/Julio Costa Costa, “el fan de cosas chotas”

Julio Costa Costa, “el fan de cosas chotas”

El Julio Costa Costa tenía treinta y dos años, y de no ser por los lentes atados con un cacho de cinta en la pata, la frente siempre llena de granos y chivo y unos rulos de colorado mufa, su problema habría pasado desapercibido, o al menos hubiese sido menos irritante y cansador.

Flaco y desgarbado, el relajado muchacho padecía el síndrome FORT (Fan Of Ridiculous Things), pero en el Maestro Forcchino todos le decían el “fan de cosas chotas”. El mismo lo llevaba a tener un desenfreno atroz por coleccionar e idolatrar objetos, cosas, personas y situaciones absurdas, convirtiendo su ahínco y tozudez en una obsesión.

Son miles los casos que habría para contar, de chico, los síntomas del Julio no alarmaban a nadie, fue cuando los compañeritos de primer grado lo vieron juntando los paquetes vacíos de las figus de fútbol en el patio de tierra de la escuela cuando comenzaron las burlas. No solamente tenía todas las imágenes, sino que contaba con una caja plagada de sobres… ordenados por el tipo de abertura que el dueño le había hecho.

También de chico, un día de limpieza, la madre le encontró una valija repleta bombitas reventadas, de todos los colores, coleccionadas con pulcritud durante sus escasos seis carnavales. A los doce su enfermedad comenzó a rozar la locura, ya que se obsesionó por los gomines de las bicicletas, realizando operativos de hurto con el solo fin de desarmar gomas y afanosamente obtener el preciado tesoro. Un cierto grado de fetiche le producía al imberbe Julito manosear con el pulgar y el índice la textura del cochino gomín.

Y así fue creciendo, hasta que lo hicieron ver por unos médicos extranjeros, que según cuentan venían de Dallas, de Minnesota o de General Cabrera, no se sabe bien, quienes le diagnosticaron el patético síndrome. Mientras que los gringos (o cordobeses) intentaban explicar los vericuetos técnicos de la enfermedad, el hermano mayor del Julio, un gigantón lelo, pastoso, matón y pecoso, cuyo único objetivo en la vida era el de cagar a coscachos a los más chicos, resumió el diagnóstico con un concreto y certero “el Julio siempre se hace fan de cosas chotas”, cascando al colorado frente a todos los presentes, al tiempo que se reía socarrón.

El tratamiento salía muy caro para los Costa Costa, por lo que decidieron dejar ser al virgen de Julio y que la vida intente acomodarlo un poco. Ni las gastadas ni los golpes del tontolón del hermano lograron frenar su vicio. En todos los rincones de la casa el Julio amontonaba pelotudeces. Sus cajones estaban atestados de capuchones de lapiceras, clavos torcidos, carozos de aceituna, recipientes de aceite para tractores, cajas de tetrabrik, restos de petardos explotados en navidades y año nuevos, envoltorios de chicles Bazooka de menta y una batería de estúpidos elementos inservibles.

Con el pasar de los años la enfermedad se fue agravando y el gusto exótico del Julio se fue poniendo cada vez más rebuscado y complejo. Lo rajaron de la casa cuando la madre encontró que el olor asqueroso en el que tenía la vivienda sumida hacía tres semanas, era causado por coleccionar durante meses el cuerito de los salames picado grueso.

Pero el lío picante y peligroso comenzó cuando una tarde de septiembre vio pasar al Don Atilio Atencio por la vereda de enfrente. El Don Atilio era un chacarero sesentón del “club de los fundadores” de Maestro Forcchino, tenía una finca de 5 hectáreas que manejaba solo, metro ochenta y dos, ciento treinta kilos de vigor y asado, barba desprolija, algunas chapas voladas y alambradas por cabellera, cara de recién levantado, de trato insípido y corto con la gente, casado con Doña Mabel hace como cuarenta y cinco años, varios hijos viviendo en la ciudad y un tractor modelo 87 verde. Un tipo intrascendente, tibio para la historia del pueblo, inexistente para la historia mundial. Común, corriente, ordinario, sin mucho que contar, ni mucho que enseñar, típico hijo de inmigrantes cuya vida se limitó a la finca y a… a… a la finca.

El corazón del Julio Costa Costa comenzó a latir, lo miró al hermano, que estaba tratando de desyuyar el jardín de malezas con las manos y le dijo “ese viejo es un capo… es uno de mis ídolos”. El hermano lo miró y emitió la frase más inteligente que se le escucharon en sus treinta años “Julio, ¿por qué no te buscas una mina?” y le pegó un varillazo en la gamba con un yuyo.

Entonces el Julio puso en marcha su maquinaria investigativa, recorrió la municipalidad del pueblo, el registro civil, charló con otros miembros del glorioso “Club de los fundadores” y así recopiló mucha data sobre los Atencio. Se memorizó fechas, eventos, éxitos y fracasos del austero Atilio, cuyo momento más vertiginoso en su vida fue cuando a los catorce años lo metieron en cana por salir con el tractor por la ruta principal y le pegó a un milico.

No puso muy buena cara el Atilio cuando el Julio le pidió una foto en el almacén de la calle principal, mientras compraba un kilo de mortadela bocha. “¿Para que la queres pibe?” le preguntó serio el Atilio, “Para un documental”, contestó rápido el Julio mintiendo.

Entonces hizo una especie de libro con toda la data y con la foto un poster y varias calcos. Las pegó en su pieza y en el auto de la familia. Su fanatismo se hizo popular cuando apareció con una remera de la cara del Atilio con un kilo de mortadela bocha en la mano. Cada vez que se juntaban con los pibes del pueblo a jugar a la pelota en el potrero del Ceferino, el Julio aparecía con la camiseta de siempre, pero con el nombre de “Don Atilio” en la espalda… hasta que viajó a la ciudad y decidió tatuárselo en el pecho.

Cuando esto llegó a oídos del Atilio, luego de preguntar qué lo que era un tatuaje, se fue derechito a la casa del “pendejo loco amanerado ese”, como lo definió al instante, ahí se puso a pensar en la cantidad de veces que, caminando por la calle, había creído ver un relámpago, pero no habían ni nubes. El Julio le había sacado bocha de fotos escondido.

Fue de alegría absoluta la carita que puso el Julio cuando, luego de que sonara el timbre durante treinta segundos de corrido, abrió la puerta y encontró el semblante del Don Atilio. La alegría duró hasta que, sin decir ni “hola”, el Atilio le acomodó un bife a mano abierta, de lleno, en todo el cachete izquierdo, cubriendo desde la oreja, hasta parte de la fosa nasal y la boca y dejando al instante una marca colorada con puntitos, volando sus cachuzos lentes por los aires, como una golondrina en libertad, para estamparse contra la mesada. “La prósima’ va a mano cerrada” fue única y segunda frase que Don Atilio cruzó con el Julio durante toda su vida.

Por suerte esto sirvió para calmar un poco a Julio Costa Costa, quién decidió que fanatizarse por pedazos de alambre oxidado era mucho más saludable.

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