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La aventura

Horacio Demicheli era un psiquiatra muy importante que aguardaba su retiro. Se lo conocía por nunca dejar un diagnóstico inconcluso y a sus pacientes ciento por ciento recuperados. Sin embargo con el pasar de los años todavía le quedaba un caso muy difícil, el de un niño trastornado llamado Fabián Godoy, que nunca presentaba mejoras. Después de dos años de tratamiento quedo este como su último caso. Le tomó un afecto muy grande a Fabián, de cierta forma se sentía identificado con él. Debido a que Horacio, de pequeño, tuvo problemas similares de adaptación en la escuela y en su  barrio.

Horacio ya tenía sesenta y tres años, no quería seguir con el tratamiento a pesar de que quería a Fabián como a un nieto, entonces decidió que ese día sacaría a la luz lo que tanto lo atormentaba. Hacía más de diez años que no probaba ese tratamiento, y se cuestionaba ante su efectividad, pero como dicen, ante problemas difíciles, soluciones extremas.

Fabián llego como siempre, cabizbajo, asustado, metido en sus ideas. Se sentó en el diván, Horacio detrás de él en su sillón comenzó otra de tantas sesiones. Más de lo mismo, no presentaba ningún avance y cuando le preguntaba si algo lo había incomodado o molestado en su pasado, Fabián lo negaba, pero titubeaba un poco. Clara señal de que estaba mintiendo.

– No sé si sabías Fabián, pero estoy a punto de jubilarme y no me quiero retirar sin poder diagnosticarte. Tus papás están preocupados, quieren resultados para poder ayudarte, pero vos no me ayudas a mí para que yo te ayude.

– No me pasa nada, de verdad.

– ¿Seguís sufriendo lagunas mentales?

– Si, siempre.

-¿Te animas a hacer un tratamiento diferente?

-¿Qué sería?

-Si me lo permitís, me gustaría hipnotizarte. Tus papás dicen que cambiaste abruptamente cuando se mudaron y tu primo desapareció. Creo que tú trauma yace en algo que pasó ese día y tu subconsciente ha reprimido ese recuerdo para no ser lastimado. ¿Estás de acuerdo?

-Si – respondió un poco dubitativo.

Horacio saco de su bolsillo un pequeño anillo atado a una cadena, temía no recordar cómo hacerlo, pero se dio cuenta que era como andar en bicicleta.

Una vez que percibió la mirada perdida en los ojos de Fabián, le pidió que cerrara los ojos y se concentrara. Debía realizarle preguntas a las que él ya sabía respuesta para ver si el hipnotismo era fehaciente y no un invento de Fabián para complacerlo.

– ¿Cómo te llamas?

– Fabián Godoy

– ¿Cuántos años tienes?

– Diez.

– ¿Cómo era la relación con tu primo Alejandro?

– Era buena, yo lo quería, pero el siempre me hacía burla y me pegaba.

– ¿Te molestaba mucho?

– Cuando otros chicos nos miraban si, si no, no.

– ¿Lo extrañas?

– No.

Horacio se sorprendió, por fin encontró un cambio, un posible avance. De vez en cuando Horacio sometía a este cuestionario a Fabián y por primera vez encontró una respuesta diferente.

– ¿Porque no lo extrañas?

– Porque me obligó a hacer algo malo.

No podía creerlo, dos años chocando con una pared por fin Fabián cedía.

– Decime qué es lo peor que recordas.

– Nosotros teníamos un juego, que se llamaba “la aventura”. Jugamos en un canal de riego a los exploradores, corríamos canal arriba hasta llegar al río. Ese día jugamos.

– ¿Qué sucedió? – preguntó Horacio casi dando una orden.

– Algo malo – Horacio comprendió que no quería hablar, entonces decidió usar una voz severa para que Fabián recordara.

– Te ordenó que me lo digas.

Automáticamente, aunque se asusto, comenzó a hablar. – Frente a nosotros salió un perro callejero. Y los chicos comenzaron apedrearlo. Yo no quería, no lo hice. Entonces mi primo y su amigo lo ataron con una soga que usamos para escalar. El perro ya estaba agonizando…. Entonces mi primo me obligó a pegarle, yo no quería, pero él cortó una rama y amenazó con pegarme si no lo hacía, me negué y me golpeó.

Me amenazó una vez más, me levanté llorando, él me dio una piedra y me dijo: “Si no le tiras la piedra, después te ato a vos:” Se la tiré con los ojos cerrados con toda mi fuerza. Le pegué en la cabeza y lo maté. Caí al piso y mi primo ni me ayudó, se reía por cómo lloraba.

“Menos mal que desapareció, sería un parásito en una sociedad que intenta ser correcta” pensó Horacio.

– ¿Qué pasó después? ¿Podes seguir?

– Ellos salieron corriendo y yo me quedé solo con el perro atado una o dos horas. No entendía cómo pasaba el tiempo. Cuando oscureció sentí que me desperté y me paré para irme . Y ahí lo escuché.

– ¿Qué escuchaste?

– El perro me habló.

“Sufría de alucinaciones” pensó. Al fin entendía lo que le pasaba y se compadeció más de él.

– ¿Qué te dijo?

– Que no me culpaba, pero si no quería que me hiciera dañó que lo vengara.

– ¿Cómo? – preguntó Horacio no muy convencido, previendo el final.

– Pasó un mes y la voz del perro me visitaba día y noche, aún lo hace. Dice que me cuida. Ese día convencía a mi primo de ir al canal a la salida de la escuela. Cuando llegamos dónde estaba el perro, escuché “hacelo ahora”.

Levanté la piedra más grande que vi y le reventé la cabeza por la espalda. Cuando cayó lo golpee hasta que dejó de respirar. Lo cubrí con más piedras y volvía a mi casa.

– No se dio cuenta tu mamá que tu guardapolvo estaba sucio.

– Espere a qué tirará uno viejo a la basura, por eso pasó un mes. Lo saqué del tacho y lo llevé ese día sobre mi guardapolvo nuevo.

Horacio ya no lo soportaba, lo hizo despertar y terminó la sesión. No sin antes pedirle a Fabián que le dibujara un mapa de su pueblo.

El dilema moral lo atormentaba, Fabián era un asesino, pero tenía delirios e imaginaba voces de animales. Era un estado de esquizofrenia grave para un niño. Sabía que tenía que denunciarlo, pero se detuvo, no podría, sabía muy bien que todo era culpa de su primo y que si se lo hacía saber a las autoridades la vida de Fabián sería horrible.

Pasó varios días intentando descifrar cuál sería la decisión correcta. Al final decidió no denunciarlo, era un niño bueno y dulce, no merecía estar encerrado en un hospital. Con medicamentos controló sus alucinaciones auditivas y retomó la normalidad de la escuela. Lo hipnotizó varias veces más, logró bloquear por completo el recuerdo y le dió de alta. Volvió a ser un niño normal.

Pero había un cabo suelto, él sabía bien que era cómplice en cierto aspecto. Esperó la llegada del invierno y fue al antiguo pueblo de Fabián, estacionó junto al mirador del río, donde los jóvenes amantes paraban y caminó siguiendo las indicaciones del mapa.

Después de una hora halló la tumba de Alejandro. Quitó las piedras, he hizo un pozo profundo, mientras lo sepultaba pensó seriamente en el pobre animalito, la muerte horrible y cómo la mente puede manipular la conciencia.

Terminó con su último tratamiento, el más difícil de toda su vida. Estaba seguro de que hizo lo correcto. Le costó salir del canal, una vez que lo logró, percibió algo detrás de él. Volteó sobre sí mismo y vio al cadáver putrefacto del perro,  con una sonrisa lunática y cadavérica. Horacio se perdió en los ojos del animal.

– Gracias – escuchó en el interior de su mente con una voz clara y aguda.

Él asintió y se marcho caminando lentamente costeando el canal.

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