/La Canción de la Muerte

La Canción de la Muerte

Han pasado algunos desdichados años desde la última vez que hablé de esa tenebrosa melodía que oigo a veces. ¿Cómo podría un humano torturarse con tan despreciables recuerdos? Oh, difícil tarea es encontrar algo de cordura, sin embargo, entre el abominable montón de locura que cubre el mundo. Empero, para ti, y sólo para ti, mi querido lector, como esos que se flagelaban con cuerdas, haré hoy con mi horrorizado corazón y te hablaré sobre tal demoníaca canción que mesmeriza mi pobre y encogida alma.

Fue en una réproba noche de mi vejez adulta, es decir, ¿quién sabe cuándo? Ya que nunca he sido joven, pues la juventud favorece sólo a los que pueden escapar de la grotesca realidad de la vida, digamos, simplemente, que no era un hombre experimentado en la vida. Pues, esa execrable noche, aún en camino al obscuro edificio al que solía llamar casa, me encontré incapaz de cruzar un puente que dirigía a ese sombrío destino hogareño. Fue a lo lejos, antes de entrar al puente iluminado de Luna, que avisté cierto objeto viviente en movimiento en medio de la ferrosa y oxidada serpiente. No obstante, permanecí despreocupado pues, muchas veces antes, había visto grandes truchas que, en el intento de saltar la baja estructura cuando el nivel del río estaba alto, contendían por la vida hasta morir asfixiadas. Ese día, desgraciadamente, no encontraría a ninguna trucha atrapada entre los muros metálicos de esa trampa mortal; encontré un charco de sangre salpicando deceso por todos lados con un cuerpo humano convulsionándose sobre él. Pobre de mí, tembloroso, no podía moverme; casi no podía pestañear al ver las gotas de sangre volando derechas a mi globo ocular. Al poco paró, ya no convulsionaba más, murió, estaba muerto. Me quedé ahí, de pie, mirando la mortuoria escena, oliendo necrosis, traduciendo la mortalidad a sentimientos siniestros. ¡Todo estaba lleno de muerte!

Ni confuso, ni turbado, me sentí lúcido por una vez. Acababa de atestiguar el evento más realista al que un humano pudiera enfrentarse mientras respiraba; esto es, un hombre desangrándose de la substancia vital entre convulsiones hacia la quietud pacífica de la muerte. Fue una fuerte bofetada de verdad, de la esperpéntica realidad; una inyección de consciencia mortal, consciencia de la mayor deficiencia humana. Finalmente, pasando por encima del tranquilo, rígido y helado cadaver inmóvil, me allegué al truculento edificio, mi pérfido lugar de descanso temporal. Ya con la puerta frontal cerrada, y echada con llave inmediatamente después, entré en el vasto salón para observar todas mis pertenencias sin vida.

¿Qué sentido tiene vivir entre tantos bultos inertes? —grité— ¡Que haya vida en ellos! ordené. Pero aquellos muebles, de una oscura madera marrón, no obedecieron mi comando.

Tonto de mí. ¿Cómo pude esperar que saliera vida del óbito de las palabras? Si algo fuera a dar vida, debería ser un alma viviente. Entonces, observando la renegrida habitación, tan pronto como miré al piano negro, vino a mí mente la maldecida idea, hipnotizándome, llamándome desde las puertas del infierno.

¿Para qué molestarse en avivar los muebles si puedo darle vida a la muerte?

Me senté en el banco del piano, estremecido por la ocurrencia, y, pensando en el tétrico espectáculo que había testimoniado momentos antes, toqué la melodía más atroz y tormentosa de harmonías aterradoras que pude pensar. ¡Qué funesta acción! Mis diabólicos deseos se hicieron realidad; los sofás se agitaban, los cajones se abrían y cerraban, las puertas daban y cerraban paso a portazos, el agudo sonido de cristales cayendo y agrietándose me ensordecía; en medio del tumultuoso desastre, presencié la más cadavérica escena posible, oí los pasos de la muerte avanzando iracundos hacia mí, empujándome con violencia fuera del banco y tocando, con una insidiosa fuerza perversa, la satánica composición que ideé. Los sonidos se hicieron sólidos, formaron una angustiosa figura alta y negra que caminaba pesadamente haciendo las paredes crujir. ¡Le di vida a la muerte! ¡Le di forma al más malvado y vicioso asesino! Me puse en pie de una convulsión y salí corriendo del edificio, me apresuré al puente dirección al pueblo, deseaba hablar con el obispo, pero, mientras galopaba a través de la chirriante estructura, una ausencia aún más macabra vino a cuenta. El cuerpo, el muerto, no estaba ahí, sólo un cuaderno de un color negro escalofriante manchado de sangre. Lo abrí, petrificado del terror, sin creer lo que hallé escrito dentro. Bajo un impronunciable título, encontré un conjunto de odiosos pentagramas que contenían la Canción de la Muerte. La melodía maliciosa que imaginé en mi cabeza, estaba, de repente, escrita en esas hojas salpicadas de sangre coagulada.

A partir de esa noche, amedrentado lector, cada vez que caigo enfermo en cama, cada vez que me encuentro en peligro, sí, en cada cumpleaños y a veces por la noche, escucho los pasos de la muerte caminando hacia mí, reproduciendo esa aterradora melodía, la Canción de la Muerte, recordándome que estoy más cerca de mi sangriento final. Creo que el hombre que vi muriendo entre convulsiones, no era sino una visión de mi destino final; razón por la cual nunca salgo de estos muros encantados, razón por la que nunca me atrevo a cruzar ese puente maldito.

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