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¿Jaiduyuduin bro?… Nice día

          

Llovía de abajo para arriba, de un costado y del otro; de noche y de día; gotas gruesas o finas, de mercurio y de vainilla. No había un momento en que no lloviese. Con calles estrechas y veredas aún más angostas, que trabajosamente podían albergar a dos personas con paraguas lado a lado, el libre caminar era imposible. Como apostilla agrego que tuve, y aún la sostengo, la teoría de que los paraguas dominan a la gente con sus aires de grandeza y sus dones de proteccionistas de personas ante la lluvia. Los paraguas tienen personalidades tóxicas, manipuladoras y absorbentes, que con sugestión telepática mandan a sus esclavos usuarios. Aunque eso es otro tema.

Había recalado en San José de Costa Rica después de un periplo por Latinoamérica. Y en un momento del viaje, como había agotado mis arcas, recurrí a la industria de la artesanía, o sea tirar el paño y vender baratijas de colores hasta que llegaba la policía y había que levantar todo y hacerse el turista que sacaba fotos con una cámara que no funcionaba, porque si no la habría vendido. Costa Rica no tendrá ejército, pero tiene una hermosa policía que mete miedo, coimas y amenazas.

En esas cosas andaba por la vida. Como vendedor nómada tenía un recorrido: por la tarde cerca del Teatro Municipal y después por la Plaza de la Cultura. Entonces, lentamente, me fui transformando en uno de los que siempre están, los ocultos que permanecen quietos en un lugar mientras los rodea la multitud. Ellos son los vendedores ambulantes, los mendigos, los pungas, las trabajadoras de caricias, los dealers, los esquilmadores y esquiladores de turistas y una variedad más de personajes. Nos reconocíamos entre la maraña de caras desconocidas y sabíamos quién era uno y quién era el otro. De entre todos había uno que sobresalía, al que apodé el Shadu.

Bajo un frondoso árbol repleto de iguanas naranjas, verdes y amarillas; en la esquina de una plaza estaba él, el Shadu. Era de raza negra, de unos cincuenta años. Tenía un pelo canoso que le llegaba a los hombros y le cubría la mitad del rostro con su eterna sonrisa. Vestido solamente con pantalones rotos se acomodaba en posición de Loto entre las raíces del gran árbol. Miraba pasar las cosas que necesitaban su tácita aprobación para su funcionamiento. Era venerado, en secreto o sin saberlo, por la gente como un hombre santo, un Shadu tropical. Horas sin moverse, sonriendo bajo la lluvia. Las iguanas y los insectos del árbol lo rodeaban, cuidándolo, velando los cortos sueños en los que caía y durante los que irradiaba una especie de aurora boreal. Los transeúntes le dejaban plata, los turistas se agolpaban para sacarle fotos y le dejaban más plata. Yo tenía el privilegio de poder cruzar unas palabras con él cada tanto, un simple saludo protocolar en el más puro espanglish (un recurso común en ese país). Intenté saludarlo un par de veces en español pero fue infructuoso, lo único que logré fue un repetitivo – ¿jaiduyuduin bro?… Nice día – que me decía mientras el agua de la lluvia no nos dejaba respirar. Luego de ese saludo volvía a tomar su actitud de pensamiento cósmico. Y yo le dejaba unas monedas en su jarrito de limosnas atiborrado de billetes, sobre todo dólares. Lo que me llamaba la atención es que el Shadu, a pesar del desaliño, siempre estaba correctamente afeitado.

Las posibilidad de ser echado por extranjero ilegal eran grandes así que empecé a preparar mi partida. Dejé de encontrarme de a poco con los que siempre estaban y también con el Shadu y su – ¿jaiduyuduin bro?… Nice día. Me mudé a un pequeño hotel cerca del Correo Central, barato, lugar de citas de amor por dinero, pero era limpio y estaba en el centro. Seguía lloviendo, nunca cesó, y yo a través de la ventana de mi habitación del segundo piso del hotel miraba cómo los paraguas dominaban a la gente con su telepatía. Enfrente, en la otra acera, había muchos negocios, entre ellos un baño público. Lugares cómodos para los viajeros en los cuales era posible darse una afeitada y una ducha rápida antes de continuar el viaje. La gente pasaba y pasaba y pasaba. San José, una pequeña ciudad con algo de Macondo y aires vanos de megápolis.

Entonces lo vi, sí, lo vi entre las personas y los paraguas-esclavistas. Era el Shadu saliendo del baño público, recién duchado, vestido de un blanco impecable, llevando un maletín. Caminó con ínfulas de empresario, sin rozarse con nadie desapareció al doblar la esquina. Intrigado, de un impulso tomé mi propio paraguas-carcelero y salí de la habitación, bajé las escaleras corriendo y fui a la calle en busca del Shadu.

Llegué a la esquina por la que había doblado y lo vi parado a la mitad de la cuadra mirando la hora. Me extrañó que mirara la hora porque era un Shadu y ellos no usan relojes. En ese momento llegó una mujer negra y se besaron efusivamente. Él se cobijó bajo el paraguas-dominante de ella y ambos comenzaron a caminar en dirección hacia mí. Charlaban y se observaban a los ojos con felicidad de amantes bienaventurados. En un segundo lleno de chispas nuestras miradas se cruzaron. Inmediatamente me reconoció y me regaló una gran sonrisa de pícaro y un hermoso  – ¿jaiduyuduin bro?… Nice noche. Y los dos se fueron caminando entre los peces, bajo la lluvia y seguidos por un séquito de iguanas naranjas, verdes y amarillas.

Al día siguiente me aposté en la ventana esperando a ver si aparecía el Shadu, y lo hizo. Parecía levitar entre la gente. Semidesnudo, sucio y sonriendo entró al baño público. Al cabo de media hora salió completamente transformado, con su maletín y su reloj dorado, esta vez con un camisaco estampado de loros y ananás. Me quedé en ese hotel tres días más y siempre se repitió el acto del Shadu saliendo del baño público y encontrándose con la mujer y el paraguas-centinela.

Un gran vendedor de fantasías era el Shadu atorrante. Y yo que le dejaba monedas.

¿Jaiduyuduin bro?… Nice día.

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