba frío y su corazón latía estrepitoso. Aunque la ventana estaba abierta, la acelerada pesadilla que acababa de padecer lo había mantenido a altas temperaturas dentro de aquella helada habitación. El miedo que lo acosaba en su vida cotidiana se había infiltrado en sus sueños y convertía todo en horribles pesadillas. Había dejado de salir a la calle, de ver a sus amigos… “¿tendré que dejar de dormir?” pensó angustiado.
Acomodando su respiración y mirando hacia ninguna parte del techo, se quedó inmóvil unos instantes. Se sentía absurdo, impotente, incapaz de controlar los ataques de pánico. Era en esos momentos en que la soledad de su departamento de Montevideo y Chile lo abrumaba.
De no ser por lo seca que sentía la garganta, en vez de ir a la cocina, se hubiese acurrucado en su cama, tapándose la cabeza con la almohada, pretendiendo con un poco de tela detener a los demonios que lo acosaban. “Estúpido miedo” pensaba. Sus pantuflas de invierno no estaban donde siempre, así que de puntas de pié y congelándose a cada paso fue por agua.
Abrió la heladera, sacó la jarra de vidrio, tomó un vaso y a punto de terminar de servirse, el quebranto del timbre del departamento rompió con el abrumador silencio de la cocina. Se quedó inmóvil un instante que pareció eterno… sumido en la duda de estar inmerso en una realidad onírica aún. Entonces nuevamente… el timbre.
Tan extraño fue que a las cuatro de la madrugada de un miércoles sonara su timbre, sumado a su somnolencia y estupor, que el vaso cayó al piso, estallando en filosos vidrios y desparramando agua por doquier.
Se acercó con los ojos muy abiertos a la puerta, callado, como queriendo escuchar del otro lado. Sus pupilas aún no se acostumbraban a la oscuridad, pero la luz que entraba por la hendija de la cerradura iluminaba casi todo.
– ¿Quién es? – preguntó asustado.
– Yo – respondió una voz dulce.
– ¿Quien “yo”?
– Yo… la vida, Ramiro.
– ¿¿¿Quien???
– La vida Ramiro, salí… no tengas miedo.
– ¿Pero quién carajos es? ¡Déjese de molestar a esta hora!
– Salí Ramiro, salí… vení conmigo – suplicó la voz angustiada.
– Señorita, ¡váyase o llamo a la policía! – amenazó el muchacho.
Ramiro miró por la hendija de la cerradura y una luz tenue irradiaba los oscuros pasillos del edificio, pero no salió. Tenía miedo. Habían asaltado a muchos antes y él no era ni descuidado ni confianzudo como para abrir a esas horas, no señor. No se iba a arriesgar.
Segundos después la luz se fue apagando hasta que dejó de brillar ante los ojos de Ramiro, quien desconcertado volvió a la cocina.
Entró pensando en lo que acababa de ocurrir, atravesó el marco de la puerta y sus pies pisaron el agua derramada, que se esparcía bajo la heladera. En ese mismo instante una falla eléctrica descargó toda su potencia contra el desnudo cuerpo de Ramiro.
Su corazón dejó de latir para siempre.