/La confesión de Carolina

La confesión de Carolina

Carolina y la voz
El plan Carolina

–En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo…

–Amén –contestó Carolina mientras terminaba de acomodarse sobre la almohadilla de terciopelo ajeado.

–Contame, porqué esas lágrimas, Caro.

–No puedo más de la angustia, Padre. Necesito hablar con alguien. Perdón la hora, pero necesitaba escucharte.

–Nada que disculpar. ¿Has intentado hablar con alguien más cómo quedamos? Tu marido…, tus amigas.

–¡No! Con nadie puedo hablar de esto –agregó intentando descifrar las sombras que se translucían al otro lado de las rejas de madera–. Siento que solo puedo hacerlo acá.

–Lo que necesites hablar con Dios encuentra en este lugar el momento para hacerlo, cuando vos quieras. Hacía un tiempo que no venías, pensé que estabas mejor. Quizás viniste muy seguido y encontraste un equilibrio.

La mujer corrió algunas lágrimas rezagadas y respiró profundo. Desarmó su pelo colorado que anidaba en un rodete y lo ahorcó en una cola alta para respirar el poco aire que brisaba en la antigua parroquia.

–Voy a engañar a mi amante –dijo sin titubeos la señora–. Tengo tanta certeza que va a suceder, que no puedo dejar de sentir culpa por algo que no he hecho. Pensarás que estoy loca, tal vez lo esté. Hace días que me despierto por la noche con un dolor insoportable en el pecho, me impide comer, por momentos ni respirar consigo. Cuando esto pasa, sabés en quién pienso, ¿no? En esta persona con quien voy a cometer mi engaño. Pienso en sus consejos, pienso en lo prohibido que, naturalmente, es. Pienso en el mayor de los pecados.

–Pero aún no lo has hecho. Detengámonos en eso. Indudablemente has tenido inquietudes y las entendés como un pecado, por eso has llegado a golpear las puertas de la Casa del Señor esta noche; pero aquello que te angustia es, según tus palabras, lo que aún no sucede. Es un pecado que puede evitarse. Acercarnos a Dios nos ayuda a evitar lo que no nos hace bien.

–No puede evitarse, Padre. Ya es tarde. Es como una ola que está por romper. Así estamos. Ni en el aire ni en el suelo, o en ambos lados al mismo tiempo.

–Te noto incómoda. ¿Intranquila?

–Demasiado. Me transpiran las manos.

–¿Caminemos? –Consultó sabiendo la respuesta, el joven cura.

Ambos transitaron en silencio el costado oeste de la Iglesia, pasando por la sacristía hasta llegar al alma del patio trasero donde solo accedían los religiosos del lugar. La luna alumbraba cada paso sobre el piso de mosaicos negros y blancos.

–La última vez que vine –recordó Carolina, aliviando el peso del silencio acumulado en el trayecto– te comenté de la familia de mi marido, de las vacaciones pasadas, de una discusión muy fuerte con Sebastián donde intervino su hermano, ¿recordás?

–Sí, claramente; pero estaba solucionado, me dijiste también.

–Por suerte no se volvió a repetir. Aquella vez, cuando mi cuñado y su mujer intervinieron y me contuvieron hasta que volvió mi marido, marcó un antes y un después en varias cosas. Nos empezamos a juntar más seguido, prácticamente todos los fines de semana de lo que va del año. En invierno nos hicimos una escapada a una casita en El Salto que tienen ellos, unos cinco días. Durante esos días comencé a notar que íbamos hacia otro lugar con esta persona. Sebas suele irse a correr por las mañanas, está fanatizado con su físico, así que me encontraba en los desayunos conversando de la vida, a veces yendo a comprar lo necesario para el día, en fin: pudimos saber, acabadamente, quién era el otro. Hablábamos desde lo profesional al principio, es una persona reconocida en el ambiente de la arquitectura, y lo mío de diseño, si bien nunca ejercí, es algo que me apasiona y me encantaría hacer. Te imaginarás las charlas interminables recorriendo los distintos estilos, sobre arte, diseños…

–Puntos en común.

–Sí, pero no –agregó relajando sus brazos que venían cruzados–. Más bien una puerta de entrada. Cuando quisimos acordar habíamos entrado hasta llegar al punto en común. Lo que conversamos sobre la profesión relacionado a lo que hablamos de sexo fue insignificante, Padre. Como dos adolescentes monotemáticos –dijo dejando la estela de una risita pícara–. Nos reíamos de las cosas que se nos ocurrían, lugares extraños donde hacerlo, fantasías inconclusas, anécdotas.

–¿Sentías en aquel momento, luego de esas charlas, lo que te aqueja ahora?

–No así, quizás un poco de culpa pero no era lo que más sentía…

El Padre Marcelo pensó en intervenir pero prefirió escuchar ese silencio. Levantó apenas su sotana oscura para subir los tres escalones de piedra que tenían por delante y esperó.

–Me sentía muy atraída, Padre. Por las noches me encontraba mirando el techo sin conseguir alejar esas charlas, esas sensaciones. Mirá que con Sebastián nos hemos conectado de maravilla siempre, pero nunca desde esta perspectiva. Dicen que no se puede todo y quizás él sienta lo mismo. Nunca imaginé que podían llevarme al borde del abismo con simples palabras. Cómo explicarlo… No podría en realidad.

–Intentaste frenar esa situación, esas charlas… –preguntó el cura.

–Lo intenté. Cuando volvimos incluso busqué algunos pretextos para no juntarnos tanto con la familia; hasta que llegó el cumple de Ignacio, mi hijo mas grande. Hicimos un asado en casa aprovechando el calor, la pileta. Vinieron otros matrimonios amigos, mi suegro y mis padres. Pocos en realidad –agregó y se detuvo repentinamente–. No dejamos de mirarnos desde que llegaron, Padre. Mi marido hacia el asado con mi papá y mi suegro, mi mamá me ayudaba con las ensaladas mientras yo iba y venía atendiendo a la gente, sirviendo, acomodando –describía mientras con las manos señalaba a su alrededor como si el patio de la parroquia fuera en ese instante el de su casa–; mi cuñada, como siempre, metida en el agua sin hacer nada, tomando sol… y los chicos por ahí jugando. El día era perfecto salvo por una sola situación: no podíamos dejar de mirarnos –señaló y continuó contando sin desconectarse de la mirada atenta que, a un metro, le regalaba el sacerdote–. Sentía como si llevara meses caminando al rayo del sol. Desde donde estuviéramos nos cruzábamos de reojo sonriendo, nos regalábamos muecas, ojitos, complicidad absoluta. Adrenalina de la que arde. De pronto se me acerca alguien desde atrás y me agarra de la cintura con las manos mojadas. Supe quien era por la manera de agarrarme. Decidida, fuerte. ¡Sentí la piel de gallina! Se me acercó al oído y susurró una frase irreproducible. Asquerosa. Me negaba a creer lo que había escuchado pero su perfume era único. Lo repugnante se volvía perverso, deseoso, como si estuviera sintiendo placer al ser golpeada. Sentía que el estómago se me revolvía y salí corriendo al baño. Entré en un estado de nervios que ni te explico, me transpiraban las manos, las piernas me tiritaban… me sentía, como explicarlo… Perdón, Padre…

–Estás hablando con Dios, puedes confiar y comentarle lo que quieras.

–…Me sentía como si estuviera por tener un orgasmo. Faltaba oxígeno; transpirada me mojé la cara, el cuello y los brazos. Corrí la cortina para abrir la ducha, me saqué la ropa y entré con la malla puesta.

–¿Alguien notó que estabas en ese estado?

–A los cinco minutos llegó Sebastián. Vio que me fui corriendo. Me preguntó cómo estaba, que me relaje y en un rato volvía por si necesitaba algo. Me recosté en la bañera; el agua me quemaba las caderas pero el fuego me comía desde adentro. No pude evitarme más –aclaró alejándose, apenas, y poniéndose de espalda–, no me pude postergar como tantas veces había hecho y comencé a imaginar esas últimas palabras, que empezaron a tomar vida en su boca, en el color de esa voz ronca, en el aroma que le siento a su pelo cuando nos saludamos, o nos rozamos sin querer; pensé en sus manos apretando mi cintura, en las charlas previas que me habían encendido tantas veces y que solo pretendí negar; pensé en todo lo que tuve a mi alcance antes de retorcerme, sumergida, con ambas manos en mi sexo. En eso escucho que el picaporte se mueve y me detengo; la voz de Sebas me pregunta cómo estoy, nuevamente. Me mordí los labios y le contesté que en un rato iba. Apenas cerró la puerta volví a mi, a nosotros, al ardor que desde el cuello bajaba por mis pechos hasta el abdomen, como un volcán en erupción que desparrama su lava quemando todo lo que está a su alcance; hasta fundir las yemas titilando en mi entrepierna. Fue ahí, Padre, cuando sentí que me ayudaban. Me agarre de la bañadera con ambas manos y sin embargo seguía sintiendo la cadencia sabia de una palma penetrándome… sin clemencia –pronunció girando su cabeza hacia los ojos claros del cura–. Pensé en Sebas pero no podía dejar de mirarme para adentro. Sentí que la ilusión porque fuera él estaba desvaneciéndose, sentí que ese no era su perfume. La cortina se abrió al todo. Vi sus piernas entrar de a una al agua, me ayudó a levantar mientras su boca me recibía con la lengua afuera –dejando un eco de sonido se le acercó–. Ahí estábamos, tan cerca de todos y tan lejos del mundo a la misma vez. Me giró en seco contra la pared. Me comió desde las piernas hacia el centro, sacudiéndome con sus dedos, trepando con sus besos hasta llegar al cuello. Perdón que te lo cuente así, pero así debe ser esta confesión, Marcelo… –se interrumpió juntando ambas manos sobre sus labios.

–Continuá…

–Repitió una de las frases que me había dicho hacia un rato. La ¨propuesta¨. Me dijo que a partir de ese momento solo iba a hacer lo que me fuera dicho, de la manera en que me fuera pedido; que en función de cómo me portara, era la clase de Amo que iba a tener. Estuvimos diez minutos a lo sumo, o una era; hasta que grité, en silencio, esa pequeña muerte contenida. Me sostuvo en brazos y, recostándome otra vez, me miró sabiendo que iba a ser su esclava de ahora en más y salió, luego de vestirse.

El Padre Marcelo desaceleró su aliento y se sentó en un banco de plaza que tenía cerca.

¨Eso fue todo¨, quiso creer.

–¿Qué hiciste después?

–Me cambié sintiendo que pesaba varias toneladas menos y salí al jardín. Estaban a punto de comer. Algunos, preocupados, notaron que estaba mejor que antes de empezar el cumple. Probablemente estaba mejor que nunca. Busqué pero no pude encontrar esa cara angelical del Diablo. Me senté frente a mi hijo, al lado de Sebastián que servía el asado, cerca de mis padres, en la otra punta de mi cuñado. Pensé en el estado de felicidad que estaba sintiendo. Sentía lujuria, miedo y ansiedad. Quizás imaginé lo que iba a suceder de ahora en más, pero no desde la culpa, sino desde la curiosidad. Y cuando estaba por servirme agua me sonó el celular: llamada de un privado. Atendí sin prever nada. Era una voz cortada, como si perdiera señal, que me hablaba. Caminé varios pasos alejándome un poco y la escuché claramente. ¨No te confundas, desde hoy te vas a sentar al lado mío¨, dijo y cortó.

Carolina, con la cabeza agachas, se arrimó hasta el banco y, arrodillándose frente al Cura, tomó sus manos para mirarse sin intermediarios.

–Crucé mi vista por toda la mesa –continuó relatando– hasta llegar a la cabecera, intentando descubrir dónde estaba… hasta que acerté. Con un semblante furioso me miraba Jazmín, mi cuñada, apoyada sobre el respaldar de la silla donde iba a tener que sentarme a partir de ahora.

El sacerdote, atónito, intentó abrazarla pero ella lo negó alejando su torso de él.

–No voy a dejar de venir –advirtió mientras se incorporaba con un paso y medio hacia atrás, hasta quedar bajo la Acacia–. Sólo Dios puede impedir los deseos de mi Amo. Solo vos podés hacer que me aleje de ella.

Han pasado unos cuantos minutos, quizás una hora. El Padre Marcelo no deja de pensar en la confesión de Carolina. Enjuaga su boca luego de lavar sus dientes y se observa, sereno, unos instantes en el espejo, sin dejar de meditar. Sus pupilas se dilatan. Piensa en la certeza que angustia tanto a Carolina; recuerda sus frases. ¨Voy a engañar a mi amante¨, le había dicho. El Padre Marcelo siente miedo cuando toma conciencia, siente un dolor creciendo cercano a su pelvis, que contiene con su palma derecha. Comprende lo prohibido del engaño que aún no fue. Se permite dudar, repasa las secuencias y vuelve otra vez al punto inicial. Se persigna sin dejar de quitarse la vista; el Padre sabe en este preciso momento con quien va a engañar a su amante, la señora Carolina.

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